No se podía dudar de que Pablo estuviera borracho ahora. Intentó dar una chupada al cigarrillo y de nuevo le acometieron bascas. Corrió a la esquina de la iglesia a devolver otra vez apoyándose en la pared. Ella recogió el bastón que se había ido caído en el empedrado. Marta no sentía ahora repugnancia alguna. Pablo no le causaba repugnancia, sino ternura. Estaba delante de ella, desamparado, en la mayor miseria y, sin embargo, le parecía a la niña admirable. Aquella confesión tan cortada, tan verdadera en su semiinconsciencia la recibía ella como el más hondo secreto que se le había entregado. Y ver a aquel hombre enfermo no le hacía daño, sino que la llenaba de una especie de orgullo por ser ella y no otra persona quien en aquel momento estuviese a su lado. Todas sus sensaciones estaban también cambiadas y como sublimadas por su propio mareo. Aquel día se parecía mucho a un extraño sueño.
Las campanas del reloj de la Catedral dieron una hora. Pablo se despegó de la pared, con esfuerzo, volviéndose hacia Marta: el cabello de la muchacha clareaba en la oscuridad.
– Guíame tú, niña… porque, si no recuerdo mal, si no recuerdo mal, era necesario llevarte a casa de tus tíos… ¡Vamos!
– Pues sí -continuó, volviéndose hacia la niña-. Te estaba hablando de arte… Una cosa que no admite competiciones… El arte es un demonio que empuja… Pero el amor, cuando se convierte en un pecado como el mío, lo aplasta todo, chupa la sangre y la vida… El arte se va… Y no importa entonces… No importa nada. Pero yo ahora sé que sí que importa. Aunque ella quiera no vuelvo, fíjate que te lo digo… Podía yo haberme pasado a los rojos. A mí todo me da igual. Pero yo quería que ella volviera a mí, no yo a ella… Quiero mandar ¿sabes…? Liberarme y pintar… No quiero dejarme llevar por los celos ni miserias… ¡No lo quiero!
Después de estas vagas palabras, el pintor quedó silencioso. Tan callado como la niña. Sólo se oían los pasos de los dos, y el tictac cada vez más seguro del bastón en la acera.
La casa de los tíos tenía iluminadas las ventanas de la parte baja. Se filtraba luz por entre las maderas entornadas. Quizá habían vuelto ellos, y estaban allí, en el antiguo despacho del abuelo.
Marta no quería separarse de Pablo. Le cogió la mano entre las de ella, frente al hondo zaguán. No quería que se fuera. Después de tenerlo tan cerca, tan suyo, no se resignaba a verlo desaparecer. Que hablara, que dijese algo, que estuviera allí…
– Venga… Entre conmigo.
El hombre volvió a sacar su pañuelo, con aquel gesto nervioso de limpiarse la cara, que sólo aquella noche le había visto Marta. Hacía bastante fresco en aquellas calles barridas por la brisa; ahora lo notaba ella, pero Pablo parecía tener calor.
– Niña… perdona a este idiota, que te ha dado la lata… Hace mucho que no bebo, no me gusta, y la verdad, me siento algo mareado. Creo que estuve impertinente y grosero. Ya me imagino que no vas a querer más cuentas con tu amigo el pintor. También está él bien agarrado por un demonio… Un demonio que no te deseo que te coja nunca…
– Nunca… nunca le he querido tanto como esta noche. Nunca, ni cuando me enamore, querré a nadie tanto como a usted. Jamás le diré a nadie lo que he oído, ni lo que he visto.
Pablo la cogió la barbilla, y miró apenado la carita joven, empalidecida por la luz del farol, las estrechas rayas de los ojos brillantes.
– Te deseo que no te enamores nunca, hija. Tener quince años y ser como tú…
– Dieciséis…
– Dieciséis… es horrible. Te quedan cosas muy malas por vivir… Adiós, Marta Camino, duerme bien… No pienses en las cosas feas que te he dicho… Cada día que pasa, encuentro que soy un hombre más ridículo.
La dejó sola en la puerta de la casa y se fue.
Ella se sentó en el umbral derrengada y lloró mucho.
Apoyaba los codos en las rodillas, se tapaba la cara con las manos, y lloraba. Sus hombros se estremecían convulsivamente. No podía acabar aquel llanto. Sentía en él un salvaje consuelo; también dulzura, felicidad, orgullo. No pensó en nada durante mucho, mucho rato, más que en llorar… Cuando la marejada del llanto iba cediendo, una nueva explosión, como una ola, la sacudía… Todos sus huesos estaban doloridos. Su alma terminó lavada, removida, tronchada y llena de riqueza a un tiempo. Ella no sabía por qué no se sentía débil, ni avergonzada de llorar. Le pareció, por primera vez en su vida, que hay algo muy hermoso en el llanto.
Desde el radiante amanecer de aquel día había crecido mucho. Pero ni siquiera lo pensó.
X
La luna entró en febrero subiendo un cuarto creciente. Primero una delgada raya curva, como el recorte de una uña. A medida que los días avanzaban, más panzuda y luminosa sobre los campos de Alcorah. Más atrevida sobre los barrancos, sobre los bancales de plataneras, sobre los tres riscos últimos guardianes de la isla, sobre los viñedos del monte Lentiscal y de las faldas negras de Bandama en cuyo inmenso, hondísimo cráter redondo, la luna se puede derramar tímida y asustada como en un profundo estanque.
Marta vio crecer la luna cada noche, cuando atravesaba los campos para ir a la finca. A veces, el viento sonaba entre los achaparrados taharales y los hacía resaltar oscuros, con una vida que no tenían durante el día. Cuando la luna fue tomando fuerza, se distinguió a su claridad, el color de las bugambillas. Marta escribió un poema de viejos demonios danzando a aquella luz, saltando con su aspecto de machos cabríos entre los esqueletos de las vides invernales.
No hubiera creído, aunque se lo jurasen, que una pena grande le acechaba antes de que aquel astro frío y brillante que iba hacia su plenitud empezara a decaer. Marta tenía el alma llena de confianza aquellos días. Iba con la cabeza alta, sentía una dulce y caliente sangre corriendo por sus venas. En el aire vivo del campo, en febrero, sus piernas desnudas lanzaban un reto al frío. Vivía y sorbía vida en todo. Cualquier incidente le hacía reír hasta saltársele las lágrimas. A veces se ruborizaba de orgullo, al recordar que era la mejor amiga y la confidente de un hombre extraordinario, que había llegado a la isla quizá sólo para llegar a fortalecer e ilusionar su vida. Pero de esto no hablaba nunca.
Después de la noche de la toma de Barcelona, Marta escribió al pintor una carta muy larga. Con ciertas dudas, después de pensarlo mucho, la confió al correo. Aguardó tres días llena de emoción. Recibió por correo también una respuesta dirigida a casa de sus tíos. Unas líneas breves, muy cariñosas, en las que Pablo le prometía hablar con ella cuanto quisiera, de todo lo divino y lo humano, a la vuelta de una excursión que se proponía hacer. Se iba al pinar de Tamadaba con una tienda de campaña y dos o tres amigos. "¿Quién iba a pensar -terminaba la carta- que en tu isla hubiera bosques grandes?"
Nadie lo habría pensado, en verdad, viendo tantos secos riscos y en cada hoyo templado, cultivos de la mano del hombre: flores y platanares, tomatales y plantaciones de tuneras en cuyas anchas hojas, que se limpian de púas, se cría la cochinilla, y que parecen campos de fantasmas cubiertos por sábanas blancas.
Marta sabía que entre aquel caos de montañas que se ven desde el puerto de Tejeda, custodiados por los roques del sur: Nublo y Bentaiga, hay kilómetros de pinares ardientes y secos, en tierras de lava, los pinares de Pajonales. Ella no los había visto nunca.