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A pesar de la festividad del día y de la hora de descanso, vio subir a tres mujeres con latas llenas de agua a la cabeza. Agua para regar las flores, para beber y amasar el barro, acarreada así desde lo hondo del barranco. Instintivamente la majorera miró al cielo. Las fantásticas nubes se habían abierto, la tarde se había serenado en azul y amarillo. No llovería más.

Como iba despacio, fijándose en las viviendas, se sobresaltó al oír su nombre. Un hombre flaco, de bigotes grises y caídos, como Don Quijote, afilaba una caña con un cuchillo canario, sentado a la puerta de la casa. -Se saluda, cristiana. -Adiós, Panchito.

Panchito, el cabrero, había servido la leche a la finca hasta que, hacía un año, Vicenta consiguió que se compraran cabras propias. El viejo aguaba la leche con todas las artes. Se arrimaba a cualquier grifo que viera, a cualquier tanqueta de agua verde de riego, en el jardín. El día que no podía conseguir remojar las medidas, sólo las llenaba hasta la mitad. Vicenta no criticaba, porque cada uno vive según puede, pero aquella leche iba a Teresa, y no paró hasta tener cabras en la finca para ordeñar ella misma, por su mano. Pasó de prisa, porque no quería preguntas. Panchito, entonces, llamó a su nieto y le mandó detrás de ella, por ver adonde iba. En aquel pueblo de La Atalaya era bien conocida Vicenta. Muchas criadas de la finca habían sido de allá. La misma Lolilla tenía su cueva y sus padres. Algunos ojos más que los del niño rubio, vestido de domingo, que empezó a seguirla, la iban mirando en su camino.

Estaba algo cansada cuando encontró al fin lo que venía buscando. Se paró delante de una cueva con la puerta pintada de añil, y un patio delante, con sus flores y sus tayas rojas. Una mujer solitaria, enlutada, con el cabello canoso, estaba zurciendo a la luz de la tarde, al fresco de su patio, sin temor a la festividad del día. Levantó su cara gruesa al sentir la sombra de Vicenta. Tenía hermosos ojos negros, profundos. Falda hasta la mitad de la pierna. Moño y grandes zarcillos negros, mate, de luto, en las orejas.

– ¡Oh…! ¿Usted aquí, Vicentita?

– Estése quieta, cristiana…

La mujer se levantó. Otra mujer más joven, gruesa, vestida de negro lo mismo que su madre, salió de la casa y trajo sillas. Vicenta sacó del profundo bolsillo de su falda un paquete de café tostado.

– Haga un pizquito de café, Mariquita. Usted lo hace bueno.

Hubo muchos cumplidos y remilgos con voces cantarinas.

– Es el vicio que me trajo mi marido, en paz descanse, cuando llegó de Cuba… Mi hija lo muele en seguida… La cosa del café es colarlo bien. Un calcetín usado, que esté limpio, se coge para esto, y no hay nada mejor. Así me enseñó él.

De repente cayó un pesado silencio.

– ¡Fuera, niños…! -dijo la mujer a unos cuantos chiquillos congregados para mirar a la visita.

Vicenta miraba las rojas tayas heridas de sol, el encalado suelo del patio y la figura maciza de la mujer, que la miraba acogedora, esperando. Nada de sobrenatural ni miedoso había en ella. Sin embargo, era una zahorina.

– ¿Novedades, Vicentita?

– ¿Se lo dijeron?

– Gentes peninsulares en la finca, ¿no? Hermanos de don Luis?

– Sí.

– ¿Señorita Teresa?

– Igual.

– ¡Si la viera ese hombre de Telde…!

– Si la viera, sí… Pero nadita que hacer. Ni a escondidas me atrevo otra vez a meter a nadie.

– ¿La hija no la ayuda?

– La niña no cree en nada. Quizá cuando crezca… -suspiró; cambió de asunto-; y… ¿usted?

– Ya ve, Vicentita: el yerno muerto en la guerra y la hija y los nietos agarrados a mi…Hubo un silencio. La zahorina apenas rebasaba la cincuentena; tenía buenas piernas, zapatos de punta fina, abrochados a un lado.

Volvió la hija para preguntar adonde servía el café. -Allá dentro. No quiero oledores. Se metieron en la habitación principal de la cueva. Bien encalada y tibia, con almanaques de colores y ampliaciones fotográficas en las paredes. Había penumbra, y la hija encendió una vela. Luego prepararía, dijo, una luz de carburo.

Las tres tomaron su café, que llenó con el olor la habitación. Por la cortina medio corrida de una puerta se adivinaba una alcoba, y en aquel mismo cuarto, a pesar de ser llamado el comedor y hacer de salón de la casa, había junto a la pared una hermosa cama de hierro, con las perinolas doradas, relucientes, y una colcha tiesa de planchada. Olía casi sofocadamente a limpio sahumerio. Un olor de casa pobre pero cuidada amorosamente. Olor bueno para los sentidos de Vicenta, como era bueno el café y el cigarro encendido y chupado avaramente.

La hija desapareció al poco, cerrando la puerta. Le dijo la zahorina, cuando cerraba, que no se preocupase del carburo por el momento. Con la vela tenían bastante Vicentita y ella.

Vicenta, de reojo, se iba fijando en todos los detalles de la habitación. Junto a la cama había un marco que encuadraba juntas, una litografía del Caudillo y la foto de un soldado de ojos redondos, desvaídos por la ampliación. Entre estas dos estampas se había colocado piadosamente un ramillete de flores secas, sujeto por una cintita con los colores amarillo y rojo de la bandera española.

La zahorina siguió la mirada.

– Mi yerno, el que murió en la guerra.

Vicenta la miró ahora y la vio bajar los ojos.

– Y… Oiga, dígame. Su hijo, el que era rojo, ¿ése no lo tiene, Mariquita?

– Ése lo tengo en mi alcoba.

Mariquita, la zahorina, sabía que no había más que simple curiosidad en la pregunta de Vicenta, que a la majorera se le importaban muy poco de rojos y nacionales, de guerra y de paz, y que sólo tenía en el mundo una ansiedad.

– Para algo vino usted, Vicentita.

– Quiero las cartas.

– ¿Es para el porvenir?

– Para el porvenir.

– ¿Cosas de la finca?

– Sí.

– ¿Siempre señorita Teresa?

– Sí.

– Y… ¿cómo le dio?

– Un sueño que tuve.

– ¿Bueno?

– Malo.

Vicenta fumaba como un barquero. Bien sentada en su silla de respaldo negro, veía cosas familiares todas a su alma. Sillas alineadas junto a las paredes, una rinconera con figuras de yeso, un cojín con una cabeza de muñeca pegada. La luz de la vela temblaba. Se veía en la pared la sombra de la zahorina barajando las cartas y echándoles el rezado… Con las barajas en alto, se detuvo. Su sombra daba un gran perfil de nariz corva.

– Se ven mejor las cosas que ya pasaron en un plato de agua.

– Ya las vi, hace tres años, y por eso vine hoy. Quiero las cartas.

Hubo un silencio casi suspirante. Los ojos de la zahorina parecían grandes. Vicenta acercó el cigarro a la vela: se le apagaba. La otra esperó a que entrara bien el humo en los pulmones de la majorera, a que quedara quieta. Luego empezó. Pero algo debía de turbarla. Miraba a la puerta y por el respiradero al cielo de la tarde. Luego quería abstraerse, echaba la baraja, miraba, dudaba.-No sale nada. -Siga.

– Un hombre que se va. ¿Es algo? -No.

– Tengo que barajar otra vez. -Baraje.

Ahora nada en el mundo existía más que esta callada habitación, cavada en la tierra, envuelta en ese hálito casi animal que las cuevas rezuman. Ese olor subterráneo, fresco en verano y tibio en invierno, que parece incomparable a los que se acostumbran a él. Nada más que las sombras de las dos mujeres: grandes sombras frente a frente, inclinadas. La cabeza con gran moño y la cabeza con pañuelo doblándose y temblando en lo redondo del techo.

Detrás estaba la montaña abierta, herida por el crepúsculo ya, sangrante en el crepúsculo. Detrás, los caminos frescos. Allá lejos, la finca, la gente peninsular y sus enredos, y Pinito, la hija de Antonia, y la niña Marta con sus amigas. Y más lejos, la ciudad y el mar. Detrás del mar, otras islas. Pero dentro de las paredes cerradas había un mundo distinto. El único mundo en aquel momento.

Las gastadas figuras de la baraja hacen muecas. En tono bajo dice la zahorina: -Piénseme en sus cosas.

Vicenta piensa. Fuma y piensa. El humo amargo le caldea el pecho enteramente. Ve los grandes ojos verdes de Teresa, oye su voz cuando le dice: "Vicenta, no tengo más que a ti." El humo deja de calentar, el cigarro no tira.

– Me está saliendo. Me sale un hombre y muchas mujeres.

– Siga.

– Hay una mujer morena a quien quieren mal.

La zahorina se detuvo. La llama, que temblaba a sus palabras, se fue haciendo derecha. Vicenta sintió la saliva amarga del tabaco con la colilla, apagada ya, en el labio.