Выбрать главу

No respondí. No sé qué vio en mi rostro, pero, bruscamente, me preguntó:

– Y qué, ¿no se siente usted desanimado?

– Sólo Dios lo sabe, capitán Giles -contesté con la mayor sinceridad.

– En ese caso todo está bien-afirmó con tono sosegado-. Pronto aprenderá usted a no desanimarse. Un hombre tiene que aprenderlo todo, y esto es lo que tantos jóvenes no comprenden. -¡Oh!, yo ya no soy un joven.

– En efecto -concedió-. ¿Partirá usted pronto?

– Ahora mismo regresaré a bordo. Voy a levar una de las anclas y a virar la otra tan pronto como tenga mi nueva tripulación a bordo; y mañana por la mañana, a la salida del sol, habré aparejado.

– ¿De veras? -gruñó el capitán Giles con tono de aprobación-. Eso es precisamente lo que debe hacer. Va usted por buen camino.

– ¿Qué pensaba que iba a hacer? -le dije, irritado por su entonación-. ¿Tomarme una semana de descanso en tierra? No descansaré hasta que haya llevado mi barco al océano Índico, y aun entonces…

Con aire aburrido, aspiró algunas bocanadas de humo de su cigarro, y luego, como transformado súbitamente, dijo, con entonación soñadora:

– Sí, a eso se reduce todo. -Hubiérase dicho que un espeso velo se acababa de levantar, revelando a un inesperado capitán Giles. Pero eso sólo duró un instante, apenas el tiempo justo para que pudiese agregar-: No hay mucho descanso aquí abajo para nadie. Más vale no pensar en ello.

Nos levantamos, salimos del hotel y después de un caluroso apretón de manos nos separamos en la calle en el momento justo en que, por primera vez en nuestras relaciones, comenzaba a interesarme.

Lo primero que vi al regresar a bordo fue a Ransome, en la toldilla, tranquilamente sentado sobre su cofre, ya cuidadosamente atado.

Le hice señal de que me siguiese hasta la cámara, donde me senté para escribir una carta en la cual recomendaba a Ransome a uno de mis amigos de tierra.

Cuando la terminé, le tendí la carta y dije: -Podrá servirle, cuando salga del hospital.

Ransome cogió la carta y s e la guardó en el bolsillo. Sus ojos, sin mirar a ninguna parte, evitaban encontrarse con los míos.

– ¿Cómo se siente ahora? -le pregunté. -No me siento demasiado mal en este momento, capitán -contestó algo envarado-. Pero temo lo que pueda venir…

Por un instante, vi reaparecer en su rostro aquella sonrisa pensativa.

– Le he tenido… le he tenido siempre un miedo horrible a mi corazón, capitán -añadió. Me aproximé a él con la mano extendida. Sus ojos, que no me miraban, tenían una expresión forzada: el aspecto de un hombre que acecha una señal de alarma.

– ¿No quiere usted darme la mano, Ransome? -le pregunté amablemente.

Lanzando una exclamación y enrojeciendo hasta las orejas, me estrechó la mano con todas sus fuerzas. Un momento después, solo ya en la cámara, le oí subir uno a uno los peldaños de la toldilla, cautamente, con un temor mortal a provocar la ira súbita de nuestra común enemiga, que su destino adverso le había obligado a llevar conscientemente en su leal corazón.