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– ¿Puedo ayudarlos en algo?

Un hombre acababa de asomarse por una ventana del piso de arriba.

– Es hora de probar suerte -masculló Naia, y echó a andar hacia la casa.

Después de una pausa, Alaric la siguió, aunque de mala gana.

Miércoles: 4

Larissa ya los había llevado hasta el puente del pueblo y un poco más allá cuando fue hacia la orilla y amarró el bote en un semicírculo de juncos.

– Estas cosas me recuerdan al delta del Nilo -dijo mientras sacaba unas tijeras de podar de una bolsa de cuero-. Moisés y todas esas paparruchadas.

Cortó una docena de juncos y los dejó en el fondo del bote, advirtiendo a sus pasajeros de que tuvieran cuidado con dónde ponían los pies.

La orilla del lado del puente que quedaba en el Great Parr era un poco más alta, así que el agua no la cubría tanto. De haberlo deseado, habrían podido subir a ella y andar por terreno seco para variar, pero optaron por permanecer en el bote. Justo cuando Aldous y Mimi empezaban a preguntarse qué haría su tía a continuación, ésta mostró un bolsito de muselina que, una vez abierto, reveló varias docenas de brillantes bayas verdes.

– Las recogí la semana pasada, justo antes de la inundación -dijo al tiempo que las distribuía-. Desde entonces han estado tomando el sol en la repisa de mi ventana. -Partió una por la mitad mordiéndola con los dientes de delante y la saboreó-. Oh, adoro las bayas tempranas. No están todo lo maduras que a uno le gustaría, pero… probadlas. -Se tragó la otra mitad con deleite-. Duras, amargas y velludas. Me recuerdan al padre de Edwin, pero prefiero una baya.

Aldous y Mimi probaron una cada uno. Larissa rió suavemente cuando se les ahuecaron las mejillas. Después de sentir el primer sabor las mordisquearon con educación en vez de metérselas enteras en la boca, como a buen seguro harían dentro de un mes.

– No sé si sabéis que a veces a las bayas se las llama moras de las hadas -les explicó su tía mientras tragaba otra con un estremecimiento de placer-. Moras de las hadas, moras de las hadas, porque en tiempos lejanos se creía que las hadas las escondían en los matorrales espinosos para mantenerlas a salvo de depredadores como nosotros. Mi abuela Elvira me informó a una muy tierna y crédula edad de que yo había nacido bajo los arbustos de bayas de Whitern Rise. Tardé años en darme cuenta de que había un pequeño problema con eso. Probablemente me dejó marcada para toda la vida.

Con todo lo faltas de jugo y ácidas que eran las bayas, para Aldous y Mimi, en un bote lejos de casa, eran un raro don. Mientras las mordisqueaban y torcían el gesto en las aguas inmóviles, bajo un frío sol blanco y un cielo opaco, también experimentaron una sensación de calma que parecía intemporal y completa, hasta que fue rota por el susurro apremiante de Larissa.

– ¡Ardilla!

Una pequeña criatura roja de tupida cola había bajado de un pino para mordisquear una piña que sujetaba entre las patas.

– Es un roedor, ya lo sé -susurró Larissa mientras Aldous y Mimi se inclinaban hacia delante para poder verla mejor-, pero tengo bastante cariño a esas pequeñas alimañas. Viví durante un tiempo en Ontario, como sabéis, en una cabaña de troncos al lado de un lago. Era paradisíaco hasta que llegaba el invierno, y entonces me iba al sur, a Florida, hasta que regresaba el calor. Por aquellas fechas tenía una compañera llamada Tallulah, una moza magnífica con un pelo precioso, que estaba escribiendo un libro sobre las mujeres británicas que se establecieron en Canadá a finales del siglo XVIII. Una primavera en el lago, mientras Lulah estaba conmigo, encontré a una cría de ardilla en la hierba. Era minúscula; hacía tan poco que había nacido que todavía tenía los ojos cerrados. Recogí del suelo a aquella cosita, la llevé a mi dormitorio y la alimenté, y su nueva vida le sentó muy bien. Llegó a cogerme mucho cariño. La llamaba Bribonzuela, o Bribona, para abreviar.

»Ese otoño -continuó diciendo Larissa, que hablaba en voz muy baja para no asustar a la ardilla que mordisqueaba su piña-, llevé a Bribona fuera, la puse en un árbol y le dije que partiera en busca de los de su propia especie. Sin embargo, no quiso marcharse; se negó a hacerlo. Lo intenté un montón de veces, pero ella se resistía a partir y prefería acomodarse dentro de mi camisa o debajo de mi brazo. Probé a llevar una rama al interior de la cabaña para acostumbrarla a los árboles, pero Bribona no se sentía interesada a menos que yo estuviera sobre la rama con ella. ¡Lulah lo encontraba tremendamente divertido! Cuando tenía ocasión de hacerlo, Bribona dormía dentro de mi cajón de los jerséis. A veces yo sacaba uno y ella iba a parar al suelo. En el exterior, correteaba a mi alrededor como si yo fuera un árbol y me saltaba a los hombros (también a los de Tallulah, cuando ella estaba trabajando) y hurgaba dentro de nuestros bolsillos en busca de piñones y bellotas.

»Afortunadamente, justo antes de que nos fuéramos al sur ese año, Bribona por fin se habituó a los árboles. Desapareció sin un solo meneo de despedida de la cola. Fue sorprendente lo mucho que me dolió eso. Pero la primavera siguiente cuando volví allí (sin la preciosa Lulah), hablé con un vecino ya bastante mayor que vivía al otro extremo del lago y me contó que una mañana estaba sentado fuera, desayunando, cuando una ardilla roja le saltó al hombro y trató de hurgar en su bolsillo. Sólo podía haber sido mi Bribona.

Cuando Larissa concluyó su historia, la ardilla de la orilla reparó en que había unos ojos que la observaban. Lanzó la piña al aire y trepó por el árbol tan deprisa como si le hubieran disparado un cañonazo. Larissa miró a Aldous y Mimi. Nunca habían visto una sonrisa semejante en el rostro de su tía. Un pálido día de junio, cuando el agua estaba alta, un muchacho y su hermana menor estuvieron sentados entre los juncos en un pequeño remanso de paz que seguiría con ellos de por vida. Vidas que podían prolongarse hasta una edad avanzada, o terminar mañana.

Miércoles:5

Naia fue hacia la casa, y Alaric la siguió.

– Estamos buscando a Aldous -dijo al hombre de la ventana.

– Pues se os ha escapado. Ha salido a dar una vuelta en el bote con su tía y su hermana. ¿Hay algo que yo pueda hacer?

– En realidad no. Sólo íbamos a dar una vuelta por ahí.

– ¿Dar una vuelta?

– Pasar el rato.

Otro rostro apareció en la ventana, debajo del primero: un niño pequeño que no quería perderse nada.

– Me parece que no os conozco -dijo el hombre.

– No. Probablemente no.

– Sois un poco mayores para ser amigos de mi hijo, ¿verdad?

Naia miró a Alaric cuando éste se reunió con ella, aunque se mantuvo a la calculada distancia de un brazo. Él no le ofreció ninguna inspiración.

– Estábamos pasando unos días con unos parientes cuando hubo la inundación -dijo al hombre-, y entonces ya no podíamos ir a casa. Conocimos a Aldous hace un par de días. Estaba en su bote.

– No tenía permiso para ir más allá de la verja -dijo el hombre, que no acababa de creer a Naia.

– Lo conocimos junto a la verja. Pasábamos por allí. Él dijo que debíamos venir aquí y saludarlo la próxima vez que… ya sabe.

Incluso a ella le sonaba más bien poco convincente, pero el hombre evidentemente decidió creerla, porque dijo:

– Esperad un momento y bajaré. De todos modos iba a recoger los huevos.

– Papá, papá, yo también -dijo el niño.

El hombre se rió.

– ¿Podríais haceros cargo de esto? Por lo visto he de llevar conmigo a mi chico.

Una cesta de mimbre descendió desde la ventana, y Naia, tras hacerse a un lado, perdió pie. Trataba de esquivar la cesta, de modo que extendió automáticamente los brazos para ponerse a salvo; entonces agarró del brazo a Alaric antes de que éste pudiera apartarse. Se la habría sacudido de encima, pero ella lo apretaba con fuerza para recobrar el equilibrio.