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– Estos frescos, de estilo bizantino, datan de finales del siglo X o principios del XI -siguió diciendo el capellán- y versan sobre el patrocinio de San Marcos. Según quiere la tradición, San Marcos, enviado por San Pedro a predicar el Evangelio en Italia, llegó a estas islas, a la sazón semidesiertas y sumidas en el caos: el aire estaba impregnado de gases mefíticos procedentes de la putrefacción de los peces muertos que las olas iban depositando sin cesar en las orillas y la tierra estaba infestada de serpientes. Los escasos habitantes de la zona vivían aún en la Edad de Piedra: en lugar de herramientas de hierro u otros utensilios se valían de las uñas, comían crudos los animales que atrapaban y mataban sin excepción a quien no pertenecía a su tribu. En tan agreste paraje se detuvo San Marcos a descansar y en sueños se le apareció un ángel, que le dijo: «Marcos, en este lugar existirá una ciudad en la cual descansarán tus restos. Esta ciudad estará bajo tu protección y tú velarás porque sus habitantes sean sabios, justos y virtuosos.» El santo, sin embargo, olvidó pronto su sueño, pues tenía muchos de índole similar. Prosiguió su viaje, nunca volvió a pisar estas tierras y finalmente entregó el alma a Dios en Alejandría, donde fue enterrado. Esta primera figura representa al propio San Marcos, al que se distingue por el halo que le circunda la cabeza. En las manos sostiene una ciudad diminuta. Por supuesto, se trata de una ciudad ideal, imaginaria, que no guarda ninguna semejanza con la Venecia actual. El hecho de tomarla en sus manos simboliza que el santo pone la ciudad bajo su protección.

Fábregas dejó de prestar atención a las pinturas y miró de reojo a la mujer que le acompañaba. Ni siquiera sé su nombre, pensó. La luz débil de la bombilla acentuaba su palidez. La frente, la nariz, los labios, la barbilla y el cuello forman una línea suave, de gran dulzura, pensó. Al notarse observada ella ladeó ligeramente la cabeza y le dirigió una sonrisa más con los ojos que con los labios. Fábregas se sintió invadido por una paz inusitada y al mismo tiempo por una exaltación tan intensa que los ojos se le velaron y hubo de restañárselos con el canto de la mano antes de mirar de nuevo las pinturas. El capellán proseguía su exposición sin percatarse de lo que sucedía a sus espaldas.

– En el año 828 de nuestra era, dos fieles venecianos hurtaron el cuerpo del santo de su sepulcro original con ánimo de sacarlo de Alejandría, entonces bajo dominación musulmana. No queriendo trocear el cuerpo para eludir la vigilancia de los guardias fronterizos, como aconsejaba la prudencia, lo envolvieron en trapos sucios tras haberlo untado de grasa de cerdo, pues es bien sabido que los sarracenos, en su ceguera, creen que la carne de cerdo es pecaminosa para el alma, nociva para la salud y repugnante al paladar y al olfato. Así consiguieron traer sin percances el cuerpo del santo a Venecia. Esta figura central, quizá la mejor conservada del conjunto, representa al dux Giustiniano Particiaco en el momento de recibir el cuerpo de San Marcos. Es posible que estas dos figuras laterales representen los fieles comerciantes venecianos que llevaron a cabo la sustracción, Rustico da Torcello y Buono da Malamocco. Adviertan cómo el cuerpo del santo, que el dux sostiene en las manos como el propio San Marcos sostenía la ciudad en la figura que acabamos de ver hace un instante, tampoco se atiene a las proporciones reales, sino que es muy pequeño y se asemeja a un muñeco. El arte bizantino no trataba de reproducir fielmente la realidad, sino su significación para el creyente: por esta razón y no por falta de pericia varían tanto de tamaño las cosas y las personas.

Cuando el capellán hubo concluido la explicación y se disponía a abrir de nuevo la puertecita que daba a la nave de la iglesia, ella dijo al oído de Fábregas:

– Dele una propina.

Él así lo hizo y el capellán los dejó solos en la iglesia. Alguien había encendido unas lámparas macilentas que irradiaban un resplandor rojizo. Ella le cogió de nuevo del brazo.

– Vámonos de aquí -dijo Fábregas.

Al salir a la calle vieron que ya había caído la noche. Ella le indicó el modo de llegar hasta el Rialto; una vez allí no le sería difícil orientarse, le dijo. Fábregas se deshizo en expresiones de agradecimiento y le pidió varias veces disculpas por las molestias que sin duda alguna le había causado. En su azaramiento hilvanaba una frase con la siguiente sin acertar a poner término a la perorata. Por fin ella le tendió la mano y ambos echaron a andar en direcciones opuestas. Al llegar al hotel le sorprendió encontrar su equipaje hecho y alineado en el hall. Acudió de inmediato a la recepción y preguntó si seguía libre su habitación. Le respondieron que no, que precisamente había sido ocupada esa misma tarde, pero que si deseaba prorrogar su estancia en el hotel podían proporcionarle otra habitación casi idéntica a aquélla. Mientras subían el equipaje y colocaban nuevamente las cosas en su sitio, alquiló una caja de seguridad y guardó en ella la mayor parte del dinero que había retirado del banco.

V

En toda la noche no durmió ni un instante, pero esta vez las horas de vigilia transcurrieron en un vuelo y vio clarear casi con pena. En realidad, tampoco podía afirmarse que hubiera pasado la noche en vela, sino en un estado de suspensión durante el cual no había hecho otra cosa sino ver infinidad de veces los sucesos triviales del día anterior desarrollarse nítidamente ante sus ojos en forma fragmentaria y recurrente, no convocados por la memoria, sino de manera arbitraria, como movidos por el afán de preservar su propia vigencia, empeñados en seguir siendo sucesos vivos y no meros recuerdos. Luego gradualmente las imágenes habían ido perdiendo fuerza y frescura y se habían ido distorsionando y adquiriendo un carácter grotesco y confuso. Entonces se despertó y comprendió que había acabado por dormirse momentáneamente. Ahora el sol entraba oblicuamente a través de las persianas formando un abanico de luz y sombras en la pared lateral de la habitación. Se sentó en la cama y repasó las sensaciones que había estado experimentando aquella noche insólita. Ahora que había cesado el torbellino tenía el ánimo en calma y podía pensar con claridad. Pronto la curiosidad dejó paso al desasosiego. ¿Qué me está ocurriendo?, se decía; no soy yo, no me reconozco, algo me ha pasado o me está pasando en este mismo instante o me va a pasar dentro de poco, pero ¿qué? Debo admitir que esa chica me resulta atractiva, pero no es la primera vez que una mujer me resulta atractiva a primera vista; esto es algo corriente, que me ha pasado docenas de veces; y, sin embargo, en este caso todo parece desorbitado, pensó. Ahora, repasando fríamente su conducta, veía hasta qué punto había actuado con desatino. Hablé más de la cuenta, dije lo que no tenía que haber dicho y no dije lo que cabía esperar que dijera, pensó, ¿en qué estaría yo pensando? No hay duda de que ha de haber influido en mí esta ciudad extravagante. Bueno, se dijo, ¿qué más da? Ni yo sé su nombre ni ella sabe quizás el mío y no hay forma de que podamos localizarnos de nuevo el uno al otro; de no mediar otra casualidad, lo más probable es que no volvamos a vernos nunca más. Hoy pasearé por la ciudad, mañana regresaré a casa y dentro de una semana lo habré olvidado todo, se dijo.

Salió a la calle con el sol ya muy alto y se dirigió a la Plaza de San Marcos. El agua que la había cubierto en días anteriores se había retirado y ahora el pavimento estaba seco; soplaba un aire limpio y tibio y el cielo era de un azul brillante. Delante de la basílica, que Fábregas se había propuesto visitar de nuevo, estaba congregado un centenar de jóvenes. Omían, bebían o dormitaban con la cabeza recostada en las mochilas. Todos iban sucios y astrosos, como si hubieran realizado una larga peregrinación sin otro bagaje que sus radios y magnetófonos. Yo nunca fui así, pensó Fábregas.