Durante casi todo el día, Aldous se había asegurado de caminar por donde la inundación había llegado más arriba. A diferencia de Naia, no se le ocurrió que podía resbalar o perder pie y terminar en el agua. Las nuevas botas impermeables le daban la seguridad en sí mismo necesaria para ir por donde quisiera, aparte del río propiamente dicho, y tenía intención de sacarles el máximo partido posible. Antes de la inundación cada día caminaba kilómetros, con la energía de un hombre joven, redescubriendo partes y lugares de los que no se acordaba hasta que volvía a verlos. El pueblo terminaba allí donde antaño había habido una floreciente feria semanal de ganado. Su padre solía llevarlo a ella para que viera cómo se pujaba por caballos, ovejas, cerdos o aves de corral, e imaginó que podía sentir el olor de la feria incluso ahora, aunque en la actualidad el terreno se hallaba ocupado por un gran edificio de oficinas. Luego dejo atrás un cercado para reses y realmente estuvo fuera del pueblo, en Cow Common, donde el ganado aún pastaba, aunque ya no era tan numeroso como cuando él iba allí con su padre o con maman. El sendero que atravesaba el terreno comunal iba hasta la vieja fábrica de papel, que ahora estaba en proceso de ser demolida para dejar sitio a una zona industrial. Cosa de un kilómetro más adelante, en un pequeño tramo del viejo Great North Road, iría a campo traviesa hacia Eaton Fane, Great Parr o alguno de los otros pueblecitos que, desde su época, se habían convertido en autovías repletas de coches circundadas por anodinas viviendas modernas.
Sin embargo, ahora, ya bastante entrada la tarde y después de tanto caminar a través del agua, empezaba a sentir la edad que aparentaba. Salir del agua y acomodarse en la hamaca nunca resultaba fácil, pero con las botas nuevas costaba todavía más que antes. Suverse a la hamaca y quitarse las botas sin mojar su lecho era toda una tarea; no obstante, lo consiguió y metió las botas entre las ramas que había a la derecha de su cabeza, como había hecho la noche anterior; luego se tumbó para esperar la llegada del sueño. No tener miedo a quedarse dormido todavía era una novedad para él, y de vez en cuando despertaba durante la noche temblando a causa de una pesadilla que lo había devuelto a la clínica y todo lo que ella representaba. La pasada noche había despertado así, y casi se cayó de la hamaca al vislumbrar, a la tenue claridad, la forma de algún monstruo que se disponía a abalanzarse sobre él. Eran las botas, pero sus nervios necesitaron unos cuantos minutos para poder calmarse.
Esa noche acababa de conseguir ponerse cómodo cuando su querida abuela le vino a la mente. Se acordó de cómo solía arroparlo y luego se sentaba junto a su cama para leerle emocionantes historias de gigantes asesinos y muchachos que vivían en la jungla, de invasores vikingos, de búsquedas de santos griales, de aventuras en alta mar. Todavía podía oír la voz de la abuela, con aquel tono melódico que tenía y la risita que se le escapaba cuando leía un pasaje divertido. Se vio a sí mismo, acostado allí, escuchando sus historias con avidez con las cortinas descorridas para permitirle contemplar los reflejos que apenas se movían proyectados por el agua bajo la ventana de su habitación en la esquina de la casa. La voz de la abuela. Las historias de la abuela. Los labios de la abuela sobre su frente.
– Buenas noches, Tommy.
Su agradable somnolencia reventó como un globo que acabase de ser pinchado. ¿Tommy? La abuela nunca lo había llamado Tommy. Él no se llamaba Tommy, así que ¿por qué iba ella a hacer tal cosa? Él era Aldous. Aldous Underwood de Whitern Rise, y tenía once años. Y mañana iba a morir.
JUEVES
Jueves:1
Larissa había dicho a su hermano, su esposa y sus cuatro hijos que fueran a la cocina para anunciarles su decisión. Larissa le tenía mucho cariño a la cocina, con su enorme hilera de fogones y su suelo enlosado, su alacena en la que se podía entrar, la Doncella Sheila instalada en poleas. Solía encontrársela allí, acomodada en la vieja mecedora, con los pies envueltos en medios calcetines de lana (los dedos dispuestos en hileras pulcramente ordenadas) sobre un taburete mientras leía un libro de Austen, de Trollope o de Galsworthy. En una ocasión una ranita había entrado saltando por la puerta abierta mientras Larissa se hallaba así ocupada, lo que hizo que se levantara de un brinco de la mecedora y la persiguiese alrededor de la mesa, sin tener una idea demasiado clara de lo que haría en cuanto la hubiese atrapado. Sin embargo, no hubo de tomar ninguna decisión al respecto, porque en su último circuito la impertinente criatura huyó por la puerta y se alejó a saltos a través del jardín.
– ¿Vas a ir a Francia? -dijo A. E. en cuanto oyó de labios de su hermana la noticia-. Lissa, en Europa ha habido una guerra. ¿Es que no te has enterado?
– La guerra en Europa ha terminado -replicó ella con firmeza-. Así que puedo volver a viajar libremente.
– ¿Por qué Francia?
– Yo tenía una amiga allí, en un pueblecito cerca de Poitiers. Quiero ver si ha sobrevivido a las… hostilidades -dijo Larissa, y pronuncie» esa última palabra con acerado desdén.
– ¿Poitiers? -repitió Marie con un destello de interés-. Poitiers queda a poco más de cien kilómetros de Limoges.
– ¿Y? -dijo Larissa.
– Bueno… yo soy de Limoges.
– Ya estaba al corriente de eso, querida, pero tu lugar de nacimiento no tiene nada que ver con mi razón para ir a un sitio completamente distinto, cualquiera que sea la proximidad.
– No, no, por supuesto que no; yo sólo…
– Desde luego -dijo Larissa, poniendo fin a aquella parte de la discusión.
– ¿No has sabido nada de tu amiga? -le preguntó A. E.
– Hasta que Francia capituló nos escribíamos con frecuencia. Entonces las cartas de ella cesaron de repente.
– ¿Seguiste escribiéndole?
– Durante unos cuantos meses, pero empezó a parecerme que no tenía ningún sentido cuando dejé de recibir sus cartas -dijo Larissa.
– ¿Cuándo regresarás?-preguntó Mimi, con los ojos abiertos de par en par y brillantes.
Su tía estiró un largo brazo, y Mimi dio un paso adelante.
– No sabría decirlo, querida. Escribiré. Los servicios postales no deberían tardar mucho en volver a la normalidad.
Mimi se mordió el labio.
– Las cartas no serán lo mismo -dijo la niña.
Entonces Larissa hizo algo que los dejó muy sorprendidos a todos. Puso las manos sobre la cabeza de Mimi, la atrajo hacia sus labios y la besó tiernamente en la frente. Luego tomó a la niña entre sus brazos y la estrechó contra su pecho, al tiempo que le acariciaba delicadamente el pelo. Semejantes muestras de afecto por parte de aquella mujer tan segura de sí misma, y ocasionalmente tan temible, carecían de precedentes. Nunca antes había besado a uno de los niños en público, ni siquiera a Mimi. Nadie sabía dónde mirar, excepto A. E., quien se volvió hacia la ventana. Quería mucho a su hermana mayor. Ella siempre lo había mimado cuando era pequeño.
– ¿Cuándo te irás? -le preguntó.
– Dentro de uno o dos días -respondió Larissa-. He de tramitar el pasaje.
A. E. se aclaró la garganta.
– Te echaremos de menos.
– Ya lo superaréis -dijo Larissa.
Jueves:2
La Biblioteca Pública de Stone no era un sitio que Alaric frecuentase con regularidad, pero hoy tenía una misión: debía averiguar cuanto pudiese acerca de la vida en Eynesford a mediados de la década de 1940. Habría podido obtener más información en Internet, pero la conexión de banda ancha de Iván había dejado de funcionar, y Alaric no tenía ordenador; nunca había querido uno, ya tenía más que suficiente con los malditos trastos en la escuela. En la biblioteca había ordenadores, naturalmente, pero Alaric detestaba buscar información en los lugares públicos. Nunca sabías quién podía aparecer de pronto a tu espalda. No hacía falta que estuvieras examinando pornografía para que te preocupase la posibilidad de que se te observara.