– Me sale una muerte.
Vicenta susurró:
– ¿A cuchillo?
– Dije una muerte.
– ¿De mujer?
– Sí.
La majorera está anhelante; aquí, en este mismo cuarto, en un plato de agua, ella vio cosas hace años, cosas terribles y olvidadas.
– Dígame -dice enronquecida-. ¿No es lo que ya pasó…?
– Es lo que va a pasar.
Entonces la pena y la sombra pesan como el plomo dentro del pecho de la majorera.
Una luna agria salía de detrás de las montañas, siguiendo el último suspiro del crepúsculo. Se agarraba con los dos pálidos cuernos a las últimas nubes oscuras. Ascendía. Se transformaba, se abrillantaba para los ojos de quienes quisieran mirarla aquella noche de diciembre.
Por los caminos su luz era vacilante. Faroles eléctricos, amarillos, mortecinos, alumbraban la noche del campo. Los ojos de los automóviles, a veces, desde una lejana carretera, deslumhraban los ojos fijos de Vicenta. Vio desde muy lejos subir dos faros de automóvil por entre la avenida de eucaliptos de la finca. Un rato después se cruzó con el alto coche del médico, cargado de gente. Don Juan se llevaba al pintor cojo y a todos los jóvenes por lo menos hasta la carretera principal, porque hasta Las Palmas era imposible que llegase con aquella alegre carga humana que desbordaba a los guardabarros. Iban cantando; don Juan ensordecería.
Luego, un silencio muy grande quedó en el campo. Llegó el olor de los eucaliptos.
En el cuarto de música estaba Marta, sola. Vicenta la vio desde la oscuridad del jardín. La niña estaba en medio de la habitación desordenada. Miraba con atención unos papeles: un bloc de papel blanco. Era la hija de Teresa. Sin la gracia ni la belleza de Teresa, y rubia como su padre, pero era hija suya. Una niña esbelta, de cejas rectas y manos tostadas.
En aquel momento el alma de la majorera se atormentó viéndola. Tenía una cara abstraída y curiosa, mirando bajo la luz de la lámpara lo que sostenía en las manos. Tenía una cara joven y desamparada, algo clamaba en ella que atraía también a Vicenta. La había visto nacer, y había tenido, en tiempos muy lejanos, unos oscuros celos de la niña, por ser hija de quien era. Ahora, también por serlo, tenía esta misma criatura suficiente fuerza para clavarla allí, en lo oscuro, mirándola.
La majorera pensó acercarse y decirle algo. Pero Marta levantó la cabeza como para escuchar, cerró el bloc de papel blanco y fue a esconderlo debajo del colchón de su cama turca. Luego apagó la luz.
SEGUNDA PARTE
VII
Marta se escapó de la compañía de sus amigas a la salida del Instituto. Siempre se reunían en casa de una de ellas a charlar. De cuando en cuando, alguna de las "niñas" hacía rabona a estas reuniones en que ellas arreglaban el mundo: era cuando el novio estaba en la ciudad… o cuando decidían ir a pasear por Triana. Triana es la calle comercial, donde, como en muchas ciudades españolas, se organiza el paseo, despreciando los parques que están para eso. Bandadas de jóvenes cruzan la calle lentamente en uno u otro sentido, entorpeciendo el tráfico, mirándose fascinados al cruzarse, cambiando palabras, anudando noviazgos o amistades de esta manera.
Marta no había comprendido nunca el encanto de este paseo lento e incómodo; de modo que cuando aquella tarde se escapó en dirección a él, las otras chicas la miraron sorprendidas y risueñas. Pero ella subió a una guagua con dirección al puerto y se esfumó misteriosamente en el atardecer.
Llevaba unos días sufriendo obsesiones mucho más agudas que las que tuvo aquel verano cuando se enteró de la llegada de los peninsulares. Mucho más agudas, extrañas y hermosas porque no hablaba de ellas con nadie. Ahora pensaba en Pablo, el pintor, como el único amigo posible. Y quizá ni siquiera como amigo pensaba en él, pues esta palabra trae intimidad en ella y la chica sentía hacia aquel hombre un extraño respeto. Cuando sentía por casualidad su nombre empezaba a latirle el corazón de tal manera que llegó a pensar si no estaría enferma. Recordaba sus ojos bondadosos, que se daban cuenta de todo, y tenía en su poder el bloc de notas donde sus ágiles dedos habían dibujado cosas que la turbaban.
Ahora sabía también la dirección de su casa. Iba hacia allí en aquella guagua, en aquel pequeño autobús traqueteante, con todos los cabellos revueltos por el viento y el corazón golpeándole como siempre. Iba a devolverle aquello que era suyo, y con una mezcla de terror y de alegría pensaba en verle de nuevo.
Marta miraba a aquel puñado de gentes heterogéneas que iban con ella en la guagua, unidos un momento por el destino, y le parecieron asombrosas sus caras cerradas. Quizás hubieran sentido alguna vez emociones como las suyas, aunque pareciera imposible.
El vehículo sorteó aquel espeso paseo de Triana, dejó atrás el parque de San Telmo con sus árboles recortándose sobre el mar, y enfiló León y Castillo, entre casas pequeñas y bocanadas de agua marina en la atardecida. Cuando llegaba a la altura de la Ciudad Jardín bajó Marta de la guagua. La casa del pintor estaba por allí cerca.
La casa de Pablo resultó ser un chalet feo, construido de espaldas al mar, cerca de la playa. Una casa de dos pisos, rodeada de un ruin jardincillo. Marta se había llegado allí a la salida del Instituto. Era una tarde gris, con el cielo lleno de pardela y de sueño. La casa parecía dormida y desierta, casi encantada. El portillo del jardín estaba abierto; había un corto caminito asfaltado hasta la puerta de entrada, entre unos arriates duros, donde se secaban unas plantas tristes, quemadas por el yodo del mar.
Marta se detuvo en medio del caminito de asfalto. Parecía que la hubiesen clavado allí, con sus sandalias, su chaqueta roja al brazo y su carterón de cuero. El pensamiento de que el pintor podía estar en casa, y de que quizá le viera unos minutos más tarde, la dejaba sobrecogida; había pensado tanto en él que le parecía fabuloso.
La puerta de entrada ostentaba un globo de cristal blanco, con la palabra "Hotel" en letras negras, y la misma palabra se veía formada por bolitas blancas entre los alambres de un limpiabarros. Desde aquella entrada se podía ver hasta el fondo de un pasillo con varias puertas pintadas de verde, y una escalerita estrecha de mosaico que subía hacia el piso alto.
A Marta le parecía haber dado un paso tremendo al venir siguiendo el impulso de su corazón hasta la casa de este desconocido; trataba de tranquilizarse repitiéndose que no tenía nada de particular que hubiese llegado ella hasta allí, teniendo el pretexto de devolverle su olvidado bloc de dibujos.
No vio llamador por ninguna parte. No se atrevía a romper aquel silencio que ahondaba el ruido del mar rompiéndose a espaldas de la casa. De tanto mirarlos le parecían cada vez más altos aquellos muros, y se sentía cada vez más insignificante. No podía marcharse, pero tampoco se decidía a dar un paso. Llegó a tener unas infantiles ganas de llorar.
Torpemente, con miedo, decidió dar la vuelta a la casa para ver si aparecía alguien que la orientara. A las espaldas del edificio encontró un trozo de jardín más acogedor que el de la entrada, bajando en un declive suave hasta un muro blanco que debía protegerlo del viento del mar y quizá de las mareas altas. Allí vio una pérgola cubierta de campanillas azules. En un rincón abrigado había unas papayas de hojas anchas, y animaban el jardín varias adelfas grandes y floridas. Una señora, seguramente huésped de la pensión, estaba sentada en un sillón de mimbre con una labor de punto en la mano; en aquel momento, quizá porque ya había poca luz, la estaba recogiendo. A su lado un niño jugaba con un cubo y una pala. Los dos la miraron lejanamente.
Marta, fingiendo indiferencia, pero muy emocionada, siguió dando la vuelta al jardín. Casi se asustó al ver salir de una puerta lateral a una mujer con un delantal azul y un cubo de agua en la mano, que volcó en unas enredaderas. Marta le preguntó por Pablo mientras daba gracias a Dios porque su voz hubiera salido tan tranquila.
– Entre por la puerta principal… La puerta del fondo del pasillo. No tiene pérdida.
Cuando Marta doblaba ya la esquina de la casa, la mujer la llamó. La muchacha, al volverse, vio que se fijaba mucho en ella, poniéndose la mano sobre los ojos para evitar la luz rojiza de la tarde.
– Oiga… No sé si está. Cuando su mamá vino esta mañana, parece que la señora le estuvo explicando que se había ido.