Oberlus no le respondió, meditó unos instantes y por último se volvió a sus cautivos:
— Ya habéis oído… — dijo —. Nos hemos desviado y aunque intentáramos regresar, nunca encontraríamos la isla… La corriente de tierra nos adentraría en el océano, y jamás llegaríamos a parte alguna… No queda, por tanto, más que un lugar adonde ir…: el Continente, y de vosotros depende que lo consigamos o no…
No obtuvo respuesta. El noruego Knut no había entendido, como de costumbre, una sola palabra de cuanto había dicho, y los portugueses se encontraban demasiado fatigados como para pensar en decir nada. Hacía ya mucho tiempo que había perdido el último rastro de voluntad que les quedaba, y había perdido también, probablemente, cualquier esperanza de sobre., vivir a aquella absurda pesadilla. Remaban porque su captor les ordenaba, a latigazos, que lo hicieran, y ya no era la necesidad de salvarse lo que les impulsaba, sino tan sólo el miedo al dolor físico, y el terror sin límites que experimentaban ante aquel ser demoníaco del que cabía esperar una acción aún más aberrante
Había decidido obligarles a avanzar aun contra aquella corriente sutil e implacable, y les constaba que, mientras conservaran un soplo de vida avanzarían, porque cuando ya no le basta con la amenaza del látigo, la Iguana Oberlus discurriría un nuevo castigo con el que impelirles a sacar fuerzas de flaqueza.
Que no les viniera a contar, por tanto, la historia de que única esperanza de salvación se limitaba a remar siempre hacia Este. Para ellos, no quedaban esperanzas; ningún tipo de esperaza, y abrigaban el convencimiento de que, hicieran lo q hicieran, su historia acabaría allí, aferrados a aquellos remos que les habían convertido ya las manos en una pura llaga y les quebraban el espinazo.
La cuestión era remar, y siguieron remando.
Se desnudó por completo deslizándose dentro del agua sin aferrarse a la borda, pues, pese a que no era una experta nadadora y apenas conseguía algo más que mantenerse a flote, le bastarían dos brazadas para alcanzar de nuevo la ballenera, tan pausado era siempre el ritmo de su avance.
No le asustaba la inmensidad del mar en calma que le rodeaba la inimaginable profundidad que se abría bajo sus pies, ni aun la posible presencia de tiburones. Lo único que le importaba era sentir la caricia del agua a lo largo de su cuerpo permitiéndole olvidar, aunque tan sólo fuera por unos instantes, la espantosa monotonía que significaba el permanecer sentada, durante horas y días, en la proa de una barca de la que se podría creer que no había avanzado ni un solo metro en aquel absurdo viaje en el que un ser de pesadilla les conducía de la nada a ninguna parte.
Pensó en alejarse; en permitir que la suave corriente fuera apartándola de la embarcación muy lentamente, hasta que el ancho mar, el perezoso mar, el pacífico mar, la absorbiese en un brazo definitivo convirtiéndola para siempre en parte de sí mismo
Constituiría un hermoso final después de tantos años de vida agitada y turbulenta. Niña Carmen, nacida a tres mil metros de altitud, al pie del volcán Pichincha, en las agrestes quebradas de la ciudad de Quito, desaparecería definitivamente tragada por el limo del fondo del mayor y más profundo de los océanos.
¿O tal vez flotaría…? Sí; tal vez al hincharse flotaría y la insensible corriente, aquella fuerza irreductible contra la que levaban ya doce días luchando inútilmente, arrastraría su cuerpo hasta las playas de aquellas islas exóticas que había leído que se izaban al otro lado del mundo.
Resultaba agradable, casi sensual, dejarse seducir por el embrujo de una muerte tranquila que pusiese fin a tanto sufrimiento. Era sedante saberse libre para siempre de la presencia del rostro abominable de la bestia. Era reconfortante imaginar su ira y su humillación cuando comprendiera que ella — como todos — había preferido morir a tener que continuar soportando su visión por más tiempo.
— ¡Adiós, monstruo, adiós…! Hasta la calavera de la guadaña es más hermosa, y prefiero su eterna compañía a soportar a tu lado un solo día más… Adiós, Iguana… Adiós, bestia maldita… Adiós, adorado verdugo que supiste en un tiempo despertar en mí un volcán que ya nunca nadie podrá apagar.
¡Se sentía tan confusa…! Tan embotada por el sol, la sed y los días de no distinguir más que un único horizonte y no escuchar más que el mil veces repetido golpear de los remos palada tras palada…
¿Hasta cuándo? ¿Por qué no soplaba al menos el viento? ¿Por qué el mar no se elevaba, agitándose como los restantes mares de este mundo? ¿Por qué tenían que encontrarse precisamente en el corazón de las grandes calmas?
Incluso el Mediterráneo, aquel minúsculo charco, caricatura de océano, que visitó en compañía de Germán de Arriaga, tenía más fuerza y más carácter que aquel estúpido Pacífico, siempre aburrido, siempre aplanado como si una gruesa e invisible capa de aceite aplacara por completo su furia, como si se tratara tan sólo de un gigantesco espejo puesto allí para que devolviera los rayos del sol. ¿Por qué era aquél un mar sin carácter? Un mar sin más signo de vida que aquella callada y traidora corriente que trataba de impedirles, como una mano de cíclope, aproximarse a tierra.
Sería hermoso, sí, dejarse acunar por él, entregarse a al embrujo y permitir que penetrara a través de cada uno de sus poros para acabar convirtiéndose a su vez en un océano, en Pacífico, en inmensidad que no aceptara fronteras, ni aceptara que la encadenaran cada noche a los barrotes de una cama.
El portugués Pinto Souza pidió agua por tercera vez, y por tercera vez la Iguana Oberlus se la negó.
— Hay que racionarla… — dijo —. Comienza a escasear. Una hora después, el portugués Pinto Souza, un hombre enclenque, del que parecía un milagro que hubiera aguantado tanto, se derrumbó sobre su remo, y resultaron inútiles cuantos esfuerzos hizo Niña Carmen por devolverle a la realidad.
— Dale agua… — suplicó una y otra vez —. Dale agua o se muere.
Oberlus se inclinó sobre el hombre inconsciente, estudió con detenimiento su rostro demacrado, sus brazos esqueléticos, sus manos ensangrentadas y su cuerpo vencido y cubierto de llagas supurantes, y negó con firmeza:
— Sería absurdo malgastar agua en él… — sentenció —. Está acabado.
— ¿Vas a dejarlo morir así…?
— No. Voy a tirarlo al mar.
Carmen de Ibarra le miró confusa. Pese a permanecer casi un año ya a su lado y ser testigo y víctima de tantas de sus crueldades y de su absoluta carencia de sentimientos, aún se le antojaban inconcebibles algunas de las reacciones de un ser que en verdad nada parecía tener en común con el resto de los seres humanos.
— ¡Pero aún está vivo…! — protestó al fin.
— Respira, eso es todo. Pero lo cierto es que está reventado… Cuanto antes acabe, mejor para él y para todos…
Fue hasta el timón, desenredó el extremo de la cadena a la que se encontraban unidos los cautivos, liberó a Pinto Souza, y ante la impotencia de la mujer y la indiferente mirada de los otros, lo tomó por los hombros y lo dejó caer al agua.
Muy despacio — se diría que aquel perezoso océano lo hacía todo muy despacio —, el cuerpo del portugués comenzó a hundirse en las transparentes aguas, para acabar desapareciendo como tragado por la inmensidad azul en lo que más se antojaba un sueño idílico que la realidad de una muerte.
La Iguana Oberlus lo observó mientras se perdía de vista, y ocupó luego el asiento del muerto, apoderándose del remo que había quedado libre: