Estaba a escasos centímetros de rozarlo cuando, con la más leve de las sacudidas y una súbita confusión de la luz del día, se encontró tratando de agarrar la nada, inclinándose sobre el agua debajo de su propio árbol, y Aldous llevaba sesenta años muerto.
Viernes:12
El agua del sendero se mezcló con la del jardín cuando Naia agarró el gran aro de hierro y tiró de la puerta de paneles verdes moviéndola hacia atrás. Recordaba una versión astillada, anterior, de aquella puerta. Seguiría hallándose presente hasta mediados de la década de los noventa, cuando se prescindiría de ella en favor de una puerta más ligera que, tres o cuatro años después, sufriría un episodio de vandalismo y se vería sustituida, a su vez, por una puerta mucho más parecida a ésa, pero azul.
Entró en el sendero, cerró la puerta tras ella y se encontró, por primera vez, más allá del entorno un tanto distinto del Whitern Rise de 1945. Al igual que con el jardín, las diferencias eran escasas pero perceptibles; la principal de ellas era el par de casas del siglo XVII que habían sido demolidas antes de que Naia naciera, para hacer sitio al terreno de juegos en el que ella había saltado a la comba y jugado a la rayuela durante sus años de escuela primaria. Las casas no habían tenido nada especial y no eran particularmente bonitas, de modo que no hubo muchas protestas cuando desaparecieron. Los inquilinos habían sido bien compensados y adecuadamente realojados. Lo que Naia no sabía era que la de la izquierda era el hogar del señor Knight al que acababa de conocer, de su insegura esposa Clarice, y de su joven hijo, quien, dentro de muchos años, le daría un gatito blanco al que ella pondría el nombre de su doble del sexo masculino de otra realidad.
Naia, que aún llevaba el álbum familiar de Alaric metido en su chubasquero, subió por el camino en dirección al pueblo, curiosa por ver cuál era el aspecto que tenía ahora. La guerra en Europa acababa de terminar. La misma guerra que ella había tenido que investigar para escribir exhaustivamente sobre ella en un reciente trabajo escolar. Entonces el período le había resultado de lo más aburrido, pero ahora que se encontraba en él quería ver y experimentar hasta el más insignificante de los detalles. El señor Ackley, su vehemente profesor de Historia, habría dado un brazo para estar allí, donde Naia.
Desde fuera, el edificio principal de la escuela, de mediados del período Victoriano de ladrillo rojo y grandes ventanales, era idéntico a aquel al que había ido Naia desde poco antes de su duodécimo aniversario. Dentro había sido distinto, sin embargo, todos aquellos años antes. Naia extendió la mano hacia el pestillo de la puerta, con la intención de mirar por un par de ventanas y ver qué aspecto tenía una auténtica clase de la década de 1940.
– ¡Señorita! ¡Por aquí!
Volvió la mirada hacia la voz. Un hombre tocado con un sombrero de pana marrón estaba de pie junto al seto al final del camino.
– Hmmm… ¿Sí?
– No se mueva.
– ¿Qué?
Pero esta vez realmente no había ninguna necesidad de preguntar. Naia vio un trípode de madera puesto en el agua, con una cámara de aspecto anticuado colocada encima de él que se disponía a hacer una foto del sendero inundado, la escuela, ella.
– No se mueva, por favor.
Naia se apartó de la puerta y fue hacia el hombre. No tenía que ocurrir. Se suponía que ella no debía estar allí. Abrió la boca para decir al hombre que no hiciera la foto y alzó la mano para taparse la cara.
El obturador hizo clic.
– ¡Una fotografía que dejará constancia de la inundación! -explicó el hombre-. La semana que viene podrá verla en el periódico. -Sacó el trípode del agua y juntó las patas-. ¿Por casualidad no será usted de Whitern Rise?
Naia no podía hablar. No podía pensar. ¡Las implicaciones de aquella foto, lejos de su tiempo!
– Fue algo terrible. Pobre chico. Pobre familia.
– Lo siento, yo no… -balbuceó Naia.
– Espantoso. Espantoso.
El fotógrafo se alejó, con el trípode goteante apoyado en su hombro igual que un rifle, y se encaminó por el sendero que dentro de cinco años estaría bordeado por las casas que construiría el ayuntamiento. Mientras lo veía alejarse, Naia pensó: «No pasa nada. Nadie reparará dos veces en ella. Sólo será otra foto. Olvídala.»
Se olvidó de la escuela y echó a andar por la calle del pueblo. Si no hubiera estado anegada, se habría dado cuenta de que no había líneas blancas pintadas a lo largo del centro de la calzada ni tampoco una amarilla, sencilla o doble, debajo de cada bordillo; en cualquier caso, las diferencias eran poco importantes. Durante los años que transcurrirían entre ese día y el tiempo de ella, ningún edificio a aquel extremo de la calle cambiaría demasiado. No obstante, cuando ya había recorrido cierta distancia, las pequeñas disparidades se hicieron evidentes. La tienda que en su Eynesford vendía periódicos, revistas y artículos de papelería ahora lucía el cartel «Wm. Forrest, Comestibles», y enfrente, al otro lado de la calle, una puertecita azul permanecía cerrada junto a un modesto escaparate encima del que un delicado letrerito rezaba «J. Lee, Pan y Pasteles recién hechos cada día». A Naia le habría gustado entrar allí y averiguar si el pan recién hecho sabía distinto en la década de 1940, pero no disponía de la moneda adecuada, o de la cartilla de racionamiento que podía necesitar para obtener la barra más barata. A pesar de todo, se acercó un poco más, pero un letrerito escrito a mano que estaba clavado a la puerta le dejó claro que, de todos modos, no habría podido comprar gran cosa.
Los hornos no funcionan debido a la inundación, así que lo siento,
pero no hay pan
Naia acababa de leer el aviso cuando una pequeña sacudida y un cambio de atmósferas compactaron seis décadas en un par de parpadeos. Ya no estaba contemplando la panadería de J. Lee sino hileras de bicicletas tras la luna de un escaparate del Eynesford en el que no le quedaba más remedio que residir en el momento actual. De manera igual de repentina, se encontró tan débil, tan increíblemente débil, que no tenía ni idea de cómo iba a arreglárselas para volver a casa.
Viernes:13
Esta vez Alaric se encontraba tan agotado que pensó que iba a morir si no se acostaba pronto. Se quitó las sandalias de un par de patadas en la sala alargada y dejó un sendero de pisadas húmedas hasta el piso de arriba. En el cuarto de baño, mientras se secaba las piernas con un cansancio infinito, pensó: «Casas la mitad de grandes que ésta tienen dos cuartos de baño. Nosotros no. En un bucle del tiempo, ahí es donde vivimos nosotros.»
Iba hacia su habitación, tanteando el camino como si buscara una sombra en la pared, cuando Alex lo vio desde abajo.
– Alaric, ¿qué diablos…?
Corrió hacia él, cargó con su peso y lo ayudó a llegar a su habitación, sin parar de hacerle preguntas durante todo el trayecto.
– No le des tanta importancia. Me encuentro bien -consiguió decir él, pero Alex no se quedó nada convencida.
– Voy a llamar al médico.
– Es viernes por la tarde -dijo él con un hilo de voz-. No hay consulta.
– ¡No! -exclamó Alex-. ¡Maldición!
Lo acostó en su cama y, muy preocupada, se inclinó sobre él.
– ¿Hay algo que quieras decirme?
– No es nada. De veras.
Alex le tocó la frente con el dorso de la mano.
– ¿Puedo traerte algo?
– Una buena dosis de paz y silencio estarían muy bien -respondió Alaric.
– Estaba pensando en algo de beber.
– Adelante. Sólo cierra la puerta al salir.