El capítulo dedicado a la inundación estaba ilustrado con una serie de pequeñas fotos en blanco y negro. La plaza del mercado de Stone era claramente reconocible en la más grande. Alaric también reconoció varias de las entradas de las tiendas, a pesar de los cambios que se habían llevado a cabo en ellas desde la década de 1940. Casi todas las fotografías le resultaron interesantes, pero una de ellas llamó su atención en particular. La instantánea mostraba el camino que pasaba por delante de la escuela primaria de Eynesford junto al río. El camino, al igual que el terreno de juegos, se hallaba inundado, y una chica caminaba por él, hacia la cámara. Mantenía un brazo cruzado sobre el estómago, con el que sostenía algo que llevaba metido dentro de su chaqueta a juzgar por el aspecto, mientras que el otro estaba medio levantado, ligeramente borroso, como si estuviera indicando al fotógrafo que quería que se marchase. La forma de su boca sugería que estaba hablando o gritando en el instante en que se cerró el obturador. Pero lo que atrajo la mirada de Alaric fue que la chica era una doble perfecta de Naia. Ninguna de las muchas caras que había estudiado en el viejo álbum familiar se parecía tanto a la suya. No había ningún nombre debajo de la foto en el libro de la biblioteca, pero con semejante aspecto, aquella joven había tenido que ser una Underwood. La pregunta era cuál. ¿Y por qué no había fotos de ella en el viejo álbum?
Jueves:5
Naia pasó buena parte de la mañana y casi toda la tarde buscando al anciano que, ahora ya no le cabía ninguna duda, se llamaba Aldous Underwood. El único sitio que evitó deliberadamente fue su «hogar» enfrente de la casa. Incluso si él estaba allí, presentarse habría sido una intrusión excesiva. Después de todo, no era como llamar a una puerta.
Jueves:6
Larissa estaba exultante, un estado de ánimo que a todos pareció raro, excepto a su hermano. Sólo él la había conocido como una muchacha capaz de emocionarse por algo y una mujer joven impulsiva. Para él, la razón de aquella súbita animación era obvia. Se disponía a irse. Larissa había crecido en Whitern Rise, pero ya hacía años desde la última vez en que quiso permanecer allí durante algún tiempo. «Apesta a infancia», había dicho en una ocasión. Cuando se le preguntaba acerca de su necesidad de permanecer siempre en movimiento, aseguraba que la «estupidizaba» la idea de pasar noche tras noche en la misma cama. Lo que hacía que se le acelerase el pulso era el pensar que no sabía dónde iba a descansar una noche, determinada o no.
Cuando A. E. dijo que echaría de menos a su hermana, hablaba en serio. Su esposa no compartía el sentimiento, aunque hacía todo lo que podía para ocultarlo. Tan aliviada se había sentido Marie al saber que su cuñada por fin se iba que se apresuró a dar su aprobación a la salida que proyectaba hacer Larissa en bote, con los cuatro niños, al Coneygeare y aún más allá. Hasta Ursula tenía ganas de participar en aquella expedición. Al igual que su madre, Ursula no sentía demasiado afecto por su tía (quien nunca había demostrado quererla mucho), pero ahora Larissa se disponía a marcharse, y le parecía descortés no ir con ella en ese paseo en bote.
A. E. llevó a sus hijos, uno por uno, a la embarcación, pero no llevó a su hermana. Larissa, sin botas y sin medias, se había remetido las faldas en las bragas para recorrer la corta distancia hasta el porche.
– Ya veo que no hay sitio para mí -dijo A. E. cuando los cinco estuvieron a bordo.
– Esto es una excursión para quienes viven libres de preocupaciones -le informó su hermana.
– ¿Para quienes viven libres de preocupaciones? ¿En qué me convierte eso?
– Tú tienes una casa en la que pensar, mi querido muchacho. Eres un esposo, un padre, un patrono. El peso del mundo descansa sobre tus hombros.
– Intento que no se me note -dijo él en tono lastimero.
– Inténtalo todo lo que quieras, pero la realidad es ésa. Venga, danos un empujón.
A. E desató la embarcación, proporcionó el empujón solicitado y se quedó de pie al lado de las cristaleras cerradas de la sala del río, contemplando su partida. Esta vez Larissa permitió que Aldous remara.
En un momento dado de su paseo en bote, Ray pidió que se le dejara remar. Aldous no estuvo de acuerdo, pero Ursula, al ver que Ray iba a ponerse de mal humor, le ordenó que le pasara los remos. Aldous sabía que no debía llevarle la contraria a su hermana, por mucho que ella tuviera un año menos que él, y se los entregó. Durante los minutos siguientes Ray luchó por controlar el bote, y Aldous no tardó en perder la paciencia.
– ¡Estamos yendo en círculos! -gritó.
– ¡Yo no tengo la culpa! -chilló Ray a su vez.
– ¡Tú tienes los remos!
– Nunca había remado -dijo Ursula-. Podrías explicarle cómo se hace en vez de reñirle.
– Dejad de discutir, todos vosotros -pidió Mimi.
– Sí, dejad de discutir -dijo Larissa sin perder la calma, y ella yMimi intercambiaron una rápida inclinación de cabeza como si estuvieran sellando un pacto.
Ray devolvió los remos, y Aldous se apresuró a cogerlos. Para dejar claro quién de los dos era más habilidoso, remó rápida y eficientemente alrededor del Coneygeare. Había menos embarcaciones que la última vez que hizo aquello, con su padre. La novedad de estar yendo en un bote por aguas que normalmente eran terrenos comunales empezaba a perder su atractivo inicial. Incluso para aquellos cuyas propiedades habían resistido la incursión, ahora la inundación era más una molestia que una fuente de diversión. Unos cuantos todavía disfrutaban de ella, no obstante.
– Mira, ahí está el señor Knight -señaló Ursula.
A unos ochenta metros de distancia, su jardinero remaba de un lado a otro llevando de paseo a su esposa y su hijo pequeño. Una familia que había salido a pasar un rato en las aguas.
– Nunca había visto al pequeñín del señor Knight -dijo Mimi-. ¿Podemos ir hacia ellos para darles las buenas tardes?
– A la señora Knight no le hará demasiada gracia -replicó Aldous.
– Me da igual. Quiero ver al pequeño.
Aldous protestó, pero se vio superado en número de votos por sus hermanas. Su tía, a la que tampoco entusiasmaban demasiado los niños pequeños, se guardó sus objeciones.
La señora Knight era el reverso exacto de su esposo. Él era alto, y ella, menuda; él era esbelto, y ella, regordeta; él era jovial, pero ella mostraba una expresión y unas maneras resueltamente abatidas. Mientras el señor Knight daba la bienvenida a los Underwood, su esposa dio la impresión de sentirse más bien disgustada por tenerlos cerca.
La casa de los Knight quedaba justo enfrente de la puerta lateral de Withern, pero en los tres años y medio que habían transcurrido desde que se casaron, cuando ella se trasladó de Eynesford a Great Parr, la señora Knight no había hecho ningún esfuerzo para trabar amistad con los patronos de su esposo; o con sus hijos. La razón para ello era un vínculo familiar ligeramente dudoso descubierto poco antes del nacimiento de su bebé. Un vínculo que ella no iba a admitir por nada del mundo, mucho menos ante los Underwood, y que había prohibido a su esposo que mencionara a nadie.
Los dos botes sc encontraron y empezaron a mecerse el uno al lado del otro mientras Mimi extendía la mano y tocaba la mejilla regordeta del niño. A éste no pareció importarle. De hecho, le dirigió una gran sonrisa. La expresión de la madre, que lo idolatraba, se dulcificó. Adorar a su hijo era la manera más rápida de llegar al corazón de Clarice Knight.