Выбрать главу

— ¿Lo ves…? — señaló él —. Se acabaron los problemas… Nadie, nunca, podrá acusarnos de antropófagos…

Ella agitó la cabeza:

— No sé qué es peor… — comentó —. Hubiera podido entender que te comieras a ese pobre hombre acuciado por el hambre y la necesidad de conservar la vida… — Hizo una pausa —. ¡Pero eso…! Tener la sangre fría de usarlo como carnada… ¡Es repugnante…! Inhumano, criminal y repugnante…

Oberlus, que había colocado con sumo cuidado dos de los peces aún vivos en un balde con agua de mar, la observó despectivo:

— Nunca aprenderás… — replicó —. Si me hubiera comido a ese tipo, pasado mañana apestaría, tendría que tirar lo que sobrara, y dentro de tres días volveríamos a estar en las mismas: muertos de hambre… — Señaló los peces —. Pero así, cambiándoles el agua a menudo a estos dos, los mantendremos con vida, y dentro de un par de días nos servirán a su vez de carnada para atrapar a otros y reiniciar el proceso… — Abrió las manos con las palmas hacia arriba —. Con lo que aquí llueve y buena pesca, podemos sobrevivir durante meses… — señaló hacia el punto en que el cuerpo del portugués había desaparecido ya bajo la superficie —. ¿ Qué importa que los peces se lo coman de un golpe o empezando por el hígado…?

— ¡Eres un monstruo…!

— ¡Hermosas noticias…!

Con hábiles cortes abrió una pesada corvina, la despojó de la cabeza y las tripas y se la ofreció imitando el gesto servicial de un camarero:

— ¡Come…! — ordenó —. Mastica despacio, y trágate el jugo si de momento no puedes con la carne… Recupera fuerzas, porque fuerza es lo único que necesitamos ya… — Hizo un gesto hacia proa —. Aunque desvaríes y te cueste creerlo, ahí enfrente, al Este, lo quieras o no, se encuentra el Continente, y aunque ahora tenga que remar yo solo, pienso llegar.

Había abierto otra corvina y tomando un grueso pedazo de carne, blanca, dura y palpitante, se la metió en la boca y comenzó a masticar con la concentración y el interés de quien abriga la absoluta conciencia de que está cumpliendo con un rito del que depende su vida.

La ballenera, entretanto, derivaba muy despacio hacia el noroeste, pero Oberlus lo sabía y no parecía darle importancia porque cuando recobrase fuerzas, tomaría los remos de nuevo y recuperaría el espacio perdido para continuar bogando incansable hasta alcanzar las ansiadas costas de Perú.

Por muy lejos que se las llevaran; por muchas trampas que trataran de hacerle los dioses del Olimpo, y más que se le opusieran, ni siquiera los dioses podían cambiar de lugar los continentes, y él, Oberlus, la Iguana, vencería.

Era ya cuestión de tenacidad y tiempo, y ésas eran cosas que a Oberlus le sobraban.

Durmió toda la noche sin necesidad de que él la encadenara, puesto que parecía convencido de que Niña Carmen sola no se atrevería a atentar contra su vida, consciente como estaba de que Oberlus era el único ser humano de este mundo capaz de sacarla de aquel quieto mar infinito y conducirla, sana y salva, hasta la costa.

Hora tras hora, desde el oscurecer al alba, se escuchó, monótono, el golpear de los remos entrando y saliendo del agua, como si una máquina se hubiese aferrado a ellos y nada ni nadie conociera una fórmula capaz de detenerla.

Luego, cuando nació el día y el sol comenzó a elevarse en el horizonte, despertándola, Niña Carmen abrió los ojos y advirtió que, por primera vez en mucho tiempo, él se había detenido y le daba la espalda contemplando, muy quieto, el horizonte.

— ¿Qué ocurre…? — inquirió.

— Ahí está… — replicó sin volverse —. Te dije que llegaría y he llegado. Se puso en pie excitada aguzando la vista, pero al fin negó decepcionada:

— No veo nada.

— Pero yo sí la veo… Y la huelo… Y hay aves que vuelan y son aves de costa.. — Se volvió a mirarla, y aunque su expresión continuaba siendo la misma, en sus ojos refulgía una luz de triunfo —. ¡Dos días…! — prometió —. Dos días más y estaremos en tierra… — Hizo una pausa —. Ahora voy a descansar… Lo único que tienes que hacer es dar unas paladas de tanto en tanto, para que no nos eche atrás la corriente…

Minutos después dormía profundamente, observado por Niña Carmen, que lanzaba al propio tiempo largas miradas hacia el Este en busca de una tierra que él aseguraba que estaba allí aunque no acababa de distinguir por parte alguna. Hizo lo que él le pedía, e incitada por el ansia de llegar de una vez o vislumbrar al menos la costa, remó y remó a su vez, desollándose las manos, atacada por un ansia incontrolada de progresar hacia levante.

Cuarenta días, tal vez cincuenta, había permanecido a bordo de aquella frágil embarcación cuyas cuadernas comenzaban a ceder ya de modo alarmante, obligando a achicar agua constantemente, y aún le costaba trabajo creer que — como Oberlus aseguraba — tal vez en dos jornadas más el suplicio habría llegado a su fin.

Se le antojaba un sueño, pero, sin embargo, tantas muestras de había dado de su capacidad de enfrentarse a la adversidad y derrotarla, que en su fuero interno abrigaba el convencimiento de que las cosas tenían que ocurrir como decía, y allí, a proa, aunque ella no fuera capaz de avistarlo, se encontraba el continente americano.

Admiraba a Oberlus.

Le enfurecía no poder evitar el admirar al hombre que más odiaba al propio tiempo en este mundo, al igual que lo deseaba y le repelía, en aquella inexplicable ambivalencia que parecía regir todos sus actos o servir de motor a cada uno de sus sentimientos.

Fuera cual fuera su aspecto físico o la inconcebible maldad de sus acciones, quedaba claro que nunca, en ninguna parte, había conocido ni creía volver a conocer a un ser semejante, que encerrase en un mismo cuerpo, deforme, a la vez tanta miseria y tanta grandeza.

Recuperada de unas pesadillas provocadas en gran parte por la sed y el hambre; sintiéndose como se sentía reconfortada por el convencimiento de que al fin iban a llegar, dedicó aquellas horas de lento bogar a reflexionar en torno al hombre que dormía y del que pronto confiaba en separarse.

Impresentable, bestial y abominable, existía algo sin embargo en él que le fascinaba; un algo que iba más allá del placer sexual que había sabido proporcionarle en un determinado momento, o del portentoso despliegue de astucia de que daba pruebas continuamente.

Tal vez, dicha fascinación se debiera a su maldad; a una crueldad que estaba muy por encima del mal mismo, como si en determinadas circunstancias, la Iguana Oberlus no fuera — tal como él aseguraba — un ser humano semejante a los otros.

Quemado por el sol, llagado y cubierto ahora de pústulas, su rostro, aun dormido como se encontraba en aquellos momentos, aparecía aún más espantoso que de costumbre, pero, al modo de ver de Niña Carmen, tal fealdad había alcanzado un extremo tan inconcebible, que tenía que regirse por cánones distintos a los que se aplicaban al resto de los seres vivientes.

Contemplado desde una óptica que nada tuviera en común con la que se utilizaba para la humanidad, no cabía duda de que Oberlus resultaba un ser cautivante sobre el que Niña Carmen — Carmen de Ibarra ya para todos desde hacía mucho tiempo — no se sentía, en verdad, capaz de clarificar sus sentimientos.

Despertó al mediodía, orinó, tomó en silencio los remos, comprobó el rumbo y comenzó a bogar de nuevo sin detenerse más que para comer algo a la caída de la tarde y continuar, insensible y callado, durante el resto de la larga noche.

Cuando el sol nació tras las altas montañas, alumbró con sus primeros rayos oblicuos un dorado paisaje de blanca arena, gran desierto costero que se extendía, monótono, de un extremo a otro del horizonte en todo cuanto era capaz de alcanzar la vista.