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Alaric deseaba liberarse de aquella imagen, de aquella escena, de modo que animó a su mente a que vagara a su antojo, pero entonces lo asaltó un nuevo pensamiento. Era tan insoportable, pero tan cierto a la vez que lo estremeció hasta la misma médula de los huesos; Alaric fue consciente de haber proporcionado personalmente al hermano mayor de su abuelo el instrumento de su muerte, cuarenta y tres años antes de que él, Alaric, naciera.

TERCERA PARTE

EL LEGADO DE UN POETA

VIERNES

Viernes:1

Fue sólo hacia el final del sueño cuando por fin llegó a entender que no había sido tal, sino un recuerdo que acababa de volver a su memoria. Llevaba algo encima de la cabeza, algo que se le pegaba a la cara y le limitaba la visión. No podía respirar. La opresión que notaba en la garganta crecía conforme el peso de su cuerpo tiraba de él hacia abajo. El horror de estar suspendido de un árbol colgando del cuello lo dejó completamente despierto y con los ojos muy abiertos bajo la luz cetrina de un nuevo día. Allí, pendiendo sobre un vacío repleto de hojas, chilló asustado, se inclinó hacia un lado y cayó al agua. Ésta no lo cubrió, pero el corazón le dio un vuelco mientras se incorporaba, atormentado por las imágenes y las sensaciones que lo habían despertado. No obstante, éstas se desvanecieron pronto, cuando la incomodidad física prevaleció. Miró a su alrededor y olisqueó el aire; apestaba. El agua era viscosa y oscura en aquella zona de aguas poco profundas, puntuada como estaba aquí y allí por latas metálicas, otros restos de basura y el cuerpo de una gran rata marrón a la que hizo seguir su camino empujándola con una rama rota.

Se levantó, se alejó de su hamaca y se inclinó para lavar de sus manos y de su ropa una suciedad sólo imaginada. Luego volvió a erguirse y dirigió la mirada hacia la otra orilla. El nivel del agua había descendido un poco durante la noche, pero el embarcadero, los escalones y la pendiente que conducía hacia la casa todavía se hallaban cubiertos.Dirigió la mirada hacia su antigua habitación, allá en lo alto de la esquina. Había alguien en la ventana. Retrocedió. Las hojas se doblaron en torno a él.

Viernes:2

Naia despertó temprano sin que hubiese otra razón para ello que la de que había luz. Fue un despertar delicioso; un ir entrando sin prisas en ese segmento de tiempo entre la noche y la mañana cuando el mundo contiene el aliento, y los mirlos, los petirrojos y los abadejos, y todos esos otros hambrientos buscadores de atención, anuncian su presencia, las noticias y el día. Entonces empezaron a oírse los chillidos y graznidos de las aves acuáticas, y Naia abrió los ojos y, porque había dormido sin correr las cortinas, contempló cómo la luz se arrastraba lentamente a lo largo de las paredes y los reflejos del agua bailaban a través del techo. Durante un rato, mientras estaba tendida allí, fue como si los últimos cuatro meses no hubieran sido más que una ficción de una sola noche. Su madre dormía al final del pasillo y un buen día estaba a punto de empezar.

Pero entonces fue consciente de dónde se hallaba y un súbito sentimiento de pena creció en ella, aunque al instante lo reprimió, para mantenerlo en su sitio. «Esto es lo que hay. Ahora es mi mundo, y podría ser peor. Puedo hacerle frente. Al menos tengo la casa. Al menos está Whitern Rise.» Se concentró en esos tres aspectos positivos, impuso una perspectiva necesaria a su vida tal como era ahora y, de una patada, hizo a un lado el edredón. Se arrodilló sobre la cama para mirar fuera. La ventana estaba abierta, tal como le gustaba que permaneciera por la noche, excepto en los días realmente más crudos del invierno. El aire que dejaba entrar aquella mañana era tan suave y delicado como la mejor de las sedas. Naia reparó en que el nivel del agua había bajado un poco. El mundo iba regresando a la normalidad. A pesar de lo fascinada que se había sentido por los cambios que trajo consigo la inundación, no lo lamentaba. Le gustaba que su mundo fuera normal. Incluso ése.

Todavía no se había movido de la ventana cuando Aldous salió de su escondite y se echó encima un poco de agua en la otra orilla. Naia no tenía ninguna explicación que dar a eso, viendo como veía que estaba completamente vestido, y no buscó una. Lo había visto allí, y eso era lo que importaba. Era extraño que no hubiera reparado en él antes, o, pensándolo bien, que no hubiera percibido ningún movimiento sospechoso por allí. De pronto sintió una gran pena por él. Vivir en los árboles a su edad, igual que un mono. Eso no estaba nada bien.

Él alzó la mirada y, al ver que Naia lo observaba, se apresuró a retroceder. Las hojas se cerraron como un telón alrededor de él. Naia no se movió de la ventana, y pasados unos minutos lo entrevió mientras se movía por la espesura. Lo vio salir de ella y empezar a avanzar a lo largo de la orilla. El sauce entre su esquina y el agua le impidió ver más. A partir de ese punto Aldous podía seguir cualquiera de varios caminos, en tres direcciones distintas a través de los Meadows, o hacia el puente, lo que lo traería al lado del río en el que se encontraba Naia. De pronto, ahora que sabía que él estaba «fuera», le entró curiosidad por ver los dominios del anciano. Se apresuró a ponerse unos téjanos y un jersey, y bajó sigilosamente. En el recibidor se calzó las fieles botas impermeables del abuelo Rayner, subió sin hacer ningún ruido a la ventana de costumbre en la sala alargada y salió por el alféizar.

Viernes:3

Después de haber cruzado el puente y descender una vez más al agua, Aldous siguió el sendero que discurría a lo largo del río en dirección a Whitern Rise. El estrecho camino torcía hacia la derecha justo antes de llegar al muro divisorio del sur, para dejar atrás la puerta de cinco rejas abierta. Aldous vadeó el terreno inundado, con su acostumbrada mirada a lo largo de la carretera, y después de haber dado unos cuantos pasos ya estaba torciendo hacia la izquierda en dirección al viejo cementerio. Una vez en él, constató que todas las tumbas eran visibles de nuevo. El suelo mojado cedía levemente bajo sus pies, pero ya no se hallaba anegado. Una neblina temprana se pegaba a los árboles y los monumentos conmemorativos, deslizándose despacio a través de la hierba empapada. Aldous fue hacia el viejo muro de ladrillo que separaba la casa de lo que había sido campo santo.

El único lugar desde el que se podía divisar claramente Withern en aquella época del año era el otro lado del río, pero esa visión de la casa no tenía nada de impresionante, ahora que los postigos habían desaparecido y la hiedra crecía tan pareja. Además, Aldous veía Withern desde ese ángulo continuamente. Había más satisfacción en observar a través del huerto desde la puerta lateral, puesto que echar un vistazo le costaba un duro esfuerzo desde allí, atisbando por encima de los muros, a través de las ramas enredadas y los huecos en el follaje. Cuando se ponía de puntillas o asomaba la cabeza o se estiraba hacia delante para mirar dentro, volvía a ser un muchacho, a punto de echar a correr por el sendero y abrir la puerta de un manotazo, para ser recibido por su abuela con abrazos acompañados de risillas. Pero su familia ya no vivía allí. Si se le ocurriera ir a la casa y llamar, ¿qué diría a los desconocidos que abrirían la puerta? Incluso si eran unos Underwood, como el señor Knight aseguraba, no eran su hermano pequeño y sus hermanas, su padre y su madre, su tía. Tía Larissa… ¿qué había sido de ella? ¿Qué había sido de todos ellos? ¿Estarían vivos todavía? Y si lo estaban, ¿por qué lo habían dejado en la clínica, dándole la espalda y apartándose de él como si estuviera muerto?