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El capitán Giles ocupaba el extremo de la mesa. Cambiamos algunas palabras de cortesía y me senté a su izquierda. Gordo y pálido, con una

frente calva semejante a un gran domo reluciente, se le habría tomado por cualquier cosa menos por un marino. Nadie, por ejemplo, se hubiera

sorprendido de que fuese arquitecto. En cuanto a mí, y por absurdo que esto pueda parecer, me hizo el efecto de un sacristán. Tenía el aspecto de un hombre del que pueden esperarse prudentes consejos y sentimientos morales, entremezclados oportunamente a una o dos vaciedades, inspiradas no por el deseo de deslumbrar, sino por una honrada convicción.

A pesar de ser muy conocido y apreciado en el mundo marítimo, no tenía empleo fijo. Ni lo deseaba. Tenía una posición propia y peculiar: era un perito. Un perito -¿cómo lo diría yo?-en navegación complicada. Se le suponía conocedor como nadie de los lugares del Archipiélago más lejanos y peor señalados en los mapas. Su cerebro debía de ser un almacén completo de arrecifes, posiciones, bajos fondos, siluetas de promontorios, formas de oscuras costas, perfiles innumerables de islas desiertas o habitadas. Un navío con destino a Palawan o cualquier otro paraje por el estilo, contaría siempre con los servicios del capitán Giles, ya para un mando temporal, ya «para ayudar al capitán». Se decía que, en la perspectiva de semejantes servicios, recibía un sueldo fijo de un poderoso armador chino. Por otra parte, siempre estaba dispuesto a relevar a un capitán que desease pasar un tiempo en tierra, sin que jamás naviero alguno se hubiese opuesto a estas combinaciones, pues era opinión corriente en el puerto que no podía encontrarse capitán mejor que Giles. Sin embargo, a los ojos de Hamilton no era más que un «aficionado». Yo creo que para Hamilton «aficionado» era un término genérico que nos englobaba a todos; aunque interiormente hiciese, creo yo, algunas distinciones.

No traté de entablar conversación con el capitán Giles, a quien no había visto más de dos veces en mi vida. Pero, naturalmente, él sabía quién era yo. Al cabo de un momento, inclinando hacia mí su voluminosa y reluciente cabeza, me dirigió la palabra con el tono amable que le era habitual. Me dijo que, viéndome allí, era de presumir que pasaba algunos días de licencia en tierra.

Su voz era naturalmente baja. Elevando un poco el tono de la mía, respondí:

– No; he dejado el barco definitivamente.

– Eso quiere decir que ya es usted un hombre libre por algún tiempo -comentó.

– Sí, desde las once lo soy -dije.

Al ruido de nuestras voces, interrumpió Hamilton su comida. Con la mayor suavidad, dejó su cuchillo y su tenedor y, quejándose a media voz de «este infernal calor, que quita el apetito», abandonó la estancia. Casi de inmediato, le oímos salir del edificio y bajar por la escalinata de la galería.

Entonces, el capitán Giles declaró tranquilamente que sin duda Hamilton había ido a procurar conseguir mi antiguo empleo. El primer administrador, que había permanecido junto al muro, acercó a la mesa su rostro de cabra desventurada y se dirigió a nosotros con tono plañidero. Quería exponernos sus eternas quejas contra Hamilton. Aquel hombre le creaba constantemente dificultades con la Oficina del Puerto, por el estado de su cuenta. Pluguiera al cielo que consiguiese mi puesto, aunque, después de todo, eso no le produciría sino un alivio momentáneo.

– No se preocupe usted -dije yo-. Hamilton no conseguirá mi puesto. Mi sucesor ya está a bordo.

Pareció sorprendido, y al oír la noticia su rostro se descompuso un poco. El capitán Giles no pudo por menos de reír quedamente. Nos levantamos de la mesa y salimos a la galería, dejando al indolente desconocido al cuidado de los chinos. Al salir, alcancé a ver que habían puesto ante él un plato con una tajada de piña y que esperaban, a sus espaldas, para ver lo que sucedería. Pero el experimento fue inútil. El hombre continuó impasible.

El capitán Giles me confió en voz baja que era un oficial del balandro de un rajá, venido a nuestro puerto para entrar en el dique seco. Sin duda se había estado «divirtiendo» la noche anterior, agregó, frunciendo la nariz, con un aire confidencial que me agradó en extremo, pues el capitán Giles no carecía de prestigio. Se le atribuían maravillosas aventuras y hasta una misteriosa tragedia, y nadie tenía nada que decir contra él.

– Recuerdo -prosiguió- la primera vez que desembarcó aquí, hace ya algunos años. Me parece como si fuera ayer. Era un chico encantador. ¡Ah, estos chicos encantadores!

No pude contener la risa. El capitán pareció estupefacto, pero luego comenzó a reír conmigo.

– ¡No, no! No es eso lo que quería decir -exclamó-. Lo que quiero decir es que hay muchos de ellos que se reblandecen aquí enseguida.

En broma, sugerí que aquel calor embrutecedor era la principal causa de ello. Pero el capitán Giles dio muestras de una filosofía más profunda. Ciertamente, la vida era fácil en Oriente para los blancos, pero lo difícil era continuar siendo blanco, y algunos de aquellos chicos encantadores no lo sabían. Me lanzó una mirada penetrante y, con un tono de viejo tío bonachón, me preguntó a quemarropa:

– ¿Por qué dejó su empleo?

Me sentí irritado, pues ya comprenderéis lo que semejante pregunta tenía de exasperante para quien tampoco sabía una palabra de algo que atañía de manera tan esencial a sí mismo. Diciéndome en mi fuero interno que era preciso cerrar el pico a aquel moralista, le pregunté, con un tono a la vez provocador y amable:

– ¿Cómo…? ¿Me desaprueba usted? Quedó tan desconcertado, que no pudo sino mascullar confusamente:

– ¿Yo?… En términos generales…

– Y no pudo salir adelante. Pero se replegó en buen orden, al amparo de una chuscada sobre su propia persona, haciéndome observar que también él se reblandecía y que aquél era el momento en que solía echar su siestecilla cuando se hallaba en tierra-. Muy mala costumbre. Muy mala costumbre -concluyó.

La sencillez de aquel hombre habría desarmado una susceptibilidad aún más juvenil que la mía. Así, cuando, en el almuerzo del día siguiente me hizo un saludo con la cabeza y me dijo que la tarde anterior se había encontrado con mi capitán, agregando en voz más baja: «Lamenta mucho su partida. Jamás había tenido un segundo con quien se entendiese mejor», le respondí seriamente y sin la menor afectación que, realmente, nunca me había encontrado tan bien en un barco ni relacionado mejor con ningún otro capitán en todo el tiempo que llevaba en el mar.

– En ese caso… -murmuró.

– ¿No le han dicho, capitán Giles, que tengo intención de regresar a casa?

– Sí -respondió benévolamente-, ¡pero he oído decir esto con tanta frecuencia!

– ¿Y qué? -exclamé.

No pude por menos de pensar que era el hombre más limitado y menos imaginativo que había conocido. No sé ya lo que iba a agregar, cuando Hamilton, muy retrasado, entró en el comedor y fue a ocupar su lugar de costumbre. Así pues, me contenté con murmurar:

– En todo caso, esta vez lo verá usted confirmado.

Hamilton, recién afeitado, saludó secamente al capitán Giles, pero no condescendió a poner siquiera los ojos en mí, y sólo abrió la boca para decir al primer administrador que la comida que le servían no era digna de un caballero. El interpelado pareció tan abrumado por su aflicción que ni le quedaron fuerzas para gemir. Se contentó con levantar los ojos hacia el punkah, y eso fue todo.

El capitán Giles y yo nos levantamos de la mesa, y el extranjero sentado al lado de Hamilton imitó nuestro ejemplo, poniéndose de pie penosamente. El pobre diablo había procurado hacer penetrar en su boca un poco de aquella indigna comida, no porque tuviese hambre, sino porque esperaba, creo yo, recobrar así en cierto modo el respeto de sí mismo; pero, después de haber dejado caer por dos veces su tenedor, pareció considerarse definitivamente vencido, y permaneció sentado, inmóvil, con aire de extremada mortificación y una horrible mirada vidriosa. Mientras estuvimos en la mesa, el capitán Giles y yo habíamos evitado mirar hacia su lado.