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Con la pasta, espesa y maloliente del caldero, embreó la embarcación, introduciéndola entre las junturas y cubriéndola con tres capas sucesivas, por dentro y por fuera, obteniendo, de ese modo, una impermeabilidad a toda prueba.
Alzó luego, de proa a popa, una especie de toldo bajo entretejido de cañas y ramas que protegía perfectamente del sol, y concluyó por sustituir los dos últimos bancos por la cama que había obligado a traer a Souza y Ferreira desde la cueva del acantilado.
Cargaron la comida, el agua, las armas y el pesado saco que contenía las joyas y el dinero que había encontrado a bordo del Madeleine, el María Alejandra y el Río Branco, y con la caída de la tarde todo estuvo dispuesto para la partida aunque, con anterioridad, Oberlus tuvo que hacer frente a una tentativa de rebelión por parte de los cautivos que se negaban a embarcar.
A latigazos y con amenazas de muerte, los encadenó a los bancos, y luego se plantó ante ellos y puntualizó:
— La cosa está clara… — dijo, y su tono no dejaba resquicio alguno a apelación posible —. Si alcanzamos tierra firme, ya no os necesito y podréis volver a vuestras casas… Si no la alcanzamos será únicamente porque todos habremos ido a parar al fondo del mar… Así que preparaos a remar, porque, además, al que no reme, le cortaré los pies y los cojones antes de echarlo a los peces.
Comenzaron a remar, por tanto, descansando siempre uno de ellos alternativamente, muy despacio, pues Oberlus sabía que no podía fatigarlos en exceso, pero sabía también que, cuando dejaran de bogar, la corriente que llegaba del Continente, les haría perder, de inmediato, el terreno ganado.
Colocó ante sí una brújula que había pertenecido al Río Branco, ordenó a Niña Carmen que se acomodara en proa hasta que sintiera deseos de dormir, y mientras se alejaban, se volvió a contemplar, recortado contra el horizonte, el islote de Hood su «reino», el único lugar del mundo en el que se había sentido libre, y en el que había visto transcurrir los mejores años de su vida.
Tenía plena conciencia que, desde el momento en que pusiera pie en el Continente, si es que alguna vez llegaba a pisarlo, se convertiría de nuevo en Oberlus, la Iguana, el monstruoso hijo del Averno del que todos hacían burla y a todos repelía, y al que muy pronto, además, comenzarían a buscar las justicias de todos los países.
Cierto que ahora tenía mucho dinero, pero no sabía a ciencia cierta de qué podría servirle la fortuna que guardaba en un saco de cuero, bajo sus pies, si su rostro continuaría siendo el mismo y denunciándole siempre.
Era un hombre marcado, hiciera lo que hiciese, pobre o rico, humilde o poderoso, y ni aun cubriéndose con una máscara de oro y esmeraldas escaparía a aquel trágico destino que le habían reservado los dioses del Olimpo desde nueve meses antes de nacer.
¿Qué puede hacer un hombre al que tan sólo dotemos de tenacidad e inteligencia, privándole de todo lo demás…?
Veamos…
Allí estaba por tanto, esforzándose por escapar una vez más a la jauría, vigilando la brújula que le marcaba el este, y vigilando también a los remeros para que no decayesen ni un instante en sus esfuerzos.
Lanzó más tarde un grueso cabo de unos dos metros de largo a sus espaldas, pues le constaba que mientras lo arrastrasen significaría que avanzaban contra la corriente.
Cuando, por el contrario, se ocultase bajo la popa a la que permanecía sujeto, le estaría indicando que la corriente era más fuerte que el impulso de los remos.
Al Este, siempre proa al Este, siempre arrastrando el cabo, ésa era la consigna, y estaba decidido a hacerla cumplir costara lo que costase y cayera quien cayese.
Llegó la noche, Niña Carmen vino a acostarse a su lado y no dudó en encadenarla a los barrotes de la cama.
— No quiero sorpresas… — dijo —. Sé que pronto o tarde dormiré, y no voy a permitir que acabéis conmigo entre todos para regresar a la isla y aguardar a que vengan a buscaros… Así estaremos más tranquilos.
Ella no dijo nada porque sabía que toda protesta resultaría inútil. Permitió que la encadenara, cerró los ojos y trató de dormir y olvidar así que acababa de iniciar el más dantesco viaje que nadie hubiera imaginado nunca.
Por su parte, Oberlus se limitó a buscar en el firmamento la estrella que había de guiarle en la noche. La mayor parte de su vida la había pasado de aquel modo: al aire libre sobre la cubierta de una nave, y las estrellas habían sido siempre sus compañeras y amigas.
No le temía al mar, a la noche, ni a las largas travesías. No le temía a nada, y en lo más íntimo de su ser, se sentía feliz al navegar de nuevo, y orgulloso por su capacidad de enfrentarse al mundo y burlar una vez más a sus perseguidores.
Antes de partir había borrado cualquier huella visible de su huida, y ocultado mejor que nunca, ahora desde el exterior, la entrada a su guarida, por lo que, perros o no perros, necesitarían días y aun semanas para llegar al convencimiento de que no estaba ya en la isla y les había engañado una vez más.
Para ese entonces se encontraría muy lejos, tal vez en tierra firme, y si alcanzaba la costa de Perú, atravesaría la Cordillera Andina y se internaría para siempre en las impenetrables selvas de la cuenca amazónica.
Aprendería a vivir en ellas, de igual modo que había aprendido a vivir en una roca pelada, porque él, Oberlus, era ante todo un sobreviviente nato; un feto que se había negado a morir cuando aún apenas respiraba; una indomable fuerza de la Naturaleza capaz de enfrentarse incluso a los dioses del Olimpo.
Al atardecer del día siguiente el islote de Hood desapareció por completo en la distancia, y el mar, el inmenso océano de la raya del ecuador en la Región de las Grandes Calmas, más tranquilo y de aguas más quietas que el más quieto y tranquilo de los lagos de montaña, se convirtió en el único acompañante de los hombres de la ballenera.
Las aves marinas que durante tanto tiempo se habían entretenido en practicar su puntería cagándoseles encima, cesaron de revolotear en torno a ellos regresando a sus nidos con el ocaso, al amanecer siguiente tomaron al fin conciencia de su pavorosa soledad.
Ni una ola, ni un graznido, ni tan siquiera el rumor del agua al deslizarse bajo la quilla; tan sólo un silencio roto por el monótono golpear de los remos en una cadencia única, rítmica y obsesionante, como si, en lugar de seres humanos, los cautivos se hubieran convertido en autómatas, máquinas sin vida condenadas a remar de aquel modo hasta el fin de los siglos.
El agua racionada, la comida escasa y el esfuerzo controlado al máximo por el propio Oberlus, decidido a mantener con vida a aquellos hombres aun contra su propia voluntad. Tendría que bogar días, semanas o tal vez meses, no le importaba el tiempo, y lo único que deseaba era comprobar que el cabo de popa le seguía, lo que le indicaba que continuaba arrancándole un metro tras otro a aquellos mil kilómetros que les separaban de su meta.
— Nunca llegaremos… — comentó Niña Carmen bajo el tórrido calor del mediodía, superada ya la primera semana —. A cada instante tengo la impresión de que Hood va a aparecer de nuevo a tus espaldas… No avanzamos.
— Avanzamos… — le contradijo Oberlus convencido —. Avanzamos poco a poco hacia el Este, aunque la corriente nos desvía hacia el sur.
— También a nosotros nos desvió hacia el sur a los pocos días de partir de Guayaquil — admitió ella —. Y el piloto explicó que hay una contracorriente que viene de Panamá y empuja los barcos al sur de las Galápagos… Tal vez por eso recalamos en Hood, cuando teníamos que haberlo hecho en alguna de las islas mayores, más al norte… ¡Nunca llegaremos…! — repitió.