Выбрать главу

Su habitación de hospital es blanca, está casi vacía. Las paredes, blanco sucio; la estructura de la cama, blanco plateado; la ventana de cortinas venecianas, blanco a rayas.

El hombre de piedra pómez permanece delante de ella. Su sonrisa es más cercana, menos irónica. Su presencia produce la misma sensación que el olor a medicamentos. Consuelo mezclado con tristeza, con inquietud.

– Dentro de unos días le quitaremos los puntos.

Jadiya no puede contestar, ni siquiera reaccionar. Está desfigurada, lo sabe. El médico le coge suavemente la mano.

– No se preocupe, está espléndida. Probablemente no le quedará ninguna cicatriz. -Hace como si mirara detrás de él, por encima del hombro-. El médico que la ha operado es el mejor. Uno de los cirujanos plásticos más brillantes de La Salpêtrière. Ha hecho una obra maestra.

Ella continúa observándolo. Cada parpadeo es una pregunta muda. El hombre prosigue:

– Yo me he ocupado de reanimarla. De curarle las heridas. Eran numerosas, pero superficiales. Sus venas están cicatrizando muy deprisa. Estaban también las quemaduras provocadas por la cola, pero ninguna era profunda tampoco. -Le presiona ligeramente la mano-. Está en vías de curación. No la engaño.

Jadiya se aventura a pronunciar:

– ¿Marc?

Mejor. La quemadura es más tenue.

– Sigue en coma. Pero despertará. Tenemos su historial médico. Ya le ha pasado esto dos veces. No hay ninguna razón para pensar que no va a volver en sí, como sucedió las veces anteriores.

– ¿Sus… heridas?

– Hemorragia; el interior hecho papilla. Pero le han cosido todas las venas. Un trabajo de chinos. Ahora ya están cicatrizando.

Jadiya cierra los ojos. Sigue sintiendo dolor, pero un dolor alegre. De pronto busca imágenes reconfortantes: una casa, niños, la armonía con Marc… Las imágenes estallan; eso no funciona. No vivirán nunca juntos, y sobre todo jamás olvidarán la sala de los alvéolos.

– ¿Re… verdi?

El médico hace una mueca confusa.

– Muerto.

– ¿Cómo?

Se encoge de hombros mientras coge el gráfico colgado a los pies de la cama.

– No conozco los detalles. -Consulta la curva de la temperatura-. La policía vendrá a verla y se lo explicará.

Jadiya cierra una vez más los ojos. Sus pensamientos se agolpan. Reverdi muerto, Marc vivo: debería sentirse feliz, aliviada. Pero la inquietud gira en el fondo de ella. Un torbellino sombrío que solo espera una corriente, una presión para subir a la superficie.

– No piense demasiado. Descanse.

Se dirige hacia la puerta y en el umbral se vuelve:

– Ah, y el pelo corto le sienta muy bien.

Jadiya levanta las cejas, sin comprender.

– Tenía los cabellos completamente pegados al asiento, en la cámara a presión. Los de urgencias tuvieron que cortárselos allí mismo, después de ponerle la mascarilla de oxígeno. Aquí retocamos el corte. -Se echó a reír-. Es de lo que estamos más orgullosos.

Una mañana -no tiene reloj, pero posee un conocimiento muy seguro de los matices de sombra y de luz en las paredes-, un hombre va a verla.

Cabellos rubios y lisos.

Una sonrisa dorada, como lustrada con cera de abeja.

Se presenta. Es policía. Jadiya no entiende su nombre; todavía tiene breves ausencias. El hombre se acerca. Su rostro es alargado, suave, bronceado. Lleva una trenca y desprende un perfume dulce. Una vez más, piensa en las abejas, en la miel. Se le hace un nudo en la garganta: ve de nuevo el frasco brillante y el pincel…

– Había dos sistemas de seguridad -explica el policía hablando muy lentamente, como si ella estuviera sorda-. Es una instalación de alto riesgo, con normas muy estrictas.

Se sienta en el borde de la cama, con precaución: espalda encorvada, manos juntas, sonrisa clara.

– Reverdi neutralizó el primer sistema: los vigilantes, las alarmas, las redes de bloqueo. Pero prescindió del sistema latente: el control de la atmósfera. Cuando el aire deja de responder a la norma reglamentaria, un montón de protocolos se ponen en marcha automáticamente. Intervino una brigada especial.

Jadiya intenta acordarse del rescate. Solo ve hombres blancos, con mascarillas, y a Marc bañado en su propia sangre.

– Mis colegas piensan que Reverdi ignoraba que existía ese segundo nivel de alerta. Yo estoy convencido de lo contrario. Lo que ocurre es que creía que le daría tiempo de «hacer lo que tenía que hacer». -Esboza una débil sonrisa-. No sé qué les contó, pero, fuera lo que fuera, lo trastornó. No se dio cuenta de que el tiempo pasaba. Eso fue lo que los salvó.

Ella asiente vagamente. Sobre la mesa con ruedas, repara en un ramo de pequeñas gardenias. Increíble: le ha comprado flores. Un ramo ajado que parece un puño. Mira de nuevo al policía; él asiente a su vez, con una sonrisa. Ese tipo tiene encanto, pero parece un pretendiente eternamente rechazado. Jadiya imagina una vida en forma de orilla gris, para mirar pasar las ocasiones perdidas.

Separa los labios con precaución; ya le han quitado todos los puntos.

– ¿Lo… han… matado?

El policía se levanta. Su perfume se extiende inmediatamente. Su pelo esparce reflejos rubios. Un desayuno con miel. Camina en silencio y se mete las manos en los bolsillos. Jadiya toma aire para pronunciar una frase entera:

– ¿Lo… han… matado… o… no?

– Sí. No cabe ninguna duda. -Hace una pausa-. Pero no tenemos el cuerpo.

Ella cierra los ojos y el pánico se desata. El policía prosigue, como si leyera el miedo en su rostro:

– Espere. En la cámara, Reverdi consiguió escapar. Los monos y las mascarillas impedían a mis compañeros moverse con rapidez. Él salió corriendo, descalzo, en apnea. En los pasillos nadie se atrevió a disparar; era demasiado peligroso.

Jadiya imagina los dédalos circulares, los pasillos de acero, los aparatos. A Reverdi con el traje negro de buzo y los pulmones bloqueados, desapareciendo entre los reflejos cromados.

– En la entrada, los tiradores lo alcanzaron. Recibió como mínimo cinco disparos en el vientre. Le hablo de tiradores de élite. Tipos superentrenados. Se puede confiar en ellos.

– ¿Por qué… no hay cuerpo?

– Pese a las heridas, consiguió salir del terreno vallado por el oeste. La fábrica se encuentra situada en Nogent-sur-Marne, lo sabe, ¿no? Creemos que se metió en el río que bordea la instalación.

Se interrumpe, se acerca a la mesa con ruedas y acaricia distraídamente las flores.

– En cierto sentido, es bastante horrible imaginarlo: ese tipo con traje de buzo atraído por las aguas, como un animal que volviera a su elemento.

Sin darse cuenta, el policía arranca unos pétalos.

– Cayó al agua ya muerto. Eso es indudable. Llevan diez días dragando el río.

Ella cierra los ojos. Él insiste, como si le leyera el pensamiento:

– Está muerto, Jadiya. Seguro.

Añade algo más, pero Jadiya oye la voz de Reverdi, de pie en la cámara: «Allí donde hay agua, soy invencible».

87

A principios del mes de noviembre, Marc se despertó.

Jadiya no guardaba cama desde hacía varios días. Fue a verlo. Estaba instalado en la habitación contigua, pero era la primera vez que la dejaban entrar. Cuando lo vio, sintió miedo. No a causa de los aparatos que lo rodeaban, ni de las pantallas que mostraban el funcionamiento de su organismo, sino a causa de él. De su rostro. Esa frente inclinada, terca, que parecía atormentada aún por las tinieblas, bajo el pelo cortado al cepillo… También lo habían pelado; los dos parecían supervivientes de un campo de concentración.

Se esforzó en sonreír pese a los tirones de los labios. Marc había adelgazado mucho. Los huesos de la cara sobresalían bajo la piel, acentuando las sombras sobre su piel blanca. La cabeza de un muerto. Al mismo tiempo, era una palidez viva, casi fosforescente bajo los cabellos rubios. Le recordó esas lamparitas que se hacen con la piel de una naranja, cuya pulpa blanca arde sin solución de continuidad.