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No pudo encontrar su ropa, pero en un pequeño armarito junto a la cama, alguien había dejado un conjunto de ropa interior nueva, botas militares de entrenamiento, una camiseta con la leyenda Go Warthogs!, y una sudadera gris con cremallera. Así vestida, abrió la puerta.

– Sígame -le dijo Wetherby-. A propósito, un conjunto encantador.

Salieron al exterior del hospital y al intenso frío. En la distancia, destellando bajo un manto de nubes negras, podía verse una escuadrilla de Thunderbolts con sus ametralladoras listas.

– Lo arrasan todo y lo llaman paz.

– ¿De quién es? -preguntó Liz.

– De Tácito. Se refería al Imperio romano.

– Supongo que no ha dormido en toda la noche siguiendo los acontecimientos…

– Cuando llamó para decirme que iban a West Ford en helicóptero, yo estaba en una reunión COBRA. Cinco minutos después, la policía informó que una explosión había causado una docena de heridos o muertos; y casi de inmediato llegó otro informe de un tiroteo por parte del SAS. Como puede imaginar, en Downing Street estaban con los nervios de punta. Cuando llegué aquí, Jim Dunstan me puso al corriente de algunos hechos, incluido el que uno de mis agentes había caído. -Sonrió secamente-. Por supuesto, el primer ministro estaba muy preocupado por usted. Insistió en que la incluiría en sus plegarias.

– Seguro que eso me ha salvado. Apenas me enteré de nada de lo que pasó, así que dígame, ¿tuvieron tiempo de evacuar a la familia Delves? Uno de los hombres que iban en mi helicóptero intentó llamarlos por teléfono para que salieran de allí en estampida, pero comunicaban constantemente y no lo consiguió.

Wetherby asintió.

– La evacuación fue de lo primero que se encargó Dunstan, sobre todo teniendo en cuenta que la mayoría de las fuerzas locales estaban desplegadas a veinte kilómetros de allí protegiendo esta base, Marwell. Pero logró contactar con el personal de seguridad que protegía a los Delves, y ellos evacuaron la casa y el pub vecino.

– ¿Adonde llevaron a todo el mundo?

– Creo que a la iglesia, que se encuentra al otro lado del pueblo.

– Entretanto, todos aterrizamos junto al campo de criquet. Y allí estaba Jean d'Aubigny. La recuerdo caminando hacia mí. ¿Qué pasó? ¿Por qué se alejaba de su objetivo?

– No lo sabemos, pero creemos que cambió de idea. Llevaba la bomba encima y el transmisor lo tenía Mansoor. Suponemos que fue él quien la detonó. Según me han explicado, tras la explosión se produjo un caos total. Uno de los helicópteros que buscaba a Mansoor informó de rastros de calor en el Pabellón. Uno de los equipos SAS fue hasta allí para investigar y… -Su sonrisa se volvió amarga-. Bueno, me han informado que usted presenció todo lo demás.

– Oh, sí. Y lo contaré todo en mi informe, no tema.

– Estoy deseando leerlo.

La cocina de campaña era inmensa, un resplandeciente mar de máquinas expendedoras y manteles recién lavados que se extendía a lo largo de muchos metros cuadrados. A esas horas, el lugar estaba muy poco concurrido -una docena de personas, quizá, la mayoría con ropa de deporte-, y ellos dos eran los únicos ante la caja del autoservicio. Liz pidió café, zumo de naranja y unas tostadas; Wetherby se contentó con el café.

– Me ha preguntado si sabía quién era realmente Faraj Mansoor -dijo él, retomando la conversación.

– Exacto.

– La respuesta es sí. Geoffrey Fane me lo contó todo esta mañana temprano. He venido hasta aquí en el mismo helicóptero que él.

– ¿Y dónde está Fane ahora?

– Supongo que recibiendo el informe de Mackay mientras vuelven a casa.

Liz contempló incrédula la vasta cantina.

– Cabrones. Nos mantuvieron deliberadamente a oscuras, viendo cómo luchábamos contra el tiempo, viendo cómo moría gente.

– Eso parece -aceptó Wetherby-. ¿Cómo lo descubrió?

– Por el comportamiento de Mackay anoche. Cuando Mansoor salió del Pabellón con las manos en alto (y recuerde que estuvimos persiguiendo a ese hombre día y noche durante una semana), Mackay apenas lo miró. Es más, mantuvo la cabeza vuelta como si no quisiera verlo.

– Siga.

– Lo conocía. Se conocían. Es la única explicación posible.

Wetherby desvió los ojos hacia la máquina expendedora de Coca-Cola antes de hablar.

– Faraj Mansoor fue agente del MI6, al igual que su padre antes que él. Y por lo que sé, un agente de primera. Valiente y serio.

– ¿Y Mackay era su supervisor?

– Lo heredó. Mackay llegó a Islamabad en el momento de la intervención norteamericana en Afganistán. Leyendo entre líneas creo que, por la razón que sea, presionó demasiado a Mansoor. Éste le dijo que lo dejaba, que lo vigilaban muy de cerca, e insistió en que cesasen todos los contactos hasta que él les avisara de lo contrario.

– ¿Y Mackay aceptó?

– No tenía elección. Mansoor era el mejor hombre del Seis en ese teatro de operaciones, tenían que mantenerlo feliz.

– Y entonces la aviación norteamericana mató a su familia…

– Exacto. Accidente trágico o incompetencia letal, depende del punto de vista, pero el caso es que Mansoor creyó que era una venganza contra él, un castigo por cortar el contacto con Mackay. Así que cambió de bando -poco sorprendente, por cierto- y empezó a colaborar con los yihadistas. Su padre y su prometida habían muerto, y se esperaba una respuesta por su parte. Era una cuestión de honor, cuando menos.

– Ojo por ojo.

– Y todo eso, sí.

– Y ahí entra D'Aubigny.

– Exacto, ahí entra D'Aubigny. En algún lugar de París, más o menos al mismo tiempo, la chica informó a sus supervisores que tenía información privilegiada, que sabía cuál era la residencia del comandante de la base Marwell. El mensaje cruzó medio mundo y los ideólogos del SIT comprendieron que podían matar varios simbólicos pájaros de un tiro. Una oportunidad demasiado buena para desaprovecharla.

Liz sacudió la cabeza.

– Por la forma en que se comportó Mansoor al final, diría que para él se había convertido en algo personal. Cuando vio que ya no podía eliminar a la familia Delves, simplemente se rindió. Estaba armado y podía haberse llevado consigo a unos cuantos hombres del SAS, pero a esas alturas… -Se encogió de hombros-. Yo diría que se dio cuenta de que ya no tenía sentido seguir matando. Probablemente, ni siquiera sentía un odio particular hacia Occidente.

– Puede que tenga razón.

– Dígame -siguió Liz, frunciendo el ceño-, si nuestra información sobre Pakistán llegaba vía Seis, y ellos nos ocultaban todo lo referente a Mansoor, ¿cómo descubrió que era su familia la que murió a manos de la aviación norteamericana?

– El enlace principal del Seis en Pakistán es, como bien sabe, Inteligencia Interservicios, que reporta ante el Ministerio de Defensa. El Seis se comunica mucho menos con el Departamento de Inteligencia, que reporta ante nuestro Ministerio del Interior y cuya opinión sobre el DI es… digamos que un poco recelosa.

– Y usted tiene amigos en el DI, ¿verdad?

– Conservo uno o dos, sí, gente a la que puedo recurrir de ser necesario. Les pasé el nombre de Faraj Mansoor, y según su banco de datos era un sospechoso de terrorismo, cuyo padre y cuya prometida fueron asesinados en Daranj. Lo que ellos no sabían, y yo no mencioné, es que Mansoor también fue un agente británico.

– ¿Por qué Fane y Mackay no nos lo contaron todo? Quiero decir… habríamos comprendido la situación, ¿no? Lo habríamos mantenido en secreto…

– Es el problema cuando tienes que decidir si compartes tu información con los demás -explicó Wetherby-. Desde el punto de vista de Fane, o se lo cuentas a todo el mundo (norteamericanos incluidos) o no se lo cuentas a nadie. Y decidieron que sería a nadie.