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Diríase que se produce en el cielo una especie de descomposición, de corrupción del aire, que continúa tan inmóvil como de costumbre. Después de todo, son simples nubes, que pueden traer o no lluvia o viento. Es extraño que esto me desasosiegue tanto. Me siento como si hubiesen descubierto todos mis pecados; pero supongo que esta desazón se debe a que el barco continúa inmóvil, sin mando, y a que no tengo nada que impida a mi imaginación el extraviarse entre las imágenes desastrosas de las peores eventualidades que pueden caer sobre nosotros. ¿Qué sucederá? Probablemente, nada. Aunque también puede suceder algo. Quizás una furiosa borrasca, para hacer frente a la cual sólo tengo cinco hombres, que en punto a vitalidad y fuerza apenas si valen ya por dos. Es muy posible que perdamos todas nuestras velas, que hemos mantenido desplegadas desde que salimos de la desembocadura del Meinam, hace quince días… o quince siglos. Me parece como si toda mi vida anterior a este día memorable estuviese ya infinitamente lejana de una juventud despreocupada, como si ésta quedase al otro lado de una sombra. Sí, es muy posible que perdamos las velas; lo que vendría a equivaler a una sentencia de muerte para la tripulación, pues no hay suficiente fuerza a bordo para reemplazarlas. Sí, por increíble que esto pueda parecer, hasta es muy posible que seamos desarbolados. Esto ocurre muchas veces por no poder maniobrar con la rapidez necesaria, y la verdad es que ya no nos quedan fuerzas para bracear las vergas como es debido. Es como verse atado de pies y manos antes de que le corten a uno el cuello.

Y lo que más me espanta es la sola idea de subir al puente para ordenar la maniobra. Es mi deber con respecto al barco, con respecto a los hombres que quedan sobre cubierta, algunos de ellos dispuestos a dar lo que les resta de fuerzas a una palabra mía. Y he aquí que la sola idea de ello me hace temblar. Y todo por una simple visión. ¡Mi primer mando! Ahora comprendo ese extraño sentimiento de inseguridad que sentía antaño. Siempre sospeché que, llegado el caso, podría no estar a la altura de las circunstancias. Y he aquí la prueba positiva. Estoy a la altura de las circunstancias.

En ese instante o, tal vez, un instante después, me di cuenta de que Ransome había entrado en la cámara. Algo que vi en su expresión, y cuyo sentido no lograba adivinar, me sorprendió.

– ¿Ha muerto alguien? -exclamé. Ransome pareció sorprenderse.

– ¿Muerto? No, que yo sepa, capitán. Hace diez minutos estuve en el castillo de popa y no había allí ningún muerto.

Su voz era extraordinariamente dulce. Me explicó que había bajado para cerrar el ventanillo del camarote de Mr. Burns, en previsión de que lloviese, y agregó que ignoraba que estuviese yo en la cámara.

– ¿Qué tiempo hace fuera? -pregunté.

– Está muy cerrado, capitán; seguramente se prepara algo.

– ¿Hacia qué lado?

– Por todos lados, capitán.

Con los codos puestos sobre la mesa, repetí:

– Por todos lados. Sí, seguramente. Ransome se demoraba en la cámara, como si tuviese algo que hacer en ella y vacilase.

– ¿Cree usted que yo debería estar en el puente? -inquirí de pronto.

De inmediato me contestó, aunque sin modificar en absoluto su tono habituaclass="underline"

– Sí, capitán.

Me levanté de un salto, y Ransome se hizo a un lado para dejarme pasar. Al cruzar el pasillo, oí la voz de Mr. Burns, que decía: «Mayordomo, ¿quiere cerrar la puerta de mi cuarto?», y a Ransome que le respondía con cierta sorpresa: «Desde luego, Mr. Burns. Pensé que una completa indiferencia había embotado todos mis sentimientos; pero, al encontrarme de nuevo sobre el puente, me sentí más hastiado que nunca. Las impenetrables tinieblas bloqueaban el navío de tan cerca, que parecía que con sólo tender la mano por encima de la borda se tocaría una sustancia sobrenatural. Había en ellas un no sé qué de terror inconcebible y de indecible misterio. Las pocas estrellas que brillaban sobre nuestras cabezas sólo arrojaban sobre el navío una luz oscura, sin dejar sobre el agua ningún reflejo, como rayos aislados que atravesaran una atmósfera convertida en hollín. Era algo que yo no había visto nunca hasta entonces, y que no permitía la menor conjetura respecto a la dirección en que podría producirse un cambio. Algo semejante a una amenaza que se cerrase en torno a nosotros.

El timón continuaba solo; una inmovilidad absoluta reinaba en todas partes. Si el aire se había ennegrecido, el mar parecía haberse vuelto sólido. Era inútil mirar a uno u otro lado, esperar una señal, tratar de prever la proximidad del momento. Cuando éste llegara, las tinieblas absorberían silenciosamente la débil claridad que caía de las estrellas sobre el navío, y sobrevendría el fin de todo, sin un suspiro, sin un movimiento, sin un murmullo, y nuestro corazón se detendría como un reloj al que se le termina la cuerda.

Era inútil el tratar de combatir esa sensación de algo definitivo. La calma que había caído sobre mí tenía como un anticipado sabor de destrucción, y hasta en cierto modo me reconfortaba, como si, súbitamente, mi alma se hubiese reconciliado con la idea de una eterna y ciega inmovilidad.

Sólo el instinto del marino sobrevivía íntegro en medio de mi disolución moral. Bajé por la escala y me dirigí hacia el castillo de popa. Antes de llegar allí, me pareció que las estrellas se apagaban, pero cuando pregunté con tono tranquilo: «¿Estáis ahí?», vi surgir en torno a mí unas sombras oscuras, muy confusas, y una voz me contestó:

– Aquí estamos todos, capitán. Y otro agregó ansiosamente:

– Todos los que servimos para algo, capitán. Aquellas dos voces eran tranquilas y apagadas; a decir verdad, no había en ellas ni exaltación ni desaliento. Eran voces perfectamente naturales.

– Es necesario que probemos a ceñir la vela mayor -señalé.

Las sombras se alejaron de mí en silencio. Aquellos hombres no eran ya sino los fantasmas de sí mismos y su peso sobre una driza tal vez no fuese mayor que el de un grupo de fantasmas. En verdad, si jamás fue ceñida vela alguna por efecto de una simple fuerza espiritual, ésta lo fue, pues, hablando con propiedad, no había bastantes músculos para ello en toda la tripulación, y menos aún en el mísero grupo que formábamos sobre cubierta. Naturalmente, yo mismo me encargué de dirigir el trabajo. Los hombres se arrastraban tras de mí de jarcia en jarcia, tambaleándose y jadeando. Hacían esfuerzos titánicos. Pasamos allí por lo menos una hora, y

durante todo ese tiempo no nos llegó un solo ruido de aquel universo tenebroso que nos rodeaba. Cuando hubimos amarrado el último apagapenol, mis ojos, acostumbrados a la oscuridad, distinguieron formas de hombres extenuados apoyándose en la batayola o derrumbándose sobre los cuarteles de las escotillas. Uno de ellos, caído sobre el cabrestante de popa, jadeaba para recobrar el aliento. Y yo, de pie entre ellos, era como una torre poderosa, inaccesible al mal y sintiendo tan sólo el mal de mi propia alma. Esperé un momento, luchando contra el peso de mis culpas, contra el sentimiento de mi propia dignidad, y les dije:

– Ahora, amigos míos, vamos a popa para escuadrear con la mayor rapidez posible la verga mayor. Esto es casi lo único que podemos hacer por el barco; y allá él por lo demás.

6

Mientras subíamos, pensé que era preciso que un hombre permaneciese en el timón. Apenas si había murmurado esta orden cuando, sin hacer el menor ruido, apareció bajo la luz de popa un espíritu resignado en un cuerpo devastado por la fiebre: un rostro de ojos hundidos resaltando sobre las tinieblas en que nuestro mundo y el universo todo estaban sumergidos. El antebrazo que se extendía sobre los radios superiores de la rueda parecía brillar con una luz emanada de su interior. En un murmullo, dije a aquella luminosa aparición:

– Mantenga el timón derecho.

Con un acento de resignación dolorosa, respondió:

– Derecho está, capitán.

Enseguida, descendí al castillo de popa. Era imposible decir de dónde vendría el golpe. Mirar en torno del navío era mirar en un abismo negro y sin fondo. Los ojos se perdían en abismos inconcebibles.