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– Comprendido, señor Eastman.

– ¿Seguro?

– Sí, señor Eastman. Seguro.

– Bien. Entonces volvamos al trabajo.

Alargándole un cuchillo Stanley, Eastman le indicó cuatro cajas de cartón cerradas y amontonadas contra la pared. Según indicaban en los lados, contenían escáneres coreanos.

Frankie cortó la cinta adhesiva que cerraba la primera caja y la abrió para revelar los folletos de propaganda. Sacó con cuidado el escáner y la espuma de poliestireno que lo protegía. Debajo había tres bolsas de grueso plástico atiborradas y selladas.

– ¿Las revisamos?

Eastman asintió con la cabeza.

Frankie hizo un corte en la primera, sacó un pequeño pliego de papel y se lo pasó al otro. Eastman lo desplegó y tocó con la punta de la lengua el polvo que contenía. Volvió a asentir y se lo devolvió a Frankie.

– Creo que podemos quedarnos todo el envío, es de confianza. Pero comprueba si Ámsterdam nos envía palomas o mariposas.

– Creo que palomas -murmuró Frankie nerviosamente, contemplando una bolsa de pastillas de éxtasis-. Deben de estar deshaciéndose de los stocks viejos.

Repitieron la operación con las otras tres cajas. Frankie llenó una mochila con las bolsas de éxtasis, el temazepán y la metanfetamina, tapándolo todo con una camiseta y un par de calzoncillos sucios.

– Las mariposas son para Basildon, Chelmsford, Brentwood, Romford y Southend -ordenó Eastman-. Las palomas para Harlow, Braintree, Colchester…

El teléfono lo interrumpió y alzó una mano para que Frankie esperase. Mientras respondía a la llamada, miró a su subalterno una o dos veces, pero Frankie se limitó a contemplar la planta baja a través de la cristalera, aparentemente absorto en las maniobras de carga de un camión.

¿Estaba enganchado a sus propias drogas?, se preguntó Eastman. ¿O sólo al juego? ¿Debería ofrecerle una zanahoria después del palo de aquella mañana, meterle un par de billetes de cincuenta en el bolsillo antes de que se fuera de allí?

Al final decidió que no. Tenía que aprender la lección.

9

– Faraj Mansoor -dijo Charles Wetherby, devolviendo las gafas con montura de carey a su bolsillo superior-. ¿Significa algo ese nombre para ti?

Liz asintió.

– Sí, alguien con ese nombre encargó un falso carnet de conducir inglés la semana pasada en un puerto del norte… Bremerhaven, creo. Nuestro contacto alemán nos informó ayer.

– ¿Algún antecedente terrorista?

– Consulté la base de datos. Faraj Mansoor formaba parte de una larga lista que nos envío nuestro enlace paquistaní, con todas las personas que hablaron o contactaron con Dawood al Safa durante su visita a Peshawar a principios de año.

– ¿Al Safa? ¿El cartero del SIT? ¿Ese que mencionó ayer Mackay?

– El mismo. Ese tal Mansoor (y según parece, es un nombre bastante común) está identificado como empleado de una especie de concesionario de coches y taller de reparaciones situado en la carretera de Kabul. Aparentemente, Al Safa se detuvo allí y echó un vistazo a algunos vehículos de segunda mano. Nuestro enlace paquistaní tenía a un par de chicos vigilándolo, y cuando se marchó colaron un agente entre los empleados.

– ¿Y eso es todo?

– Eso es todo.

Wetherby asintió pensativamente.

– La razón por la que te pregunto esto, es que no puedo comprender por qué Geoffrey Fane llamó para decirme que me mantuviera alerta.

– ¿Por Mansoor? -preguntó Liz, sorprendida.

– Por Mansoor. Tuve que decirle que, mientras no tengamos algo más, ni siquiera hay una alerta declarada.

– ¿Y?

– Y eso fue todo. Me dio las gracias y colgó.

Liz permitió que sus ojos vagaran por la pared desnuda, preguntándose por qué Wetherby la hacía acudir a su oficina para mantener una conversación que fácilmente habrían podido tener por teléfono.

– Antes de que te vayas, Liz… ¿todo va bien? Quiero decir, ¿tú estás bien?

Sus miradas se encontraron. Wetherby tenía un rostro que no podrías describir de memoria por mucho que lo intentases. A veces recordarías las cejas, quizás el pelo o sus ojos; incluso, en ocasiones, la irónica asimetría de su nariz y su boca, pero el encaje preciso de sus rasgos siempre se te escapaba. Una sutil ironía parecía impregnar su relación profesional, como si se hubieran encontrado en otra época y sobre una base diferente.

Pero nunca lo habían hecho. Y Liz sabía muy pocas cosas de su vida privada. Existía una esposa con algún problema de salud crónico y un par de chicos que todavía iban al colegio; y la familia vivía en algún lugar cerca del río… -¿Shepperton? ¿Sunbury, quizá?-. Alguno de esos lugares remotos del oeste.

Pero eso era todo. En cuanto a sus gustos, sus intereses o qué coche conducía, ella no tenía ni idea.

– ¿Doy la impresión de no estar bien?

– No, no es eso. Pero sé que el asunto Marzipan no ha sido fácil para ti. Es muy joven, ¿verdad?

– Sí, lo es.

Wetherby asintió.

– También es una de nuestras principales promesas, por eso te lo cedí. Habla con él, pero no digas nada… Por ahora no quiero que nadie se entere de su existencia.

– No creo que Fane lo haya registrado todavía en su radar.

– Mantenlo así. Ese chico es una apuesta a largo plazo, y eso significa no presionarlo pase lo que pase. Concéntrate en mantenerlo bien atado. Si realmente es tan bueno como dices, tarde o temprano obtendremos resultados.

– Mientras usted esté dispuesto a esperar…

– Tanto como haga falta. ¿Sigues creyendo que no irá el año que viene a la universidad?

– Sí. Aunque no sé si ya se lo ha dicho a sus padres.

Wetherby asintió, se levantó y se acercó a la ventana. Contempló el río antes de volverse hacia ella.

– Dime, ¿qué crees que estarías haciendo ahora si no trabajaras aquí?

Liz lo miró con desconcierto.

– Es curioso que me lo pregunte -dijo-. Porque esta misma mañana me estaba preguntando lo mismo.

– ¿Por qué esta mañana precisamente?

– He recibido una carta.

Él esperó. Su silencio tenía una cualidad reflexiva, no forzada, como si ambos tuvieran todo el tiempo del mundo.

Dubitativa al principio, insegura de cuánto podía saber él, Liz comenzó a resumirle algunos aspectos de su vida. Su fluidez la sorprendió incluso a ella misma, como si estuviera recitando una historia aprendida de memoria. Verídica y verificable, pero al mismo tiempo irreal.

Durante más de treinta años, su padre había sido administrador de la propiedad Bowerbridge, en el valle del río Nadder, cerca de Salisbury. Su esposa y él vivían en la casa del guarda de la propiedad, y Liz había crecido allí. Pero ya hacía cinco años que Jack Carlyle muriera y, poco después, el propietario de Bowerbridge vendió la propiedad. Los bosques y bosquecillos que comprendían las instalaciones deportivas de la propiedad fueron comprados por un granjero local, y la mansión principal, con sus jardines al aire libre, invernaderos y jardines amurallados, los adquirió el propietario de una cadena de centros de jardinería.

El propietario vendedor, un hombre generoso, sólo accedió a la venta con la condición de que la viuda de su antiguo administrador pudiera seguir ocupando la casa del guarda durante el resto de sus días, incluido un derecho preferente de compra. Con Liz trabajando en Londres, su madre había vivido sola en la casa octogonal, y cuando el nuevo propietario convirtió Bowerbridge y sus jardines en un criadero especializado, no le fue difícil conseguir en él un trabajo a tiempo parcial.

Como Susan Carlyle conocía y amaba la propiedad, el trabajo no pudo sentarle mejor. En un año ya trabajaba a tiempo completo para el criadero, y dieciocho meses después estaba dirigiéndolo. Cuando Liz pasaba con ella los fines de semana, ambas daban largos paseos por las avenidas pavimentadas con piedras y las herbosas alamedas, mientras su madre le explicaba con entusiasmo los planes que tenía para el criadero. Al pasar frente a las lilas, hilera tras hilera de crema y púrpura, el aire pesado con su aroma, solía murmurar sus nombres como una letanía: Masséna, Decaisne, Belle de Nancy, Pérsica, Congo… También había hectáreas de camelias blancas y rojas, rododendros -amarillos, malvas, escarlatas, rosas- y orquídeas de fragantes magnolias. En pleno verano, cada rincón albergaba una revelación nueva y sorprendente.