El centinela cayó de espaldas con un alarido, atravesado de parte a parte, y los durmientes se alzaron de inmediato.
Sonaron dos disparos, nacidos de la noche, y un hombre se derrumbó con la cabeza atravesada por una bala, mientras otro se llevaba las manos al vientre doblándose sobre sí mismo, gimiendo de dolor.
Se percibieron apenas los veloces pasos de unos pies desnudos que se perdían en la noche, y luego, nada.
Al día siguiente, tras permanecer alerta aguardando un nuevo ataque, los hombres de Arístides Rivero recorrieron una vez más la isla, pero en esta ocasión lo hacían airados, sedientos de venganza.
Todo fue inútil. Todo era siempre inútil, pues resultaba claro que no existía forma humana de descubrir la endemoniada madriguera de la bestia.
— ¡Perros…! — aulló al fin, Rivera, fuera de sí —. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes…? ¡Necesitamos perros…!
— Ni tú mismo creías en esta historia… — le hizo notar su piloto —. Pero ahora ya ves que es cierta…: Ese tipo existe, y sabe esconderse.
— En Chatham había perros… — le recordó Rivera —. Iré a buscarlos y en un par de días estaré de regreso.
Pretendió dejar a cinco hombres en la isla, montando guardia, pero estos se negaron. Nadie quería exponerse a recibir nuevos ataques llegados de las tinieblas a cambio de cincuenta doblones, y era estúpido continuar con una búsqueda que tan magros resultados había proporcionado hasta el presente.
— No tiene adónde ir… — fue la explicación aceptada por todos —. Al regreso, con los perros, lo sacaremos de su agujero… Si ha esperado tanto tiempo, bien puede esperar tres días más.
Esa noche, cuando Oberlus trepó a la cima del acantilado dispuesto a cobrarse nuevas víctimas, se sorprendió por la ausencia del navío, y, más cauteloso que nunca, recorrió el islote temeroso de una añagaza y de que hubieran dejado tiradores emboscados, pero no descubrió rastro alguno de vida humana.
Al amanecer, revisó con ayuda de su catalejo cada rincón, cada roca, bosquecillo o cañada, y comprobó, igualmente, que no se distinguía vela alguna en el horizonte.
Se habían marchado.
Confuso, tomó asiento sobre su roca reflexionando sobre el sorprendente hecho de que sus enemigos renunciaran tan fácilmente a su captura, puesto que resultaba evidente que aquellos hombres habían acudido decididos a atraparle.
¿A qué se debía tanta prisa, cuando la lucha no había hecho mas que comenzar?
Necesitó dos largas horas de meditación en las que se esforzó por colocarse en el lugar de cazadores a la búsqueda de una fórmula que obligara a mostrarse a alguien que se escondiera en aquella isla, hasta recordar una frase que él mismo había dicho cuando empleó casi diez días en localizar al portugués Gamboa:
«Si tuviera un buen perro lo haría salir de su agujero…»
¡Perros…!
Tuvo miedo.
El círculo se cerraba, y resultaba estúpido obcecarse en el convencimiento de que podría mantenerse oculto para siempre.
Había llegado la hora de moverse, y se movió.
•
Aguardó a que descendiera la marea, y cuando se encontraba en su punto más bajo, se introdujo en el agua, avanzó cinco metros, y en el lugar exacto en que la había hundido más de un año antes, tropezó con la ballenera del María Alejandra.
Extrajo del interior, uno por uno, los pesados pedruscos, y cuando la embarcación afloró apenas achicó el agua con ayuda de un cubo.
Aún anegada, la empujó a tierra ayudándose con la llegada de la nueva marea, y una vez en seco concluyó de vaciarla. Algunas cuadernas y tablas se habían hinchado, desclavándose y haciendo que el agua penetrara por las junturas, pero pudo arreglárselas para alcanzar remando la ensenada y vararla en la arena.
Hizo venir entonces a sus cautivos que la voltearon, consiguiendo que el agua escurriese por completo, por lo que los envió mas tarde a buscar leña y matojos con que alimentar un gran fuego.
En el mayor de los calderos de que disponía amontonó algas rojas, peces, moluscos e incluso huesos y hojas de cactus, permitiendo que el extraño y pestilente mejunje hirviera durante horas, mientras se aplicaba a la tarea de clavar de nuevo las tablas y calafatear las junturas, utilizando para tal menester largas tiras del hermoso vestido gris perla de Niña Carmen.
Ésta, que lo observaba trabajar ansiosamente, como atacado de una extraña fiebre, inquirió:
— ¿Qué ocurre…? ¿Para qué quieres esa barca…?
— Para irnos… — replicó sin mirarla.
— ¿Adónde…?
— Al Continente.
— ¿Al Continente…? — replicó ella, balbuceando asombrada, y cuando pareció recuperar su capacidad de raciocinio, inquirió despectiva —. ¿Acaso tienes una idea de a qué distancia se encuentra el Continente…?
— A setecientas millas.
— ¿Y piensas recorrer setecientas millas en eso…?
— No tengo otro medio…
— Pero en esa zona las corrientes son siempre contrarias. Y nunca hay viento…
— Lo sé.. Es la región de las grandes calmas.. Pero de poco iba a servirme el viento, pues no tengo vela.
— ¿Cómo piensas llegar entonces…?
— Remando.
Anonadada, Niña Carmen se dejó caer sobre una piedra tomando asiento como si le resultase imposible mantenerse en pie tras escuchar lo que le acababan de decir. Su asombro iba en aumento aunque creía haber agotado ya, tiempo atrás, toda su ingente capacidad de asombrarse. Al fin musitó, más para ella misma que para Oberlus.
— Remando durante setecientas millas en una barca de ocho metros y contra la corriente… ¡Tú estás loco…!
La Iguana se detuvo de nuevo en su tarea y con un gesto señaló hacia los hombres que buscaban combustible a cierta distancia:
— Ellos remarán — afirmó —. Y te aseguro que, por la cuenta que les trae, nos llevarán al Continente…
— ¿«Nos llevarán…»? — repitió ella alarmada —. No cuentes conmigo… No pienso subirme a esa barca e intentar una absurda aventura en mar abierto…
Oberlus la observó con una mirada fría e insensible, absolutamente deshumanizada.
— Como comprenderás… — comenzó —. No pienso dejar a nadie aquí para que le cuente a los que vuelvan que me encuentro indefenso en una barca y vayan a buscarme… — Hizo una pausa —. Así que elige entre acompañarnos, o empezar a rezar, porque antes de partir pienso pegarte un tiro.
Ella le observó a su vez, con fijeza, y concluyó por asentir convencida:
— Sé que lo harías… — admitió —. Me violarías por última vez, para pegarme un tiro luego y largarte tan fresco…
— Tú lo has dicho… — recalcó Oberlus —. Así que decídete pronto, y si te apetece venir comienza a reunir iguanas, tortugas, palomas, huevos y todo aquello que resulte comestible… — Señaló a Knut —. Que el tonto te ayude a vaciar las barricas de ron de la cueva y llénalas de agua… Aprovecha hasta la última gota que encuentres, porque la travesía será larga y por esta zona aún no es tiempo de lluvias…
— ¡Estás loco…! — repitió ella una vez más absolutamente, segura de lo que decía —. ¡Completa y rematadamente loco…!
— Loco estaría si me quedara aquí y permitiera que me cazaran para exhibirme luego como una atracción de feria por feo y asesino, antes de colgarme… — se diría que hablaba de algo intrascendente que no le afectaba en absoluto —. Volveré al mar, que nunca me ha fallado, y si también allí me acosan, siempre conservo la oportunidad de dejarme ir al fondo con un pedazo de cadena al cuello… — su tono de voz cambió y se hizo más ronco al añadir —: Porque te juro que nadie, nunca, volverá a ponerme la mano encima… ¡Nunca!