Para no dejar que el silencio se prolongase demasiado, pregunté a Mr. Burns si había escrito a la esposa del capitán. Negó con la cabeza. No había escrito a nadie.
De pronto, su rostro se ensombreció. Ni por un instante se le había ocurrido escribir. Había empleado todo su tiempo en vigilar incesantemente el cargamento del barco, hecho por un granuja de estibador chino. Al oír esto, tuve la primera revelación del alma de verdadero segundo que habitaba, no sin cierto malestar, en el cuerpo de Mr. Burns.
Meditó un momento y prosiguió con cierta sombría violencia:
– Sí, el capitán murió casi exactamente al mediodía. Por la tarde, examiné sus papeles. Al crepúsculo, leí el oficio de difuntos, y luego puse la proa al norte y traje el barco aquí… Yo… lo he… traído aquí -concluyó, golpeando la mesa con el puño.
– Difícilmente hubiera venido solo -observé-. Pero ¿por qué no se dirigió usted más bien a Singapur?
Sus ojos parpadearon.
– Éste era el puerto más cercano -murmuró, con mal humor.
Yo había hecho la pregunta inocentemente, pero aquella respuesta-la diferencia de distancia era insignificante- y su actitud me pusieron sobre la pista de la simple verdad. Burns había conducido el barco a un puerto en el que suponía no encontrarían un capitán titulado, razón por la cual tendrían que confirmarle en su mando provisional. En Singapur, por el contrario, no se habría tenido más dificultad que el elegir entre los capitanes vacantes. Pero, en su ingenuo razonamiento, no había contado con el cable telegráfico que corría bajo aquel mismo golfo hacia el que dirigiera el barco que él imaginaba había salvado de la ruina. Tal era la causa del amargo tono de nuestra conversación. De ello tuve cada vez una sensación más clara, y cada vez lo encontraba menos de mi gusto.
– Escuche, Mr. Burns -comencé, con tono firme-, es preciso que usted sepa que yo no he corrido tras este mando. Lo han colocado en mi camino, y lo he aceptado. Estoy aquí para llevar el barco, ante todo, a su puerto de origen, y puede usted estar seguro de que me ocuparé de cada uno de ustedes, los que se hallan a bordo, haga lo que hay que hacer para ello. Esto es todo lo que, por el momento, tengo que decirle.
Burns se había levantado entretanto, pero en lugar de retirarse permanecía allí, con los labios trémulos de indignación, mirándome fijamente, como si, en verdad, después de aquello no me quedase otro recurso que desaparecer de su vista ultrajada. Como todas las emociones sencillas, la suya era conmovedora. Sentí pena por él, casi simpatía, hasta que, viendo que yo no desaparecía, comenzó a hablar, con un tono de forzada reserva.
– Si no tuviese en casa una mujer y un niño, podría usted estar seguro, capitán, de que, en el mismo momento en que subió usted a bordo, le habría pedido que me dejase partir.
Tranquilamente y con un tono tan natural como si se tratase de una tercera persona que no estuviese presente, respondí:
– Y yo, Mr. Burns, no lo habría dejado partir. Usted ha firmado como segundo, y hasta que las cláusulas caduquen en el puerto de descarga, cuento con que hará usted su servicio y me prestará, lo mejor que pueda, el beneficio de su experiencia.
Una pétrea incredulidad se reflejó en sus ojos, pero ante mi actitud amistosa pareció borrarse, y después de levantar ligeramente los brazos con un ademán que más tarde llegó a serme familiar, salió de la cámara.
Realmente, habríamos podido ahorrarnos ese momento de inofensiva discusión. Apenas habían transcurrido algunos días, cuando ya Mr.
Burns me suplicaba que no le dejase en ruta, en tanto que por mi parte sólo podía darle vagas respuestas. Las cosas, en el intervalo, habían tomado un cariz bastante trágico.
Y hasta ese mismo desagradable problema no era más que un episodio aparte, una simple complicación en el problema más general que consistía en saber cómo se podría conducir aquel barco -que era mío, con todos sus aparejos y sus hombres, con su cuerpo y su espíritu a la sazón adormecidos sobre aquel río pestilente-, cómo se le podría hacer salir al mar.
Cuando todavía actuaba Mr. Burns de capitán, se había apresurado a firmar un contrato de flete que, en un mundo ideal y desprovisto de malicia, habría sido un excelente documento. Pero, apenas hube puesto mis ojos en él, preví que me ocasionaría disgustos, a menos que la parte contraria fuese excepcionalmente honrada y accesible a la discusión.
Mr. Burns, al que comuniqué mis temores, prefirió adoptar enseguida una actitud recelosa. Mirándome con la expresión incrédula que le era habitual, me dijo agriamente:
– Supongo, capitán, que quiere usted dar a entender que he obrado como un imbécil.
Con esta sistemática benevolencia que parecía aumentar siempre su sorpresa, le respondí que no quería dar a entender nada. Dejaba eso en manos del futuro.
Y, en efecto, el futuro trajo consigo un cúmulo de dificultades. Hubo días en que no podía pensar en el capitán Giles sin una extremada aversión. Su maldita perspicacia me había metido en aquel asunto, y el tono profético con que me había dicho: «Me temo que no le van a faltar los embrollos y las preocupaciones», al verse confirmado de esta suerte, daba a todo aquel asunto la impresión de una mala pasada que se hacía a mi juvenil inocencia.
Sí, ciertamente que no eran embrollos lo que me faltaba, aunque sin duda tenían su valor «como experiencia». La gente tiene una gran opinión sobre las ventajas de la experiencia. Pero por regla general, experiencia significa siempre algo desagradable y contrapuesto al encanto y la inocencia de las ilusiones.
Debo confesar que iba perdiendo las mías rápidamente. Pero, en lo concerniente a aquellas instructivas complicaciones, me limitaré a decir que podía resumírselas en una sola palabra: demora.
Una humanidad que ha inventado el proverbio «el tiempo es oro, comprenderá mi despecho. La palabra «demora penetró en un rincón secreto de mi cerebro y resonó allí corno una campana agitada que enloquece el oído, afectando todos mis sentidos, tomando un color sombrío, un gusto amargo, un sentido funesto.
– Sinceramente, lamento verlo tan preocupado con todos estos asuntos…
Ésas fueron las únicas palabras de consuelo que escuché en aquella época y, como es natural, fueron pronunciadas por un médico.
Un médico es compasivo por definición, Pero aquel hombre lo era realmente. No me hablaba como médico, pues yo no estaba enfermo. Sin embargo, lo estaban los demás, y ésa era la razón de su presencia a bordo.
Era el médico de nuestra legación y, como es lógico, también de nuestro consulado. Velaba por el estado sanitario de-la tripulación, que no
era muy bueno en conjunto, y que vacilaba, por así decirlo, a dos dedos de una postración total.
Sí, los hombres sufrían. Por lo tanto, el tiempo no sólo era oro, sino también vida.
Jamás había visto yo una tripulación tan sólida. Así me lo hizo observar el médico: «Parece que tiene usted una excelente tripulación. No solamente eran formales en extremo, sino que ni siquiera parecían desear ir a tierra. Se habían tomado precauciones para exponerlos al sol lo menos posible. Sólo se les empleaba en trabajos fáciles y siempre bajo toldos. Y el excelente doctor me aprobaba.
– Sus precauciones me parecen muy juiciosas, mi querido capitán.
Es difícil expresar hasta qué punto me reconfortó aquella declaración. El doctor, con su rostro redondo y bondadoso, enmarcado por unas patillas claras, era la personificación de la afabilidad más digna. Era el único ser humano en el mundo que parecía sentir algún interés por mí. Después de cada una de sus visitas, permanecía generalmente sentado en mi cabina durante una media hora.
Un día le dije:
– Supongo que lo único que nos queda por hacer es continuar cuidándolos como lo hace usted, hasta tanto podamos hacernos a la mar.