— ¡Pero no tenemos agua…!
— Pronto lloverá… — afirmó la Iguana Oberlus convencido —. En esta zona, siempre llueve…
Llovió.
Llovió como si los cielos hubieran decidido derramarse por completo sobre sus cabezas, tratando tal vez de anegarles, de hundirles, de hacerles zozobrar en un intento de conseguir lo que no había logrado aquel apático océano sin garra.
Llovió.
Llovió.
Llovió.
Y con la lluvia volvieron a la vida.
Y al esfuerzo.
Ferreira ya era una sombra inútil y vencida, pese al agua y al descanso, pero la Iguana Oberlus, aferrado a los remos, se inclinaba adelante y atrás, atrás y adelante, infatigable, indestructible, incomprensible casi, teniendo en cuenta que hacía más de tres días que no probaba bocado.
Niña Carmen, tumbada en la cama, incapaz de realizar un solo gesto, vencida y aniquilada por el hambre y la fatiga, se esforzaba aún, a menudo inútilmente, por mantener el rumbo…
Al este… Siempre al Este pese a que estaba convencida de que el Este se había convertido en una quimera; un sueño inalcanzable; un lugar mítico y portentoso al que nadie en la historia había llegado jamás.
¡Al Este…!
Pero el Este siempre seguía estando al Este del Este.
¿Por qué estaba entonces marcado en la brújula, si el Este no existía…? ¿Por qué jugaban de aquel modo con las esperanzas de tantos desgraciados? ¿Por qué habían inventado alguna vez semejante término…?
— El Este ha muerto… — murmuró y él la miró, severo, entre palada y palada —. El Este ha muerto y ya lo sabías cuando embarcamos. — Agitó su negra cabellera —. Ya nada existe… Ni el Norte, ni el Sur, ni el Este, ni el Oeste… Y tú no eres más que Caronte, el barquero de la muerte que me cruza a la otra orilla… Pero no existe tampoco esa otra orilla. No existe más que el mar, y el mar es la muerte, la eternidad, el infinito… Quizás el infierno al que me han castigado por tanto daño como he hecho…
Guardó silencio, pero él la apremió con voz ronca.
— Sigue hablando… — ordenó —. Continúa diciendo tonterías, pero di algo, cualquier cosa… Si no lo haces, también yo creeré que estoy muerto y que mi condena es ésta de remar y remar llevándote a ninguna parte… ¡Di algo…! — pateó a Ferreira —. ¡Y tú, portugués de mierda…! Di algo también o te tiro al agua… No eres más que un peso. Habla o rema, pero haz algo…
El otro entreabrió apenas los ojos.
— Tengo hambre… — musitó.
— ¡Oh, vaya…! ¡Qué gracioso…! — exclamó Oberlus burlón —. Tienes hambre… Eso no es nuevo… Todos tenemos hambre, porque hace ya tres días que nuestra hermosa timonel se comió la última patata…
— Voy a morir… — sollozó Ferreira quedamente —. Pero no quiero morir porque sé que vas a comerme… — Las lágrimas corrían mansamente por su rostro —. Lo estás esperando… He visto cómo me miras, y lo leo en tus ojos de fiera… Vas a comerme… Sé que eres capaz de hacerlo…
La Iguana Oberlus no replicó y continuó bogando, mientras Niña Carmen se erguía a duras penas apoyándose en el codo:
— ¿Es eso lo que piensas…? — inquirió —. ¿Vas a comértelo? ¿Serás capaz de hacerlo…?
Se limitó a mirarla y sus ojos se le antojaron más fríos e inhumanos que nunca.
— ¡Dios bendito…! — admitió ella —. Realmente lo harías… O él o yo, el que caiga antes, ¿ no es cierto…? Serás capaz de cualquier cosa por alcanzar esa maldita costa… — Señaló hacia adelante —. Pero ¿es que no te has dado cuenta de que no existe…? Ya te lo he dicho… No existe el Este… Se lo han llevado; el mar se tragó el Continente; las tierras han desaparecido y no quedamos más que nosotros tres condenados a flotar hasta el fin de los tiempos… ¿Por qué no quieres creerme…?
— Te creo… — admitió él, entrecortadamente, fatigado por su constante esfuerzo —. Y si en lugar de ahí tumbada, te encontraras aquí, remando, estarías más convencida aún… Ya nada existe; sólo el mar, pero al cubrir las tierras tal vez se haya vuelto poco profundo y no te llegue siquiera al culo… ¿Por qué no te tiras a probarlo…?
— Porque si me tirase y aún fuera profundo, no podrías comerme — fue la respuesta —. ¿Por qué no te tiras tú?
Oberlus fue a responder, pero pareció comprender que no disponía de energías suficientes como para hablar y remar al mismo tiempo, y continuó con la tarea, que se le antojaba ya inútil, de tratar de conseguir que la embarcación avanzara — siempre hacia el Este — aunque fuera tan sólo unos centímetros. Un nuevo sopor se apoderó de la embarcación. Niña Carmen se dejó caer sobre el jergón, y el portugués Ferreira, espatarrado en su banco, abría más y más la boca al respirar, como si le costara un esfuerzo agotador lograr que el aire descendiese hasta sus pulmones.
La Iguana Oberlus le observaba impertérrito.
Aproximadamente cuatro horas después, el portugués murmuró como entre sueños nuevamente:
— Tengo hambre… — y fue lo último que dijo.
Acomodó la cabeza en la borda de la lancha, se quedó muy quieto y cesó por completo de respirar.
Cuando no le cupo duda de que, en efecto, estaba muerto, la Iguana Oberlus dejó a un lado los remos con sumo cuidado para que no cayeran al agua, y extrajo lentamente su cuchillo.
Niña Carmen le contempló horrorizada.
— ¿Vas a comértelo…? — inquirió casi sin poder articular las palabras.
Él negó:
— No, si no es absolutamente imprescindible… — señaló a su alrededor —. Pero tenemos que estar cerca de la costa… Ya no es como en mar abierto y profundo… Aquí abajo, en alguna parte, tiene que haber peces… Lo usaré como carnada.
— ¿Serás capaz de utilizar de carnada a un ser humano? — se asombró ella —. ¿Es que no sientes respeto por los muertos…?
La miró como podría mirar a la más estúpida de las criaturas existentes…
— Mucho menos aún que por los vivos… — añadió —. Y de todos modos, los peces acabarían comiéndoselo… Dame los anzuelos… Están en esa caja de madera…
Se inclinó sobre el muerto y con absoluta naturalidad le abrió el estómago de arriba abajo sacando al aire su paquete intestinal aún humeante. Rebuscó, sin asco ni aspavientos, apartando las tripas, y extrajo el hígado que libero de dos tajos.
— Es lo que mejor se comen… — aclaró —. Y no pongas esa cara… ¿De qué le sirve el hígado a un muerto…? Lo que tienes que hacer es rezar para que piquen, porque si no, te obligaré a comerte un brazo… Voy a llevarte a tierra con vida, ¿me oyes…? Vamos a sobrevivir cueste lo que cueste…
Picaron.
No un pez ni dos, sino docenas de ellos, porque en cuanto las liñas alcanzaron el fondo, a unas cuarenta brazas, los peces, toda clase de peces de todos los tamaños y las más variadas especies, se abalanzaron sobre el sangrante cebo quedando prendidos en los anzuelos.
Eufórico, la Iguana Oberlus depositó en el fondo de la embarcación su fructífera cosecha, y dejó de inmediato de partir en pequeños trozos el tibio hígado del difunto Ferreira.
Lanzó lo que quedaba por la borda y arrojó luego el muerto al agua, observando cómo se apartaba poco a poco, impelido por la corriente al tiempo que se hundía. Por último, mostró su botín a Niña Carmen que había permanecido en silencio, tan agotada, que ni siquiera podía expresar su entusiasmo por la idea de que pronto iba a comer.