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A continuación se levantó de su sillón, y yo hice otro tanto. Ya no era posible dudar: la cabeza me daba vueltas y sentía todos mis miembros singularmente pesados, como si hubiesen crecido durante el tiempo que había permanecido sentado allí. Lo saludé con una inclinación de la cabeza.

Un cambio sutil se operó en las maneras del capitán Ellis, como si hubiese dejado a un lado su tridente de vice-Neptuno. En realidad, sólo había dejado, al levantarse, su pluma oficial.

2

Me estrechó la mano.

– Y bien -me dijo-, ya es usted dueño de sí mismo; ya está usted nombrado oficialmente, bajo mi responsabilidad.

Llevó su amabilidad hasta conducirme a la puerta. ¡Qué lejana me parecía ésta! Andaba como un hombre encadenado. No obstante, por fin llegamos a ella. La abrí como si obrase en sueños. En el último momento, la camaradería de la profesión lo dominó todo, más fuerte que cualquier diferencia de edad y rango. Lo dominó todo en la voz del capitán Ellis.

– Adiós… y buena suerte -me dijo, tan cordialmente que sólo pude contestarle con una mirada de gratitud.

Di entonces media vuelta y salí, para no volver a verlo nunca más en mi vida. No había dado tres pasos por la oficina de los empleados cuando oí a mis espaldas una voz ruda, fuerte e imperiosa, la voz de nuestro vice-Neptuno dirigiéndose al jefe de servicio, quien, después de introducirme, había permanecido evidentemente en las cercanías.

– Señor R. -dijo-, ordene que tengan preparada la chalupa para conducir al capitán a bordo del Melita, esta noche, a las nueve y media.

– Bien, capitán -respondió R., y el acento estupefacto de su voz me asombró. Luego me condujo apresuradamente hasta el rellano de la escalera. Todavía llevaba yo mi nueva dignidad tan ligeramente que no sospeché que era yo, el capitán, el objeto de esta última amabilidad. Hubiérase dicho que, de repente, me había brotado un par de alas en la espalda. Apenas si rozaba el encerado suelo.

Pero R. estaba impresionado.

– ¡Diantre! -exclamó una vez que llegamos al descanso. La tripulación malaya de la chalupa miraba, petrificada, al hombre por quien tenían que estar tanto tiempo de servicio, lejos de sus juegos, de sus amiguitas o de sus simples alegrías domésticas-. ¡Diantre! ¡Su propia chalupa! ¿Qué le ha hecho usted, si puede saberse?

Su mirada estaba llena de respetuosa curiosidad. Yo, por mi parte, me sentí muy confuso.

– ¿Era para mí? Ni siquiera lo sospechaba -balbucí.

R. meneó la cabeza largo rato.

– Sí, y la última persona por quien se ha hecho tanto como por usted era un duque. Sí, señor. Probablemente esperaba verme caer desmayado, pero yo tenía demasiada prisa para entregarme a excesos emocionales. Mis sentimientos se hallaban arrastrados por un torbellino tal, que esa estupefaciente revelación no pareció introducir en ellos cambio alguno, limitándose a caer en mi cerebro en ebullición y yendo conmigo a la deriva, después de que me hube despedido de R., breve pero efusivamente.

El favor de los poderosos pone una aureola en torno del afortunado objeto de su elección. Aquel excelente hombre me preguntó si podía serme útil. Sólo me conocía de vista y sabía muy bien que nunca volvería a verme. Como todos los marinos del puerto, yo sólo era un pretexto para escrituras oficiales, para fórmulas llenadas con toda la artificial superioridad que un hombre de pluma y tinta conserva sobre aquellos que tienen que luchar con realidades, fuera de los muros sacrosantos de un edificio oficial.

¡Qué fantasmas debíamos de ser nosotros para él! Simples símbolos, con los cuales se jugaba en los libros y en los pesados registros: entidades sin cerebro, sin músculos, sin inquietudes, casi sin utilidad, y, desde luego, de una clase muy inferior.

Y he aquí que ese hombre, después de sus horas de oficina, me preguntaba si podía serme útil en algo.

A decir verdad, habría debido sentirme conmovido hasta las lágrimas, pero ni siquiera se me ocurrió pensarlo. Aquello no era sino un milagro más en tan milagrosa jornada. Me separé de él como si también él hubiese sido un simple símbolo. Floté hasta el pie de la escalera. Salí flotando por la imponente puerta oficial. Y flotando seguí mi camino.

Empleo esta palabra, prefiriéndola al término «volar», porque tengo la clarísima impresión de que, por muy exaltado que me hallase por los transportes de mi juventud, no por ello mis movimientos eran menos deliberados. A toda aquella abigarrada humanidad, blanca, negra y amarilla, que se ocupaba de sus asuntos, debí hacerle el efecto de un hombre que anda con relativo sosiego. Ninguna abstracción habría podido igualar mi total desapego de las formas y colores de este mundo. En cierto modo, era absoluto.

Y, sin embargo, de repente, reconocí a Hamilton. Lo reconocí sin esfuerzo, sin sobresalto, sin sorpresa. Sí, era él, dirigiéndose tranquilamente hacia la Oficina del Puerto, con toda su rígida y arrogante dignidad. Su rostro rubicundo lo delataba de lejos. Parecía llamear desde la otra acera, desde la parte en sombra de la calle.

También él me había visto. No sé qué impulso inconsciente exuberancia, sin duda-, me hizo agitar la mano en un saludo claramente dirigido a él. Esa falta de tacto se me escapó aun antes de haberme creído capaz de cometerla. La enormidad de mi descaro lo hizo detenerse en seco, como herido por una bala. A decir verdad, hasta creo que tropezó, aunque sin caer por ello; al menos, no me di cuenta de lo contrario. En un momento, lo dejé atrás, y ya no volví la cabeza. Había olvidado su existencia.

Los diez minutos que siguieron, lo mismo habrían podido ser diez segundos que diez siglos, a juzgar por la falta de conciencia que tuve de ellos. Los transeúntes podrían haber caído muertos en torno a mí, desplomarse las casas, tronar los cañones, sin que me percatase de nada. Iba pensando: «¡Caramba! ¡Ya lo tengo!» Es decir, el mando. Y logrado de una manera que nunca, en mis modestos ensueños, había previsto.

Comprendí que mi imaginación sólo había seguido hasta entonces rumbos convencionales y que mis esperanzas siempre habían estado demasiado apegadas a la tierra. Yo había considerado el mando de capitán como el resultado de una lenta promoción al servicio de una compañía respetable, la recompensa de largos y leales servicios. Aunque, en realidad, no hay por qué hablar de servicios leales, pues éstos se hacen por amor propio, por amor a un barco, por amor a la vida que se ha elegido, y no pensando en una recompensa.

En la noción de recompensa hay siempre algo desagradable.

Pero, en fin, el caso es que ya tenía aquel mando, allí mismo, en mi bolsillo, de manera innegable, aunque completamente inesperada; eso rebasaba mi imaginación y mis previsiones más razonables; y ello, por si fuera poco, a pesar de no sé qué oscura intriga urdida para privarme de él. Verdad es que la intriga había sido bastante mezquina, pero, no obstante, contribuía a esa impresión de maravilla, como si diese a entender que yo había sido destinado especialmente para aquel barco desconocido por un poder superior a todos los prosaicos agentes del mundo comercial.

Un extraño sentimiento de alegría comenzó a apoderarse de mí. Si hubiese trabajado diez años para obtener aquel mando, sin duda no habría experimentado, al lograrlo, nada semejante. Sentía hasta un leve temor.

– Calma, calma -me dije en voz alta a mí mismo.

El infortunado administrador parecía esperarme ante la puerta del Hogar de los Oficiales. Había allí una ancha escalinata de pocos peldaños, en lo alto de la cual el administrador se paseaba de un lado a otro, como si estuviese sujeto por una cadena. Parecía un perro abandonado. Hubiérase dicho que tenía la garganta demasiado seca para ladrar.