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Michael Lawrence

La inundación

El lexicón de Aldous I

Quisiera dar las gracias a mi vieja amiga Maggie B, en la actualidad de Ontario y Florida, por permitir que Larissa Underwood se apropiara de su anécdota de la ardilla.

El fragmento en francés del diario de Marie Underwood es una cita del poema en prosa de Rimbaud Les Ponts, hacia 1875.

Mi abuelo era un hombre delgado y serio cuya mano, siendo yo muy pequeño, me llenaba de orgullo poder sostener.

Mi abuela, alegre, regordeta y sumamente competente, era el corazón y el alma de todo, querida por cuantos la conocían. Esas dos personas fueron el fundamento de la primera fase de mi vida, de la misma manera en que su casa cubierta de hiedra junto al río proporcionó la pista de despegue para todo lo que vino a continuación.

La inundación está dedicada a la memoria de Selina y Charles Lawrence, quienes dieron inicio a todo el dichoso asunto.

Tú, si fueras sensato,

cuando te diga que las estrellas nos envían señales,

siendo horrible cada una de ellas

no te darías la vuelta y me responderías:

«La noche es maravillosa.»

¿Qué cosa mejor eres tú, qué cosa peor?

¿Qué tienes que ver con los misterios

de este antiguo lugar, de mi antigua maldición?

¿Qué lugar tienes tú en mis historias?

D. H. Lawrence

Bajo el roble, 1916

Una tarde de octubre, cuando yo tenía veinticuatro años y me hallaba a cinco mil kilómetros del hogar, un nuevo amigo mío, el hijo de un psiquiatra de Palo Alto, California, se levantó de pronto y leyó la totalidad de este poema. Aunque había otras personas presentes en la habitación me dirigió las líneas a mí, por sus propias y no expresadas razones. El poema, aquí arrogantemente truncado, no consiguió encontrar su camino hacia mí hasta que hube terminado de trabajar en este libro. Leído en su totalidad, me parece hallarse dotado de una asombrosa presciencia.

Michael Lawrence

Introducción

Aldous sólo tenía seis años cuando empezó a preguntarse dónde lo enterrarían y cuándo. Cada vez que llegaba el momento de acostarse -hasta donde podía recordar- su madre hacía que se arrodillase, con las manos juntas y los ojos cerrados, para rezar por el bienestar continuado de cada pariente en el que podía pensar. Y cuando se había ocupado de todos ellos, Aldous siempre tenía que terminar con: «Y por favor, Señor, guíame a través de la noche sin que sufra mal alguno y permite que viva para ver otro día.» Cada mañana se despertaba inquieto, preguntándose si todavía estaba vivo. Lo estaba, naturalmente, pero conforme pasaban los años nunca cesó de parecerle improbable que Dios fuera a mostrarse siempre tan generoso.

Las preocupaciones acerca de su propia mortalidad no atenazaban su mente el día en que vio el bote, no obstante. Corría el mes de junio, y Aldous tenía once años. La inundación había hecho que la familia se viera obligada a trasladarse al piso de arriba, lo cual significaba que ahora pasaba más tiempo del habitual en su habitación. Le parecía fantástico, pues la situación, al igual que la vista, eran para él una novedad de lo más singular. Y en esa ocasión, hubo algo extra. Cuando Aldous fue a su ventana por enésima vez aquel día, vio un bote de remos vacío que se mecía suavemente justo al otro lado del embarcadero. Se asomó para mirar tan hacia la derecha y hacia la izquierda como se lo permitían los sauces. No había nadie en el agua. Nadie a quien el pudiera ver. ¡Curioso!

Corrió en busca de su madre y dio con ella en el cuarto de invitados; lo estaba acondicionando como sala de estar temporal. No se encontraba del mejor de los humores (todas las molestias, los destrozos en el piso de abajo), pero él le contó lo que había visto y, cogiéndola de la mano, la llevó a su habitación, frente a su ventana. Miraron fuera, el uno al lado del otro. No había ni rastro del bote.

– Pero estaba ahí -insistió él, como si su madre fuera a acusarlo de mentir.

Ella sonrió.

– Estoy segura de que estaba ahí, chéri. Sin embargo, ahora ya no está.

Y en lo que a Marie Underwood concernía, el asunto estaba zanjado. Pero no así para Aldous; su imaginación emprendió el vuelo. ¿Se habría caído alguien del bote y se habría ahogado? ¿Acaso había ahora un cuerpo atrapado entre los nenúfares o los juncos? ¿Quizá se había alejado flotando? ¿Terminaría en el jardín de alguien, debajo de un puente, en la plaza del mercado inundada de Stone?

El misterio del bote vacío era de una magnitud tal que luego podría haber llegado a obsesionarlo intermitentemente durante semanas -puede que meses- si los acontecimientos no hubieran borrado de su mente tanto aquél como otros asuntos.

Acontecimientos. Visitantes. Esa muerte suya.

PRIMERA PARTE

VOCES, EN OCASIONES

DOMINGO

Domingo: 1

Las lluvias habían sido más intensas de lo que predijeron los expertos de cabellos rubio ceniza y habían durado más de lo esperado; el río había crecido y se había salido de su cauce, y como consecuencia de ello, se produjo la peor inundación en medio siglo o más. Los contratistas empezaron a recorrer la zona inmediatamente provistos de sacos de arena que, bien apretujados contra las puertas, mantenían a raya toda el agua, salvo por pequeñas filtraciones. En Withern Rise había dos puertas principales y tres cristaleras. Todas se hallaban selladas, pero nadie se acordó de las puertas del garaje hasta que ya era demasiado tarde. Cuando Iván pensó en ellas, el agua ya había entrado en el coche, e Iván estaba convencido de que éste nunca volvería a funcionar. Según los noticiarios de la televisión local, las compañías de seguros ya se estaban preparando para hacer frente a las reclamaciones que las iban a «inundar». El chiste divertía a los presentadores, que sonreían a dúo tras la mesa que compartían.

– Bastardos presuntuosos -masculló Iván.

Pero la lluvia había cesado por fin, en algún momento de la noche, y Naia, feliz de poder estar fuera de la casa por primera vez en días, hizo fotografías del jardín anegado antes de partir calzando las viejas botas impermeables de color verde del abuelo Rayner. Rayner no había sido un hombre alto, y tenía los pies pequeños, así que Naia a duras penas podía ponérselas, y le apretaban los dedos de los pies, pero al menos la mantenían a salvo del agua, que le llegaba a la altura de las piernas. Quería ver aquel nuevo «paisaje» desde el puente peatonal que se elevaba como un largo arco iris desprovisto de color y muy próximo al suelo para unir el Coneygeare inundado con los Meadows sumergidos. Con aquellas botas, subir la cuesta le resultaba bastante dificultoso, pero el panorama que se divisaba desde lo alto hacía que mereciese la pena: un gran mundo de agua puntuada por arcas con tejas y chimeneas, los campanarios flotantes de las iglesias, grupos de árboles sumergidos. No logró ver desde el puente Withern, sobre todo por causa del enorme sauce, lleno de hojas, que se alzaba en el extremo sur del embarcadero. Pero le encantó contemplar una pareja de cisnes que pasaban junto a él en un sereno deslizarse.