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Luxford contempló el mensaje, mientras el corazón le palpitaba en los oídos. Pasó revista a una serie de posibles remitentes, pero eran tan improbables que sólo pudo llegar a una conclusión: la carta tenía que ser un farol. De todos modos, tomó la precaución de examinar la basura restante sin alterar el orden en que había desechado el correo del día. Rescató el sobre que acompañaba a la carta y lo examinó. Parte del matasellos formaba una luna en tres cuartos junto al sello de primera clase. Estaba borroso, pero lo bastante legible para ver que la carta había sido puesta en el correo de Londres.

Luxford se reclinó en la butaca. Leyó de nuevo las nueve primeras palabras. «Utiliza la primera plana para reconocer a tu primogénita.» Charlotte, pensó.

Durante los últimos diez años sólo se había permitido pensar en Charlotte una vez al mes, una admisión de paternidad que duraba un cuarto de hora y había conseguido mantener oculta a todo el mundo, incluida la madre de Charlotte. El resto del tiempo, la existencia de la niña quedaba relegada al fondo de su memoria. Nunca había hablado de ella a nadie. Algunos días lograba olvidar por completo que era padre de más de un hijo.

Recogió el sobre y la carta, se dirigió hacia la ventana, miró hacia Farrington Street y escuchó el ruido apagado del tráfico.

Sabía que alguien, alguien muy cercano, agazapado en Fleet Sreet, tal vez en Wapping, o en aquella lejana torre de cristal de la Isla de los Perros, estaba esperando a que efectuara un falso movimiento. Alguien (consciente de que una historia sin la menor relación con acontecimientos actuales puede adquirir preponderancia en la prensa y saciar el apetito del público que aguarla una especial caída en desgracia) esperaba que dejara un rastro inadvertido en reacción a la carta y, gracias a ese rastro, establecer un vínculo entre la madre de Charlotte y él…

Cuando lo hiciera, la prensa daría saltitos de alegría. Un periódico revelaría la historia. El resto le seguiría. Y tanto él comola madre de Charlotte pagarían su error. El castigo de ella consistiría en ser puesta en la picota y una veloz pérdida de poder político; el suyo seria sería una pérdida más personal.

Advirtió con sarcasmo que a ese alguien le estaba saliendo el tiro por la culata. Si el gobierno no corriera el riesgo de salir perdiendo todavía más, en el caso de que se descubriera la verdad sobre Charlotte, Luxford habría apostado a que la carta había sido enviada desde el número 10 de Downing Street en un gesto de venganza insidiosa. Pero el gobierno tenía tanto interes en mantener oculta la verdad sobre Charlotte como el propio Luxford. Y si el gobierno no estaba implicado en el envio de la carta y su amenazador mensaje, cabía pensar que se tratara de otro clase de enemigo.

Y los ternía a montones. De todos los sectores. Ansiosos, pacientes, confiados en que acabaría por traicionarse.

Dennis Luxford había jugado durante demasiado tiempo a investigar a los demas para hacer un falso movimiento. No había cambiado la tendencia descendente del Source mediante el expediente de evitar los métodos utilizados por tos periodistas para descubrir la verdad. Por lo tanto, decidió tirar la carta a la papelera, olvidarla y dar cancha a sus enemigos para jugar. Si recibía otra, también la tiraría.

Arrugó la carta por segunda vez y se volvió para arrojarla con las demás. Entonces se fijó en la correspondencia que su secretaria ya había abierto y apilado. Consideró la posibilidad de que hubiera una segunda carta, no dirigida a él en persona, sino enviada sin instrucciones específicas para que cualquiera pudiera abrirla, o enviada a Mitch Corsico, o a uno de los otros periodistas que solían seguir el néctar de la corrupción sexual. Esta segunda carta no estaría redactada de una forma tan oscura: se mencionarían nombres, fechas y lugares, y no se andarían con rodeos.

Podía evitarlo. Bastaría con una llamada telefónica y una respuesta a las únicas preguntas posibles en aquel momento. «¿Se lo has dicho a alguien, Eve, en algún momento de los últimos diez años? ¿Has hablado de nosotros?» Si no lo había hecho, la carta sólo era un intento de ponerle nervioso, y como tal se podía desechar. Si ella había hablado, debía saber que los dos iban a sufrir un asedio encarnizado.

2

Tras haber preparado a su público, Deborah St. James alineó tres grandes fotografías en blanco y negro sobre una de las mesas del laboratorio de su marido. Ajustó las luces fluorescentes y retrocedió para esperar el juicio de su marido y de su compañera de trabajo, lady Helen Clyde. Hacía cuatro meses que experimentaba con aquella nueva serie de fotografías, y si bien estaba satisfecha con los resultados, también sentía cada vez más la necesidad de efectuar una auténtica contribución económica a su hogar. Quería que la contribución fuera continuada, no limitada a los encargos esporádicos que hasta el momento había conseguido gracias a llamar a las puertas de agencias de publicidad, agencias de talentos, revistas, servicios por cable de noticias y editores. Durante los últimos años, desde que había concluido su preparación, Deborah había empezado a experimentar la sensación de que pasaba la mayor parte del tiempo arrastrando su carpeta de un extremo a otro de Londres, cuando lo único que deseaba era que sus fotografías fuesen arte puro. Desde Stieglitz a Mapplethorpe, otros lo habían conseguido. ¿Por qué no ella?

Deborah apretó las palmas y esperó a que su marido o Helen Clyde hablaran. Habían estado enfrascados en examinar la transcripción de una declaración forense que Simon había prestado quince días antes sobre explosivos de plástico, y su intención era continuar con un análisis de marcas de herramientas hechas con el metal que rodeaba el pomo de una puerta, en un intento de reunir pruebas para la defensa en un inminente juicio por asesinato.

No obstante, accedieron de buen grado a tomarse un descanso, Habían trabajado desde las nueve de la mañana, con sólo una pausa para comer y otra para cenar, y por lo que Deborah podía ver ahora, a las nueve y media de la noche, Helen al menos estaba más que dispuesta a dar por concluida su jornada laboral.

Simon estaba inclinado sobre una fotografía de un rapado del Frente Nacional. Helen estudiaba a una muchacha antillana que sostenía una enorme bandera del Reino Unido. Tanto el rapado como la chica estaban colocados delante de un fondillo portatil que Deborah había confeccionado con grandes triángulos de lienzos pintados,

Como ni Simon ni Helen hablaban, ella rompió el silencio.

Quiero que las fotografías posean una personalidad específica. No quiero objetivar el tema como hacía antes. Yo controlo el fondo, que es el lienzo en el que estuve trabajando en el jardín el pasado febrero, ¿te acuerdas, Simon? El o ella no pueden falsearse, porque la velocidad de la película es demasiado lenta y el sujeto no puede sostener el artificio durante el tiempo necesario para lograr la exposición adecuada. Bien, ¿qué opináis?

Se dijo que no importaba lo que pensaran. Su nuevo planteamiento le parecía importante, y no pensaba abandonarlo, pero que alguien independiente dijera que el trabajo era tan bueno como ella creía le serviría de ayuda. Aunque esa persona fuera su marido, la menos propensa a encontrar defectos en su trabajo.

Simon se alejó del rapado, esquivó a Helen, que aún seguía examinando a la muchacha de la bandera, y pasó a la tercera foto, un rastafari con un impresionante chal de lentejuelas que cubría su agujereada camiseta.

– ¿Dónde las has tomado, Deborah?

– En Covent Garden, cerca del museo del teatro. Me gustaría hacer las próximas en la iglesia de San Botolph. Los sin hogar, ya sabes.

Vio que Helen continuaba hacia otra fotografía y se prohibió morderse el pulgar. Helen levantó la vista por fin.

– Creo que son maravillosas.

– ¿De veras? O sea, ¿crees…? Son bastante diferentes, ¿verdad? Lo que quería… o sea,… estoy utilizando una Polaroid de cincuenta por sesenta, y he dejado las marcas de los dientes de engranaje, y también las marcas de los productos químicos en las impresiones, porque quiero que anuncien que son fotografías. Son la realidad artificial, en tanto que los sujetos son la verdad. Al menos… bueno, eso me gustaría pensar… -Deborah se llevó la mano al pelo y apartó un mechón cobrizo de su cara. Las palabras la ponían en un aprieto. Siempre le había pasado. Suspiró-. Esto es lo que intento…