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Naia ya se había convencido de que era una variación de aquel hombre quien había dejado la carta dentro del Agujero de los Mensajes de su árbol Genealógico original. Las dos realidades eran idénticas en la mayoría de los detalles, pero a veces las cosas sucedían en momentos distintos. El señor Knight había dado fe de ello al presentarse para ofrecer su ayuda en el jardín actual algún tiempo después de que su doble hubiera ofrecido sus servicios en el anterior. Bien. Entonces, quizás, el hombre que se hacía llamar Aldous Underwood había metido una carta en el Agujero de los Mensajes de ese árbol Genealógico, cuatro meses después de que su doble hubiera puesto la misma carta en el otro.

Naia se dirigió hacia el árbol y miró en el agujero. El interior estaba oscuro, pero cuando metió la mano para buscar por debajo del borde tocó algo. Sacó de allí un sobre toscamente hecho de alguna tela que parecía haber sido tratada con aceite o cera, probablemente para impermeabilizarla. Era muy similar, si es que no idéntico, al que ella había encontrado -y luego dejado donde estaba- en su antigua realidad. Incluso llevaba la misma inscripción, «Para el que lo encuentre», y, al igual que el otro, estaba sellado con lacre rojo en el que se había dejado impresa la letra «A».

Pese a que ansiaba abrirlo para cerciorarse de que contenía el mismo documento, Naia decidió dejar el sobre para más tarde, cuando podría estudiarlo a placer, en su habitación. En vez de correr el riesgo de que se le cayera de la chaqueta, lo devolvió al agujero del árbol y empezó a trepar por el tronco.

Miércoles:2

Durante una gran parte de su reclusión en Whitern Rise, Larissa May Underwood, una viajera incansable, no había estado del mejor de los humores. Las camisas de fuerza siempre producían ese efecto sobre ella, decía. Su hermano se mostraba abiertamente divertido ante la resuelta hosquedad de la expresión de Larissa, pero él era una de las pocas personas que podían reírse de ella en sus narices sin tener que pagarlo muy caro. Para tres de los niños -Aldous, Ursula y el pequeño Ray- Larissa era un temible pajarraco. Sólo Mimi disfrutaba con su compañía. Mimi la soñadora, a la que le encantaba leer en voz alta los poemas de su abuelo, incluso cuando no entendía ni una palabra de ellos, y que desde los seis años de edad había estado prendada de Rupert Brooke, o de su fotografía. Ella y su tía solían ser vistas juntas, sin decirse gran cosa y haciendo todavía menos, pero a gusto la una con la otra a pesar de los muchos años de diferencia de edad que las separaba.

Larissa, a quien a su manera divertían las recientes actividades de Aldous en el jardín, había propuesto un viaje en bote a lo largo del río para dos personas. Cuando lo oyó, Mimi rogó que se le permitiera acompañarlos. Larissa no puso ninguna objeción, pero ahora se sentía obligada a invitar también a Ursula. Sin embargo, Ursula sacudió la cabeza; prefería proseguir su lucha con Virginia Woolf. Larissa se rió al oírselo decir, realmente rió, y dejó caer Orlando en el regazo de su sobrina. Nadie sugirió que el pequeño Ray debiera tomar parte en la salida, y Marie ya se sintió lo bastante preocupada cuando se enteró de que Aldous y Mimi querían ir.

– Oh, no sé. ¡Imagínate que sucediera algo! -dijo.

– ¡Imagínate que nunca sucediera nada! -replicó Larissa muy seria.

Marie se dio por vencida. Era lo que solía hacer con Larissa, mucho más fácilmente que con ninguna otra persona. Apenas conocía a su cuñada antes de que fuera a vivir a su casa dieciocho meses atrás, y siempre le había inspirado cierto receloso temor; nunca había llegado a sentirse a gusto en su presencia. La sensación era mutua, aunque ambas mujeres conseguían llevarse bien la mayor parte del tiempo, y de vez en cuando, si se esforzaban de veras, podían ser moderadamente cordiales la una con la otra.

Aldous y su padre eran los únicos que se habían atrevido a salir de la casa desde la crecida del río. A Aldous no le importaba que se le mojaran las piernas, pero A. E., que prefería tener los pies secos, llevaba sus botas impermeables hasta el último peldaño no sumergido y se las calzaba antes de entrar en el recibidor. Ayer, no obstante, había sujetado una larga escalera a la ventana del cuarto de invitados, un medio de salir que Larissa aprobaba, pues lo consideraba «un poco más aventurero que limitarse a ir al piso de abajo». Ahora ella usó la escalera, seguida por Mimi y Aldous, para descender al bote que su hermano había traído desde donde se encontraba amarrado fuera de la sala del río.

Fue la misma Larissa, sin prestar ninguna atención a la nerviosa Marie que los miraba desde la ventana, quien los alejó de la casa remando. Aldous fingió que tampoco veía a su madre, pero Mimi, toda sonrisas, no paró de despedirse de ella con la mano hasta que desaparecieron detrás del sauce que extendía sus ramas sobre la diminuta caseta de los botes de su difunto abuelo.

Podrían haber remado a través de los canales de los juncos, o hasta el pueblo, o a cualquier otro sitio al que les apeteciera ir, pero Larissa había decidido que irían al puente del pueblo, y el único modo de llegar hasta allí era seguir el curso del río. Enormes nenúfares, prendidos al cauce del río por largos y flexibles tallos, acechaban debajo de la superficie, pero unos cuantos, que se habían elevado un poco más, ornamentaban la ruta a seguir. Mimi lo pasó en grande metiendo una mano en el agua y resiguiendo el contorno de los nenúfares al pasar, y en un momento dado corrió el riesgo de caerse al agua al inclinarse sobre la borda para coger una de aquellas coronas amarillas, que llevó en el pelo durante el resto del viaje.

Mientras Larissa remaba -con un brío que los niños nunca habían visto anteriormente en ella- se mostró casi parlanchina, y fue contándoles cosas acerca de su persona de las que no estaban al corriente. Larissa nunca había mostrado interés por los hombres, pero dieciocho años antes, nueve meses después de «una noche más bien desagradable» con un marinero holandés que estaba de paso por Honduras, había dado a luz. Si en algún momento supo cómo se llamaba el marinero, les contó, había olvidado su nombre en cuanto comprendió lo que ella tendría que hacer por la causa de la ciencia. El holandés anónimo siguió su camino sin ser consciente de que había dejado algo de sí en la bronceada mujer con sombrero de ala ancha a la que había visto por primera vez en el muelle cuando discutía con los pescadores. Larissa contó a Aldous y Mimi cómo había encontrado un nombre para su hijo en el libro de historia de la Iglesia cristiana que llevaba en su mochila. Acababa de llegar al siglo VII y al primer rey cristiano de Nortumbria, cuyo nombre era Edwin.

– Bueno, algún nombre tenía que ponerle -dijo-, y pensé que los había peores, así que elegí Edwin. Me resistí a añadir «rey».

Ella y Edwin habían vivido en un pueblecito del sur de Dorset hasta que, habiendo llegado a la avanzada edad de catorce años, de pronto el muchacho anunció que iba a trabajar como aprendiz de un comerciante de efectos navales de Weymouth, el cual le proporcionaría alojamiento. Justo dos años después de la partida de Edwin, Larissa se quedó inesperadamente sin casa cuando el gobierno requisó el pueblecito para «usos de guerra». Fue la invitación de su hermano lo que la llevó a Whitern Rise, donde aún seguía. Edwin sólo había ido a visitarla allí en una ocasión, y ella dio la impresión de que tampoco deseaba reuniones más frecuentes con su hijo.