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– Pero eso te puede pasar en cualquier trabajo, con esas cosas ya sabes manejarte. Y Tyberg es un gentleman y no te meterá la mano bajo la falda cuando te esté dictando.

– ¿Y qué hago cuando haya terminado sus memorias?

– Enseguida te digo algo sobre eso.

Me levanté, fui al buffet del desayuno y para terminar cogí unas rodajas de pan tostado con miel. Vaya con ésta, pensé. ¿Se querrá construir su propia casa? De vuelta en la mesa dije:

– Ya te procurará un empleo. Es de lo último que deberías preocuparte.

– Voy a pensármelo más dando un paseo por la orilla del lago. ¿Nos vemos para comer?

Yo sabía qué pasaría a continuación. Ella aceptaría el puesto, llamaría a Tyberg a las cuatro y estaría con él tratando los detalles hasta la noche. Decidí buscarme un alojamiento para mis vacaciones; dejé una nota a Judith con mis mejores deseos de que las negociaciones con Tyberg fueran exitosas y salí con el coche a recorrer el lago hasta Bissago, donde pasé con el barco hasta la Isola Bella, y allí comí. Después me dirigí hacia las montañas y describí un arco amplio, que me dejó de nuevo junto al lago a la altura de Ascona. Vi numerosos alojamientos para mis vacaciones. Pero no quería reducir mis expectativas de vida hasta el punto de poder comprarme una con el seguro. A lo mejor hasta me invitaba Tyberg para las siguientes vacaciones.

Cuando se hizo de noche estaba de vuelta en Locarno y anduve callejeando por la ciudad, decorada para la Navidad. Busqué latas de sardinas para mi árbol de Navidad. En una tienda de ultramarinos bajo las arcadas encontré sardinas portuguesas con indicación del año de envasado. Cogí una lata de 1983, de tonos brillantes verdes y rojos, y una de 1984, de un blanco sencillo con letras doradas.

En la recepción del hotel me esperaba una nota de Tyberg. Me proponía recogerme para la cena. En lugar de llamarle por teléfono y hacer que me recogieran, fui a la sauna del hotel, pasé allí tres horas agradables y me metí en la cama. Antes de dormirme le escribí una carta breve a Tyberg en que le expresaba mi agradecimiento.

A las once y media Judith llamó a la puerta. Le abrí. Me hizo un cumplido sobre mi pijama, y acordamos que saldríamos a las ocho.

– ¿Estás satisfecha con tu decisión? -le pregunté.

– Sí. El trabajo con las memorias durará dos años, y Tyberg ya ha pensando en algo para después.

– Formidable. Que duermas bien.

Olvidé abrir la ventana, y desperté de un sueño. Yo dormía con Judith, que sin embargo era la hija que nunca tuve y que llevaba una ridícula faldita roja de teatro de variedades. Al abrir una lata de sardinas para ella y para mí, salió Tyberg de ella, y fue creciendo hasta que al final ocupó toda la habitación. A mí me faltaba espacio, desperté.

Ya no pude volver a dormirme y me alegró que llegara la hora del desayuno, y sobre todo la de irnos por fin. Pasado el túnel de San Gotardo empezó de nuevo el invierno, y para llegar a Mannheim necesitamos siete horas. En realidad mi intención era visitar el martes a Sergej, que estaba en la clínica tras una nueva operación, pero ahora no me veía con fuerzas para hacerlo. Invité a Judith a champán para celebrar su nuevo trabajo, pero le dolía la cabeza.

Así que bebí solo el champán con mis sardinas.

13. ¿NO VE COMO SUFRE SERGEJ?

Sergej Mencke se encontraba en la Clínica del Este en una habitación doble que daba al jardín. La otra cama estaba vacía en aquel momento. Su pierna colgaba elevada por una especie de polea y era mantenida con la inclinación adecuada por medio de un sistema metálico de bastidores y tornillos. Con la excepción de unas pocas semanas, había estado los últimos tres meses en la clínica, y, en consonancia con ello, su aspecto era miserable. A pesar de ello se veía que era un hombre bello. Cabello claro, rubio, un rostro inglés alargado con una barbilla potente, ojos oscuros y un gesto vulnerable y arrogante en torno a la boca. Lástima que su voz tuviera algo de lloroso, aunque acaso fuera sólo por causa de los meses anteriores.

– ¿No hubiera sido mejor hablar conmigo antes que nada, en lugar de molestar a todo mi entorno social?

Así que era uno de ésos. Un quejica.

– ¿Qué me habría contado en tal caso?

– Que sus sospechas son puramente fruto de su fantasía, producto de una mente enferma. ¿Se imagina a sí mismo autolesionándose una pierna de esa forma?

– Ah, señor Mencke. -Acerqué la silla a su cama-. Hay tantas cosas que yo no haría. Tampoco me podría cortar en el pulgar para no tener que fregar más platos. Y tampoco sé qué haría para cobrar un millón de marcos si fuera un bailarín sin futuro.

– Esa estúpida historia del campamento de boy scouts. ¿De dónde la ha sacado?

– Molestando a su entorno social. ¿Y cómo fue lo del pulgar?

– Fue un accidente de lo más normal. Estuve cortando tacos para las tiendas con la navaja. Sí, ya sé lo que va a decir. He contado una versión distinta, pero sólo por que me parece una bonita historia, y mi infancia no abunda en ellas. Y en lo que se refiere a mi futuro como bailarín… Bueno, escuche. Usted tampoco da la impresión de tener un gran futuro, pero no iba a romperse ningún miembro por eso.

– Dígame, señor Mencke, ¿cómo pretendía usted financiar la escuela de baile de que ha hablado tan a menudo?

– Frederick quería apoyarme, Fritz Kirchenberg, me refiero. Tiene mucho dinero. De haber querido engañar a la compañía de seguros me habría podido inventar algo más inteligente.

– La puerta del coche no me parece tan tonta. Pero ¿qué habría sido más inteligente?

– No me apetece seguir hablando con usted. Yo sólo he dicho en el caso de haber querido engañar a la compañía de seguros.

– ¿Estaría usted dispuesto a someterse a un examen psiquiátrico? Eso facilitaría considerablemente la decisión de la compañía de seguros.

– Ni pensarlo. Tampoco voy a dejar que me hagan pasar por loco. Si no pagan inmediatamente iré a un abogado.

– En el proceso no va a librarse del examen psiquiátrico.

– Eso está por ver.

La enfermera entró llevando una pequeña bandeja con pastillas de colores.

– Las dos rojas ahora, la amarilla antes de la comida, la azul después. ¿Cómo estamos hoy?

Sergej tenía lágrimas en los ojos cuando miró a la enfermera.

– No puedo más, Katrin. Siempre estos dolores y nunca podré volver a bailar. Y ahora este señor de la compañía de seguros me trata de impostor.

La enfermera Katrin le puso la mano en la frente y me miró enojada.

– ¿No ve cómo sufre Sergej? ¿No le da vergüenza? Déjele tranquilo. Siempre ocurre lo mismo con las compañías de seguros; primero le sacan a uno el dinero, y luego le atormentan a uno porque no quieren pagar.

Yo no podía aportar nada a aquella conversación y huí. Mientras comía tomé algunas notas para mi informe a las Aseguradoras Reunidas de Heidelberg.

Mi conclusión era que no se trataba ni de autolesión deliberada ni de un mero percance. Sólo podía agrupar los argumentos que hablaban en favor de lo uno o lo otro. En el caso de que la compañía no quisiera pagar, no quedaría mal en el proceso.

Al ir a cruzar la calle un coche me salpicó de arriba abajo con nieve sucia. Ya estaba de mal humor cuando llegué a la oficina, y el trabajo con el informe no hizo más que empeorarlo. Al caer la tarde había grabado trabajosamente dos cintas, que llevé a la Tattertallstrasse para que las mecanografiaran. Camino de casa recordé que había querido preguntar a la señora Mencke por los métodos de extracción de dientes de su hijo. Pero eso ya me importaba un pito.

14. MATEO 6, 26

Fue un grupo reducido de amigos del difunto el que se juntó el viernes en el cementerio central de Ludwigshafen a las dos. Eberhard, Philipp, el representante del decano de la Facultad de Ciencias de Heidelberg, la señora de la limpieza de Willy y yo. El representante del decano había preparado un discurso, que leyó de mala gana a causa del escaso público. Nos enteramos de que Willy era una autoridad internacionalmente reconocida en el ámbito de la investigación de los mochuelos. Y además con corazón; en la guerra, cuando era profesor no titular en Hamburgo, había rescatado de la pajarera en llamas del jardín zoológico de Hagenbeck la familia de los mochuelos, que estaban por completo trastornados. El párroco habló sobre Mateo 6, 26, sobre las aves del cielo. Bajo un cielo azul y con una nieve que crujía discurrió la comitiva desde la capilla hasta la tumba. Philipp y yo seguíamos los primeros al ataúd. Me susurró: