Выбрать главу

– Dime, ¿cómo sienta eso de volver a casa? -preguntó por fin.

– Muy bien -respondió Mackay, mesándose sus cabellos aclarados por el sol-. Islamabad es fascinante pero muy dura. Oficialmente no formaba parte del cuerpo diplomático, y aunque eso significa que podía trabajar con mucha más libertad como supervisor de agentes, también resultaba mucho más estresante.

– ¿Vivías fuera de la base?

– Sí, en un suburbio. De forma oficial era empleado de uno de los bancos que hay en la zona, así que cada día me ponía un traje y recorría el circuito social de las tardes. Después, normalmente, me pasaba la noche recibiendo informes de los agentes o codificando mis propios informes para Londres. Así que, por muy fascinante que fuera estar en el centro del juego, también resultaba agotador.

– ¿Qué te atrajo de nuestro negocio para meterte en él?

Una sonrisa desbarató la esculpida curva de su boca.

– Probablemente lo mismo que a ti. La oportunidad de practicar el arte del engaño que era natural en mí.

– ¿Ah, sí? Quiero decir, ¿es algo natural?

– Dicen que empecé a mentir ya de muy pequeño. Y nunca aprobé los exámenes sin chuletas. La noche anterior escribía un resumen del temario con un bolígrafo de punta superfina en ese papel de cartas especial para correo aéreo, y después lo enrollaba dentro del tubo del bolígrafo.

– ¿Así entraste en el Seis?

– No. Por desgracia no fue así. Creo que simplemente me echaron un vistazo, decidieron que yo era el tipo de manipulador adecuado para sus intereses y me aceptaron.

– ¿Qué razón diste para aceptar el trabajo?

– Patriotismo. Me pareció la respuesta adecuada en aquel momento.

– ¿Y cuál era la verdadera?

– Bueno, ya sabes lo que se dice: el patriotismo es el último refugio de los canallas. La verdad, por supuesto, es que fue por las mujeres. Ah, todas esas glamurosas secretarias de Asuntos Exteriores… Siempre he tenido complejo de Moneypenny.

– No veo muchas Moneypennys por aquí.

Los ojos grises destellaron divertidos mientras echaba un vistazo general al comedor.

– Vaya, parece que me equivoqué, ¿verdad? Bueno, tal como llegan se van. ¿Y tú?

– Me temo que nunca he tenido complejo de agente secreto. Fui una de las primeras que respondieron al anuncio de «Esperando a Godot».

– ¿Como el charlatán de Shayler?

– Exactamente.

– ¿Te quedarás en el MI5 para siempre? ¿Hasta que tengas cincuenta y cinco o sesenta años, o cualquiera que sea la edad de jubilación en tu departamento, o presentarás la dimisión para ir a Lynx, Kroll o una de esas consultorías privadas de seguridad? ¿O renunciarás al honor y la gloria para tener hijos con un banquero?

– ¿No tengo más opciones? Es una lista deprimente.

El camarero se acercó y, antes de que Liz pudiera protestar, Mackay señaló las copas de vino vacías. Liz se aprovechó de la breve pausa para volver a intentar controlar la situación. Bruno Mackay estaba flirteando descaradamente, pero no se podía negar que era una buena compañía. Se lo estaba pasando muy bien.

– No creo que me sea fácil dejar el servicio -explicó ella precavidamente-. Ha sido todo mi mundo desde hace diez años.

Y era verdad. Respondió al anuncio durante su último año de universidad y se unió al departamento en la primavera siguiente. Sus tres primeros años, interrumpidos por algunos intervalos para realizar cursillos de entrenamiento, los pasó como aprendiza en Irlanda tras una mesa. El trabajo en sí -estudiar informes, reunir información, preparar evaluaciones- era monótono y muchas veces estresante. Después la trasladaron a Contraespionaje, y tras tres años más -¿o fueron cuatro?- se produjo un inesperado traslado a Liverpool, a la fuerza de policía de Merseyside, seguido de una transferencia a la sección contra el crimen organizado de Thames House. Allí tuvo un trabajo constante, y su jefe de sección, un severo policía llamado Donaldson, dejó suficientemente claro que le disgustaba trabajar con mujeres. Cuando la sección dio finalmente un gran paso adelante -paso del que Liz fue en gran parte responsable-, las cosas empezaron a tener mejor color. Fue trasladada a Contraterrorismo y descubrió que Wetherby había estado vigilando sus progresos desde hacía bastante tiempo. «Comprendería que estuviera harta de todo esto -le dijo con una sonrisa melancólica-. Si prefiere contemplar el mundo exterior y ver qué recompensas puede proporcionarle a alguien con sus aptitudes, y la libertad y la sociabilidad que implican…» Pero por entonces ya estaba seguro de que ella no se iría a ninguna parte.

– Seguiré mientras me quieran -le confió a Mackay-. No puedo abandonar.

– ¿Sabes lo que pienso? -respondió él. Su mano avanzó a través de la mesa y cubrió una de las suyas-. Creo que somos exiliados de nuestro propio pasado.

Liz miró la mano de Mackay -y el enorme reloj Breiding de su muñeca- y retiró la suya al cabo de un momento. El gesto, como todo lo relacionado con él, había sido amable, despreocupado, y no dejó rastro de incomodidad o duda. ¿Realmente significaban algo sus palabras? Tenían un tono gastado. ¿A cuántas mujeres les habría dicho exactamente lo mismo y en idéntico tono?

– ¿También se te puede aplicar lo mismo? ¿De qué pasado estás exiliado?

– De ninguno terriblemente especial -repuso él-. Mis padres se divorciaron cuando era muy pequeño, y crecí yendo y viniendo de la casa de mi padre en Test Valley a la de mi madre en el sur de Francia.

– ¿Todavía viven los dos?

– Eso me temo. Y tienen una espantosa buena salud.

– ¿Y te uniste al servicio al salir de la universidad?

– No. Estudié árabe en Cambridge y llegué a la City como analista de Oriente Próximo para un banco de inversiones. Al mismo tiempo, jugué un poco a ser militar en la HCA.

– ¿La qué?

– La Honorable Compañía de Artillería. Aprendí a manejar explosivos en las llanuras de Salisbury. Muy divertido. Pero el banco perdió su atractivo tras un tiempo, así que me presenté al examen de admisión en Asuntos Exteriores. ¿Quieres un poco de pudín?

– No, no quiero pudín, gracias. Y tampoco quiero esa segunda copa de vino. Debería ir pensando en volver a cruzar el río.

– Seguro que a nuestros respectivos jefes no les importará que trabajemos un poco la… la coordinación entre servicios -protestó Mackay-. Al menos, tómate un café.

Ella aceptó el café y él lo pidió al camarero.

– Ahora, dime, ¿cómo sabías lo que escribí en el menú? preguntó Liz cuando trajeron los cafés.

– No lo sabía -respondió riendo-. Pero todas las mujeres con las que he comido aquí han pedido lo mismo.

Liz se lo quedó mirando con ironía.

– ¿Tan predecibles somos?

– La verdad es que sólo he estado una vez, y fue con media docena de personas más. Tres de ellas eran mujeres y todas pidieron lo mismo que tú. Fin de la historia.

Ella lo miró a los ojos y suspiró.

– ¿Qué edad dijiste que tenías cuando empezaste a mentir?

– No puedo ganar, ¿verdad?

– Probablemente no -admitió Liz, y se bebió su espresso de un solo trago-. Pero no es asunto mío con quién comes.

Él la miró con una media sonrisa.

– Podría serlo.

– Tengo que irme.

– ¿Y si nos tomamos un brandy, un calvados o lo que a ti te apetezca? Ahí fuera hace frío.

– No, gracias. Me voy.

Mackay alzó las manos en gesto de rendición y llamó al camarero.

En el exterior, el cielo era de un color acerado. El viento les alborotó el pelo y la ropa.

– Ha sido divertido -dijo él, cogiéndole las manos.

– Sí -coincidió ella, recuperándolas-. Nos veremos el lunes.