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Descubrió que, en diciembre, el puente Lambeth no era un buen punto de encuentro. Tras una mañana soleada, el cielo se había oscurecido y un incómodo viento del este soplaba a lo largo del río, alborotándole el pelo y provocando que toda clase de basura se arremolinase alrededor de sus zapatos de seda. Además, el puente era una zona donde estaba prohibido detenerse.

Llevaba esperando cinco minutos con los ojos llorosos cuando un BMW plateado frenó abruptamente junto al bordillo y se abrió la puerta del pasajero. Subió presurosa bajo el clamor de las bocinas de los coches que lo seguían, y Mackay, que llevaba gafas de sol, arrancó de inmediato. Dentro del coche sonaba la música de un CD, y los sonidos de la tabla, el sitar y otros instrumentos más o menos exóticos llenaban el lujoso interior del BMW.

– Fateh Nustar Ali Kan -aclaró Mackay mientras giraban en la glorieta del Millbank-. Es toda una estrella en el subcontinente. ¿Lo conoces?

Liz negó con la cabeza mientras intentaba convertir con los dedos su alborotado peinado en algo más presentable. Sonrió para sí misma. El hombre era demasiado bueno para ser verdad, un espécimen perfecto de la mezcla de genes de Vauxhall Cross. Estaban cruzando el puente cuando la música llegó a su clímax; al incorporarse al lento tráfico de Albert Embankment, los altavoces callaron por fin. Mackay se quitó las gafas de sol.

– Bien, ¿cómo estás, Liz?

– Estoy… bien, muchas gracias -respondió ella.

– Bien.

Ella lo miró de reojo. Llevaba una camisa azul pálido abierta con los puños arremangados, mostrando parte de su musculoso y bronceado antebrazo. El reloj, que parecía pesar por lo menos medio kilo, era un Breitling Navitimer. Y también podía verse parte de un tatuaje, un hipocampo.

– ¿A qué debo el honor? -preguntó ella.

– Trabajamos en agencias opuestas -dijo él encogiéndose de hombros-. Pero aun así creí que podríamos compartir una comida y una copa de vino, y comparar notas.

– Me temo que no suelo beber en las comidas -cortó Liz, e inmediatamente lamentó el tono. Había dado la impresión de estar enfadada y a la defensiva, y no tenía razón para suponer que Mackay intentaba ser otra cosa que amistoso.

– Perdona por la premura -se disculpó Mackay.

– No importa. No soy exactamente una dama que dé mucha importancia a la comida, salvo un sándwich en Thames House y una hornada de informes de vigilancia sobre mi mesa de despacho.

– No me lo tomes a mal, pero la verdad es que sí pareces alguien que le da importancia a la comida -apuntó Mackay, echándole otra mirada de soslayo.

– Lo tomaré como un cumplido. De hecho, voy vestida así porque esta noche tengo una cita.

– Ah. ¿Vas a supervisar a un agente en una tienda Harvey Nichols?

Ella sonrió y miró al frente. La vasta e intimidante masa del edificio del MI6 se alzaba sobre ellos. Mackay tomó una de las circunvalaciones de dirección única de Vauxhall, y dos minutos después daban la vuelta en un estrecho callejón sin salida de South Lambeth Road. Mackay se detuvo frente a la entrada de un pequeño taller de neumáticos, bajó, rodeó el coche y abrió la puerta de Liz.

– No puedes dejarlo aquí-advirtió Liz.

– Tengo un pequeño acuerdo -explicó Mackay, saludando con la mano a un hombre enfundado en un mono manchado de aceite-. En metálico, así que no puedo pasarlo como gasto de trabajo, pero me vigilan el coche. ¿Tienes mucha hambre?

– Podría decirse que sí -reconoció Liz.

– Excelente. -Mackay se bajó las mangas de la camisa y abrochó sus puños, antes de coger una corbata color índigo y una chaqueta azul oscuro del asiento posterior. Liz se preguntó si se habría quitado la chaqueta únicamente para conducir, para que ella no pensase que era demasiado formal.

Cerró el coche con un rápido pitido de su mando a distancia.

– ¿Crees que esos zapatos resistirán un paseo de doscientos metros? -preguntó.

– Con un poco de suerte…

Giraron hacia el río y, tras atravesar un paso subterráneo, llegaron a una nueva ampliación del extremo sur del puente Vauxhall. Mackay saludó al personal de seguridad y guio a Liz por el atrio hasta un atractivo y repleto restaurante. Los manteles eran de lino blanco, los cubiertos y las copas brillaban intensamente, y el oscuro panorama del Támesis quedaba enmarcado por una cristalera con cortinas. Cuando entraron, el rumor amortiguado de la conversación descendió por un segundo. Liz dejó su abrigo en el vestidor y siguió a Mackay hasta una mesa que daba al río.

– Todo es precioso e inesperado -comentó sinceramente-. Gracias por la invitación.

– Gracias por aceptar.

– Supongo que parte de esta gente es de los tuyos.

– Uno o dos. Y cuando has entrado en el comedor, has reforzado mi posición un ciento por ciento. Habrás notado que estamos siendo espiados discretamente.

– Sí, lo he notado. -Sonrió-. Deberías enviar a tus colegas río abajo para una de nuestras rondas de vigilancia.

Estudiaron la carta. Inclinándose hacia delante, Mackay le aseguró a Liz que podía predecir lo que ella iba a pedir. Sacó un bolígrafo del bolsillo, se lo ofreció y le sugirió que marcase lo que había elegido.

Manteniendo el menú bajo la mesa para que su acompañante no pudiera verla, Liz marcó una ensalada de pechuga de pato ahumada. Era un entrante, pero ella escribió al lado: «como plato principal».

– Bien, ahora pliega el menú y guárdatelo en el bolsillo -pidió Mackay.

Ella lo hizo. Estaba segura de que no había podido ver lo que escribía.

Cuando acudió el camarero, Mackay pidió un filete de venado y una copa de vino italiano Barolo.

– Y para mi colega, una ensalada de pechuga de pato ahumada -añadió con una sonrisa, señalando a Liz con la cabeza-. Como plato principal.

– Muy listo -admitió ella, frunciendo el ceño-. ¿Cómo lo has sabido?

– Top secret. Bebe un poco de vino.

– No, gracias. -Le apetecía, pero creyó que debía permanecer fiel a su comentario anterior en el coche.

– Sólo un copa. Para que no tenga que beber solo.

– Está bien, pero sólo una. Ahora dime cómo…

– No tienes la acreditación de seguridad adecuada.

Liz miró alrededor. Nadie había podido ver su nota, y tampoco encontró superficies reflectantes que ayudaran a Mackay.

– Muy divertido. Explícamelo.

– Como ya he dicho…

– Cuéntamelo de una vez -cortó ella, sintiendo que la irritación empezaba a dominarla.

– Vale, vale, te lo contaré. Hemos desarrollado unas lentes de contacto que permiten ver a través del papel de los documentos, y ahora mismo llevo puesto un juego.

Ella entrecerró los ojos. A pesar de su determinación de mantener la objetividad y aceptar la invitación a comer como una muestra de reconocimiento, empezaba a sentirse bastante irritada.

– ¿Y sabes lo mejor? -prosiguió Mackay, bajando la voz hasta convertirla en un susurro-. También funcionan con la ropa.

Antes de que Liz pudiera responder, una sombra cayó sobre la mesa y ella levantó la mirada para encontrarse con Geoffrey Fane de pie a su lado.

– Elizabeth. Es un placer verla a este lado del río. Espero que Bruno la esté tratando como se merece.

– Por supuesto -respondió ella. Los evidentes esfuerzos de Fane por parecer amistoso tenían un tinte bastante siniestro.

– Por favor, salude de mi parte a Charles Wetherby. -E hizo una pequeña inclinación de la cabeza-. Como sabe, o debería saber, tenemos a su departamento en la más alta estima.

– De su parte. Gracias.

En ese momento llegó la comida. Mientras Fane se disponía a marcharse, Liz desvió los ojos hacia Mackay a tiempo de captar una fugaz mirada de complicidad -o la sombra de una mirada- entre los dos hombres. ¿A qué venía todo aquello? Seguro que no era porque estuviera comiendo con una hembra de su especie. ¿Sería parte de un juego privado? Fane no había parecido muy sorprendido al verla.