Cuando Marc cruzó el umbral del loft, todo estaba a punto. Impecable. Él sonrió, le dio las gracias y se preparó un café con una máquina cromada que ella no se había atrevido a tocar. Después se colocó frente a la cristalera que daba al patio pavimentado y se quedó en silencio con la taza en la mano.
Ella intuyó que no diría nada más.
Las reglas estaban establecidas.
Encontraron su ritmo. Una convivencia muda, basada en una compasión mutua. Una convalecencia en la que compartían una vida cotidiana de estudio. Marc se pasaba el día delante del ordenador. No escribía; consultaba internet. Leía los periódicos, los despachos de las agencias de prensa. Así consumía las horas, pendiente del menor detalle, de la menor noticia relacionada con Reverdi.
Las raras veces en que encadenaba más de dos frases seguidas era por teléfono, con su abogado. El hombre de leyes había evitado que abrieran una investigación por «obstrucción a la justicia y ocultación de pruebas», tras varias demandas presentadas por el Ministerio de Justicia de Kuala Lumpur. Malaisia incluso pedía su extradición.
El abogado esperaba ahora alejar toda amenaza en Francia, arguyendo ante el juez de instrucción que Marc Dupeyrat, si había cometido faltas, las había pagado con creces. Por lo que pillaba de esas conversaciones telefónicas, Jadiya había llegado a la conclusión de que las cosas se presentaban bastante bien, pese a su responsabilidad indirecta en los asesinatos de Alain van Hêm y de Vincent Timpani.
En cuanto a ella, había puesto una mesa en la otra punta del estudio con su ordenador. Había instalado otra línea telefónica, reservada a internet, gracias a la cual conseguía fragmentos de libros y citas filosóficas, y mantenía correspondencia con especialistas sobre su tema. La mayor parte del tiempo la dedicaba a escribir su tesis; páginas enteras que no estaba segura de si conservaría, pero que le permitían simplemente pasar el tiempo.
Marc consultaba.
Jadiya escribía.
El ruido de los dos teclados de ordenador sonaba en el estudio.
El tableteo de dos esqueletos en plena danza macabra.
Y los trabajos de búsqueda en el Marne continuaban.
Sin resultado.
Mientras tanto, por encima de sus cabezas, fenómenos atmosféricos, amplios movimientos de masas seguían produciéndose. Movimientos que les concernían directamente, pero que los dejaban indiferentes.
Sangre negra continuaba encabezando las listas de ventas de las librerías, arrastrado por los «recientes acontecimientos». Según Renata Santi, la editora de Marc, iban a superar los trescientos mil ejemplares, «¡un cataclismo!». Marc permanecía aislado: se negaba a conceder entrevistas, a firmar libros, a mantener contacto con nadie.
Jadiya, por su parte, era una de las modelos más solicitadas en esos momentos. Varios diseñadores la habían escogido para sus desfiles, y las propuestas para posar para fotos llovían de todas partes del mundo. Le había encargado a su nuevo agente que aceptara solo las sesiones que fuesen en París. No tenía intención de salir de Francia y abandonar a Marc.
Éclass="underline" autor de un best-seller, rico, adulado.
Ella: modelo-vedette, princesa étnica de las tendencias venideras.
Dos estrellas, dos perdedores enclaustrados en un estudio del distrito IX.
A la sombra de su trauma, veían el alcance de la mentira que mueve el mundo. El éxito, el triunfo y el confort no saben a nada.
Marc consultaba.
Jadiya escribía.
Y los trabajos de búsqueda en el Marne continuaban.
Sin resultado.
88
Esa noche, a las nueve, Jadiya hizo girar la llave del estudio.
Era sábado. Venía de una sesión fotográfica para una revista japonesa. Exhausta y asombrada de su propio éxito. Ese día, el fotógrafo había incrementado deliberadamente la luz sobre las marcas de los puntos, susurrando, inclinado sobre la cámara: «Espléndidas, las cicatrices. Parecen escarificaciones».
Al oír esas palabras, ella se había puesto a llorar. Esa torpeza le había recordado en el acto a Vincent; era único para decir sandeces así con un aire inspirado. Y sobre todo, era único para conseguir que resultaran soportables. Jadiya no acababa de calibrar el alcance de su ausencia. Cada hora, cada día aumentaba su tristeza.
En el momento de abrir la puerta, estaba de un humor de perros. ¿Cuánto tiempo soportaría ese medio grotesco? Para buscar una excusa, se repitió que se trataba de una terapia personal. Aceptando que la fotografiaran, exhibiendo sus cicatrices, superaba sus heridas interiores.
Reverdi estaba muerto y ella estaba viva.
Él estaba en el fondo del río y ella en cabeza de cartel.
Ese era el escaparate oficial. En el piso inferior, en los arcanos de su conciencia, era sobre todo una manera de afrontar su propio terror, su oscura certeza de que Jacques Reverdi no había muerto. Merodeaba por algún sitio. Herido. Furioso. Decidido. Si todavía era de este mundo, entonces podía ver las nuevas fotografías de Jadiya. Viva. Y en pie.
Dejó las llaves en el cuenco de bronce destinado a este uso y se repitió la decisión que había tomado ese día: dejar a Marc. Los dos juntos no saldrían nunca adelante. Ante la ausencia del cuerpo, ante el vacío, se aferraban el uno al otro por puro reflejo. Se arrastrarían en su doble caída.
Estaba decidida a anunciárselo esa noche.
Ya oía su silencio, su mutismo indescifrable.
– ¿Marc?
Ninguna respuesta.
Avanzó con decisión y repitió:
– ¿Marc?
Estaba allí, junto a su mesa, acurrucado en el suelo. Jadiya se precipitó hacia él. Su cuerpo estaba duro como un trozo de madera. Pensó en la rigidez cadavérica, pero la piel estaba tibia. Le puso una mano sobre el cuello y notó latir el pulso, lento y tenue.
No estaba muerto; estaba en coma.
Corrió hacia el teléfono. Maquinalmente, marcó el número del servicio de urgencias médicas. Ese número que había marcado tantas veces cuando se hallaba ante una sobredosis de su padre o de su madre.
Mientras hablaba con el tipo que estaba de guardia, ya imaginaba la continuación: la llegada del equipo, la agitación del personal, sus pasos ruidosos en el estudio. Esa intrusión caótica que alteraba la existencia, violaba la cotidianeidad, ponía patas arriba el hogar… Esa mezcla de pánico y de salvamento que había sido su leitmotiv en la época de La Banane de Gennevilliers.
Colgó. Se dio cuenta de que se había dejado puesta la ropa que llevaba para las últimas fotos: botas de ante y cazadora de pelo…, materiales orgánicos, crueles, que implicaban muerte y sangre, muy de moda ese invierno. Materiales apropiados para el caso, que la hacían, oscuramente, más fuerte, más salvaje.
Volvió hacia donde estaba Marc, que seguía inmóvil, y contempló su cabeza pelirroja, hundida entre los hombros, bajo la que ella había colocado un cojín. Definitivamente «muerto para la causa».
Su resolución era más firme que nunca.
Se ocuparía de su hospitalización, pondría la casa en orden y se largaría inmediatamente.
– Se trata de un caso claro de histeria.
El médico de urgencias no se había quitado la parka. Era un joven alto, robusto, que parecía haber dormido completamente vestido, tenía una cabeza enorme y el pelo hirsuto. Jadiya acababa de ofrecerle un café, a él y también al capitán Michel, el policía dorado del hospital, que había acudido en su auxilio. Otros dos hombres se llevaban a Marc en una camilla, enrollado en una manta de supervivencia brillante.