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Liz contempló la pantalla un instante y decidió imprimir el mensaje. La frase final sugería que se aferraban desesperadamente a un clavo ardiendo, pero era todo lo que tenían. Si existía una posibilidad, por mínima que fuera, de salvar vidas ordenando que se investigara el paradero de la familia Davies, estaba dispuesta a aprovecharla. Davies era un apellido muy común, pero…

«Sí, hacedlo -tecleó-. Utiliza todos los recursos que tengas. Encuéntralos.»

Miró hacia el exterior: la lluvia caía inmisericorde. Y estaba anocheciendo.

60

– Repítelo -pidió Faraj.

– Cuando lleguemos al pub, le diré que prefiero dejar mi abrigo en el coche. Y dejaré también el bolso (debajo del abrigo), por si me registran a la entrada. Intentaré convencerlo de quedarnos en el pub el mayor tiempo posible, hasta que estén a punto de cerrar, y entonces le pediré que me lleve a casa. Cuando volvamos al coche, graduaré el detonador a una hora, girando el indicador rojo a la derecha hasta el tope. Dejaré caer unas monedas al suelo y tiraré hacia atrás el asiento para recogerlas. Cuando me agache, meteré el paquete debajo del asiento. Cuando lleguemos a su casa lo retendré unos diez minutos acordando otra cita para el día siguiente, por ejemplo, y entonces me marcharé. Daré la vuelta al campo de criquet por la carretera y golpearé seis veces la puerta del pabellón. Tendremos unos treinta y cinco minutos para alejarnos todo lo que podamos.

– Bien. Recuerda que, una vez regrese a su casa, no tiene que volver a sacar el coche del garaje. Por eso quiero que lleguéis lo más tarde posible. Si crees que existe la menor posibilidad de que él o algún miembro de su familia quiera utilizar el coche, tienes que impedirlo a toda costa. Róbale las llaves, inutilízalo, lo que sea. En caso contrario, coge el paquete e intenta ocultar la bomba en algún rincón del garaje.

– De acuerdo.

– Bien. Recoge el paquete.

Lo habían preparado horas antes, cuando todavía tenían luz suficiente. Conectaron los cables al explosivo -un trabajo fácil, para lo que únicamente necesitaron un destornillador y unas pinzas-, a un reloj digital y un detonador electrónico que metieron en la caja metálica. En un extremo se encontraba el botón de activación rojo y, saliendo del otro extremo, una antena de un par de centímetros. De ser necesario, se podía anular el reloj y detonar la bomba mediante un transmisor del tamaño de una caja de cerillas que Faraj se guardó en su parka. No obstante, el alcance máximo del transmisor era de cuatrocientos metros, y si alguno de los dos estaba a menos de esa distancia cuando la bomba estallase, tendrían un problema.

Jean enrolló el paquete en los vaqueros sucios que llevaba aquella mañana y lo metió en el fondo de su bolso. Habían decidido que no tenía sentido disimularla: era ligera -pesaba más o menos medio kilo-, pero el volumen del explosivo era demasiado grande para caber dentro de una cámara o cualquier otro objeto que pudiera llevar sin despertar sospechas. Además, no tenían razones para suponer que fueran a registrarla. Colocó una camiseta sucia y el neceser sobre los vaqueros y cerró la cremallera. Pasó su parka impermeable por encima del bolso, dejando que colgara por ambos lados.

– ¿Estás realmente preparada para lo que vas a hacer, Asimat? -preguntó Faraj, forzando la vista para distinguir su silueta en medio de la creciente oscuridad.

– Lo estoy -respondió ella con tranquilidad.

Él le cogió la mano.

– Lo conseguiremos, Asimat. Y escaparemos. Cuando nuestra venganza se materialice ya estaremos muy lejos de aquí.

Jean sonrió. Una increíble calma parecía haberse apoderado de ella.

– Lo sé.

– Y yo sé que lo que vas a hacer no será fácil. Hablar con ese chico no será fácil. Tienes que ser fuerte.

– Soy fuerte, Faraj.

El asintió sosteniendo su mano en la oscuridad. Fuera, el viento azotaba el pabellón y los empapados árboles que lo rodeaban.

– Ha llegado la hora.

61

Denzil Parrish no estaba dispuesto a encajar con el estereotipo del estudiante de ciencias obsesivo y desaliñado, y se preparó cuidadosamente. Tras una intensa sesión de media hora, en la que se bañó y afeitó, se puso ropa limpia de la cabeza a los pies. Citas como la de aquel día no se tenían todos los días y estaba dispuesto a no desperdiciarla. La chica parecía de otro planeta: guapa, simpática y confiada, aunque no supiera su nombre, ni dónde se alojaba, ni… Bueno, en realidad no sabía nada acerca de ella.

¿Era atractiva? Sí, tenía algo que la hacía atractiva. Poseía una de esas caras que no se te quedan impresa a la primera o que cuesta un poco recordar: ojos grandes, pómulos marcados y una boca ligeramente oblicua. Parecía desprender una extraña sensación de urgencia, como si su mente estuviera en otra parte y tuviera prisa.

– Vaya, de repente pareces hasta inteligente -exclamó su padrastro, llevándose una cerveza de la cocina al comedor. Por razones de seguridad, Colin Delves no portaba el uniforme de la RAF que utilizaba en Marwell, sino vaqueros, mocasines y la chaqueta de cuero que se ponía habitualmente cuando tenía que conducir desde y hasta la base.

No obstante, a pesar de su ropa informal, lo rodeaba un aura de palpable tensión.

– Y tú pareces hecho polvo -respondió el chico-. ¿Los yanquis te están apretando las tuercas?

– Ha sido un día muy largo -explicó Delves, sentándose en una silla frente al televisor-. Hemos tenido otra alerta de seguridad. Esta vez creen que el objetivo de los terroristas es nuestra base porque una de nuestras escuadrillas estuvo destinada en Afganistán. Así que Clyde Greeley y yo hemos decidido que todo el personal de la base se marche a su casa, incluido yo, y que la gente de seguridad cierre las instalaciones.

– ¿Todo eso no tendría que ser alto secreto? -preguntó Denzil.

Su padrastro se encogió de hombros.

– ¿Por qué? Han establecido controles de carreteras por toda la región y movilizado tres batallones para patrullar la zona. Por no hablar de los helicópteros que van y vienen continuamente. Un despliegue así no puede mantenerse en secreto.

– ¿Qué les pasará? A los terroristas, me refiero.

– Bueno, no podrán ni acercarse a la base, eso te lo garantizo. ¿Adónde vas a estas horas?

– Al pub. Al Hombre Verde.

– Vale. Cierra las cortinas, ¿quieres?

Las cortinas, de un amarillo damasco, colgaban junto a las altas ventanas frontales. Denzil se acercó a ellas y miró al exterior, a la mancha oscura que era el campo de criquet, a la distante silueta del Pabellón, y a las pocas y diseminadas luces de las casas, borrosas a causa de la lluvia. Aquélla era una buena casa, pensó, lo que ocurría es que estaba en medio del paisaje más desolado y mortecino de toda Inglaterra. Supuso que los de seguridad estarían dentro de su coche, aparcado fuera, por algún lado, vigilando atentamente el lugar.

Los padres de Colin Delves entraron en el comedor, con los ojos brillantes e inquisitivos de las personas que ansían una bebida alcohólica. Animado por el secreto de lo que le esperaba aquella velada, Denzil los sirvió él mismo por consideración al estado exhausto de su padrastro, procurando que las copas fueran quíntuples. Así les durarían más.

– ¡Dios! -exclamó Charlotte Delves un minuto después, acariciando sorprendida su collar de perlas-. Aquí hay bastante ginebra como para tumbar a un caballo.

– Disfrútelo -le dijo Denzil.

– ¿Tú no tomas nada? -Royston Delves, que había amasado una fortuna en el mercado de las materias primas, era una versión más carnosa y rosada de su hijo, el oficial de la RAF.

– Tengo que conducir -explicó Denzil con su mejor cara de buen chico.

– Sí, directo al pub.