– Nosotros también tenemos pozo -dijo Carlos-, pero el agua es muy mala. Hacemos traer carros de agua mineral para beber. Carros enteros.
– ¿Es que vivís en la finca del inglés?
– ¡Claro que vivimos en la finca del inglés! Tienes que estar harto de oír hablar de nosotros. Llevamos quince días en la maldita finca y ya nos han echado de todas partes… Mira, mira lo que hace ahora la niña esa.
La niña esa, Anita, tenía una figura como de bailarina dentro del trajecillo descolorido; una cintura muy estrecha. A veces caminaba de puntas sobre las alpargatas.
Desde luego no era ninguna niña, pero no se podía decir que fuese una mujer. En aquel momento sacudía la tela metálica del gallinero. Martín, sin saber cómo, se encontró también sacudiendo la tela metálica del gallinero junto a Carlos. Los tres estaban haciendo lo mismo, riéndose al mismo tiempo del cacareo frenético de las gallinas.
– ¡Bah! -dijo Anita-, cuidado que sois tontos… En realidad no sé cómo puedo soportaros. Sois un par de crios.
Y ya estaba ella sentada en los escalones del porche. Sé dio aire a la cara con el borde de su falda. Los chicos estaban de pie delante de ella. Los miró con el ceño ligeramente fruncido y una sonrisa especial en la boca apretada y mala que tenía.
Martín no pensaba nada. Se limitaba a mirar a la muchacha sin juzgarla. Le hubiera parecido feúcha, con su cara redonda, a no ser por los ojos magnéticos que tenía debajo de unas cejas severas. Estos ojos hacían que Anita no se pareciese a nadie en el mundo. Martín no tenía elementos de comparación para juzgar su belleza o su fealdad. Carlos, en cambio, era guapo. Saltaba a la vista aquella perfección de los huesos, las facciones, el color dorado de la piel y del cabello. Martín, que había visto tantas fotografías de cuadros célebres inspirados en la mitología griega y romana, tantas fotos de estatuas en los libros de don Narciso el médico, pensaba en los héroes y dioses adolescentes al mirarle. También parecia un cartel de propaganda de la juventud alemana. Era alto, varios dedos más alto que Martín.
– Este martín pescador me parece poco serio para nosotros, Carlos, me parece demasiado pequeño.
– Sí, ya lo había notado. A ver, ¿qué edad tienes?
A Martín le ardieron de repente las orejas con la larga mirada de Carlos. Eran unos ojos distintos de los de Anita, menos fuertes, quizá más hermosos, alargados, contrastando con el gesto despectivo de la boca, en su manera de mirar.
Cuando Martín dijo que iba a cumplir quince años Carlos manifestó un asombro que casi era de enfado.
– Pretende tener quince años el pequeñajo este.
– No es de tu exclusiva esa edad… Martín, me gustas. Te tomo por esclavo.
– Ah, no te precipites. No le hemos probado aún. Para ser nuestro esclavo hay que merecerlo… Qué, pescador, ¿te atreves a luchar conmigo?
– Desde luego que me atrevo a luchar.
– No, no, es una lata cuando te pones a luchar, Carlos. Estamos olvidando lo que nos trajo aquí. Dilo, Carlos, di a qué hemos venido.
– Queremos ver tu casa.
– ¿Mi casa? Pero si es muy fea. ¿Por qué os interesa mi casa?
– Somos espías alemanes. ¿No te lo han dicho en el pueblo? Todo el mundo sabe que somos espías… Mira, Carlos, se ríe. ¡Qué simpático este martín pescador!
– No estoy tan seguro yo de que sea simpático.
– Hablad alemán -ordenó Martín.
Carlos se encogió de hombros. Anita le miró y dijo muy de prisa:
– Charles, reponds moi vite, salaud, il faut trompar le petit.
– Anita, imbecile, je sais parler mieux que toi et plus vite, le pécheur restera bouche-beé.
Se reían. Y Martín también. Anita se puso en pie de un salto. Era tan alta como Martín. No más alta, lo que resultaba un consuelo, porque a Martín le había parecido más alta al principio.
– Vamos a ver tu casa, martín pescador. Carlos no pudo lograrlo en los días en que aquí no hubo nadie. Subió por el poste de la luz hasta la azotea y vio la habitación de los baúles, pero me dijo que la puerta de la escalera al otro lado de la terraza estaba cerrada, de modo que yo no me molesté en trepar por el palo.
– ¿Que no te molestaste? Eres una perezosa y una cobarde, eso es lo que eres.
– Cochon! ¿Sabes lo que estoy pensando? Pues que martín pescador va a ser más guapo que tú en cuanto crezca un poco.
– ¡Puah!
Anita se echó a reír. Carlos y Martín la siguieron al interior de la vivienda. Martín notó entonces una sombra de su antigua vergüenza y timidez. Porque Martín tenía un sentido exigente de la belleza y nunca le habían gustado los muebles entre los que había vivido. Ni los de los abuelos ni los de su padre tampoco. No es que supiera qué muebles deseaba tener a su alrededor para vivir a gusto, pero quizá hubiera preferido las paredes desnudas; sobre todo en aquel momento, para que Anita y Carlos no vieran lo demás.
La mecedora de Adela quedó balanceándose en el porche al empuje de Anita. El recibidor con su tresillo de mimbre y sus sillas duras apareció en la penumbra, un arco lo separaba del comedor que estaba lleno de muebles barnizados muy nuevos y pretenciosos; afortunadamente el comedor estaba a oscuras, sólo brillaba en un rincón la bandeja moruna y encima la tetera labrada. Entonces Anita dijo:
– ¡Extraordinario!
Y Carlos repitió:
– ¡Extraordinario!
Martín estuvo a punto de lanzar la misma exclamación. En realidad ninguna de aquellas cosas conocidas resultaban las mismas cosas de todos los días. La panoplia con armas moras que adornaba la pared del recibidor, resaltaba con un aire especial, el aire oscuro de la casa -las maderas cerradas de las ventanas parecían incendiadas por fuera, con una llama que se metiese por las junturas-, el olor a lejía de la limpieza general hecha recientemente, el jarro con geráneos en el centro de la mesa que no tenía puesto el hule, sino un gran tapete de ganchillo aquella tarde; todo resultaba distinto. Y la vergüenza desapareció, se hundió en algún lugar del espíritu de Martín y no volvió a salir.
Anita dio otro grito en la cocina. Carlos fue más expresivo.
– ¡Caramba, cuánta comida! Ana y yo estamos hambrientos. ¿Verdad que llevamos siglos hambrientos?
Martín descubrió las fuentes con aire de potentado. Anita se precipitó a las croquetas, Carlos metió en su boca, en dos mordiscos, un huevo relleno.
– Hum, el aceite es malo.
– Sí -dijo Martín-, es muy malo.
Cada uno de ellos llevaba una empanadilla en la mano cuando subieron la escalera de cemento camino de la azotea.
– Es fea esa torrecilla. No va con el estilo de la casa. Y esos vidrios de colores, ¿habéis visto algo más feo? Sin embargo, dentro, con la luz hace un efecto… Ya veréis.
– Ya lo conozco. Ah, mira, Ana, han puesto una cama aquí. ¿Es tu cama, pescador?
Anita suspiró.
– ¡Qué suerte! La torre del inglés está cerrada. Al llegar le pedí a la guardesa que cogiera otra habitación de la casa para guardar los tesoros de míster Pyne, pero no me hizo caso y la torre sigue cerrada. ¿De modo que tú vives aquí?
Anita se tumbó un momento sobre la cama de Martín y la cara se le coloreó de rojo y azul por el sol que venía de la ventanilla de poniente.
– La cama es dura -criticó.
En un momento, el cuarto transformado. Aquel grandón de Carlos se subió en los baúles. Sentado en el más alto sacó una armónica del bolsillo y trató de encontrar la melodía de «Chaparrita». El intento no duró. Anita, de pie sobre la almohada de Martín, miraba mientras tanto por el ventanillo del este.
– Es como si tuviéramos gafas de colores. ¡Extraordinario!
Martín tenía en las manos su álbum de dibujos. No sabía qué hacer con aquel álbum. Estaba deseando que ellos se fijaran y no sabía qué hacer al mismo tiempo. Acabó tirándolo sobre la cama y subiendo también él a lo alto de los baúles. Pero Carlos abandonó su sitio en aquel momento y se precipitó sobre la cama, sobre el álbum, abriéndolo tal como había deseado Martín, que se notó sofocado. Recogió la armónica de Carlos, le limpio la saliva del chico aquel y trató de sacar algún sonido del instrumento, con sus ojos fijos en el álbum de dibujo entre las manos de su amigo.
Anita ahora también miraba. Pasaban las hojas los dos hermanos, miraban. Pero no decían nada. Estaban de rodillas en la cama con las cabezas juntas -la morena y revuelta de Anita, la rubia y bien marcada de Carlos- mirando. Pero se cansaron y tiraron el álbum. Corrieron a la azotea cogidos de la mano y se detuvieron en el borde que miraba hacia la finca del inglés.