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Tuvo una revelación: podría morir perfectamente allí, en aquella ciudad lamida por el fuego. Contemplaba esa posibilidad con calma, como el final lógico de un círculo del que nunca había salido. Sí, podría morir al lado de Marc, ese extraño al que cuidaba, cuando él era el responsable de su desdicha.

Marc no se movía. Ella oía su respiración. Grave, breve, en la que vibraba un oscuro resentimiento. Un fondo de tormenta, apenas calmado. Se volvió hacia la pared y dijo:

– Tienes una cita.

Ninguna respuesta.

Ella rozó el papel pintado con el dorso de los dedos y repitió:

– Sé que tienes una cita aquí. Con él.

El silencio, las tinieblas.

Finalmente se alzó un susurro. Una sombra de voz.

– Yo no te he obligado a venir.

Pero Jadiya no lo oyó. Ya se había dormido.

93

El tañido de las campanas la despertó.

Unas campanadas graves, secas, soleadas. Unas campanadas que la despertaron como jamás había sido despertada. Se sentó en la cama: Marc ya se había ido. Mejor.

Pensó en la noche pasada y en la sensación de malestar que le había dejado. Imposible decir si amaba o no a Marc. Ni siquiera, y sobre todo, después de esa noche. Continuaban en el estadio de aferrarse el uno al otro, al borde del vacío.

Las campanas llenaban el cielo, vibraban en la luz. Jadiya recordó que era domingo. Se levantó, se puso un vestido y miró a través de la doble puerta del balcón.

Nunca había contemplado un espectáculo tan bello. Bajo los cables eléctricos, las calles se habían transformado en ríos de luz. La lava negra parecía líquida, dorada, reluciente. Y en el polvo del aire, un ejército de siluetas caminaban en fila india. Hombres y, sobre todo, mujeres, la mayoría de ellas viejecitas menudas, vestidas de negro, que andaban presurosas como hormigas de luto en dirección a la iglesia más cercana.

Decidió ir a misa. Jadiya no practicaba ninguna religión, ni la de sus orígenes ni ninguna otra. Pero ese día quería saborear el frescor de la nave, respirar el incienso, rozar los velos negros de las ancianas.

Se puso un jersey y una falda y se calzó las botas. Cogió el abrigo, la llave, y se dirigió hacia la puerta.

Estaba abriéndola cuando sonó el teléfono de la habitación.

Jadiya se quedó inmóviclass="underline" ¿quién podía llamar a ese número?

Descolgó y murmuró un «¿sí?» vacilante.

– ¿Jadiya? Me alegro de encontrarla.

Reconoció enseguida la voz de Solin, el policía de rostro anónimo. Pero ese timbre encajaba tan poco en el momento que tardó en comprender sus palabras.

– ¿Cómo dice?

Se volvió hacia la ventana: el encanto se había roto. Las campanas, las viudas, el sol…, todo eso le parecía perdido, inaccesible.

– Es demencial -repitió el policía-. Hemos encontrado el cuerpo.

– ¿Cómo?

– Bueno, casi. Acabamos de recibir los resultados de los análisis que pidió Michel antes de morir. En la instalación había también una incineradora. Michel había pedido un análisis de las cenizas de la noche del enfrentamiento, por si acaso. Han tardado mucho en realizar esas pruebas debido, parece ser, a complicaciones técnicas, aunque no lo he entendido muy bien. Pero ahora sabemos con certeza una cosa: un cuerpo vivo se consumió allí aquella noche. Y según las pruebas de ADN, es Reverdi en persona. Buscábamos en el río y resulta que no había salido de la fábrica. Se metió en el horno y se quedó atrapado dentro. Ardió vivo.

Ella intentó hablar, pero las grapas se cerraban de nuevo sobre sus labios. Las manos engarfiadas gritaban más fuerte que su voz. Finalmente consiguió balbucir:

– Pero…, pero… ¿qué significa eso?

– Hay otro asesino. Un imitador, no sé… ¿Jadiya? ¿Está ahí?

Ella no respondió.

Su peso se duplicaba; se hundía en el suelo.

– Usted y Marc deben regresar sin falta. No me obliguen a pedir al juez un mandato internacional» Hay acuerdos con Italia y… ¿Jadiya…? ¿Qué pasa?

Un largo silencio. Después, ella pronunció claramente:

– Le llamo más tarde.

Colgó.

Fue el único movimiento que pudo efectuar. Todo su ser se había transformado en lava helada.

Frente a ella, las ranuras de la doble puerta acristalada estaban tapadas. Con fibra de rota.

Sí, Jacques Reverdi tenía un imitador.

Y ella compartía la cama con él.

La puerta de comunicación entre las dos habitaciones se abrió a su espalda.

– ¿Lo han encontrado?

La voz de Marc sonaba amable, llena de solicitud. Jadiya se dijo: «No quiero morir». Oyó la puerta cerrarse. El roce de esta con el suelo era significativo: fibra de rota también, por todas partes. Y unas horas más tarde, la asfixia.

– No tiene importancia -continuó la voz-. El cuerpo no es nada. Solo cuenta el espíritu.

Ella se dijo de nuevo: «Soy Jadiya y no quiero morir». Entonces se volvió.

Marc, todavía con el abrigo puesto, le sonreía. En la mano izquierda llevaba una bolsa de cruasanes. En la otra, un cuchillo de pescador de hoja curva.

– Jacques Reverdi ha muerto, pero su obra continúa.

Jadiya retrocedió. Las campanas seguían tañendo. El sol, el viento, la vida… a miles de kilómetros, al otro lado del cristal. Marc dejó los cruasanes encima de la cómoda y dio un paso adelante. La miraba por debajo del flequillo; por absurdo que fuera en aquellos momentos, ella pensó que le crecía el pelo muy deprisa.

– En la cámara creí que la última etapa de mi iniciación era morir a manos de Reverdi. Estaba equivocado: el último estadio, el último conocimiento era convertirme en Reverdi. Proseguir su obra. Jacques creía en la reencarnación y tenía razón.

Marc siguió avanzando. Ella se apoyó contra la doble puerta con las manos tras la espalda. Notaba en las palmas la fibra de rota que sobresalía a lo largo del marco.

– Es imposible -susurró-. Nadie se convierte en un asesino. No puedes estar influido hasta ese punto…

Nueva sonrisa de Marc.

– Pero yo soy un asesino. Desde siempre.

Jadiya no quería oír nada. Ni una palabra más.

– El ritual de Reverdi me reveló a mí mismo. Y mi último coma, el de la cámara, me devolvió la memoria. Cuando desperté, lo recordé todo. La verdad que se ocultaba detrás de mis otras pérdidas de conciencia. Fui yo quien mató a D'Amico, mi compañero de estudios. Fui yo quien mató a Sophie, mi mujer.

Ella se dijo: «No es verdad. Está loco». Pero vio los resquicios alrededor de la puerta, detrás de éclass="underline" rellenos. La rejilla de ventilación: obstruida. Las grietas del parquet: tapadas. ¿Cuánto tiempo había invertido en hacerlo? Eso era lo que hacía mientras ella paseaba: preparaba la Cámara de Pureza.

Con la mano izquierda, Marc abrió el cajón superior de la cómoda, de donde sacó una caja forrada de piel que dejó en el suelo.

– Durante todos estos años he creído que buscaba a un asesino. Pero solo buscaba un espejo. El reflejo que me devolvería mi coherencia, mi verdad.

– Es imposible -susurró ella sin convicción.

Con una rodilla apoyada en el suelo, Marc cogió un frasco que contenía un líquido ambarino: la miel. Un largo pincel. Una lamparilla de aceite en forma de aceitera. Sonrió de nuevo mientras se levantaba.

– He encontrado todo esto en la tienda de un anticuario, en el centro de Catania. ¿Has ido tú también? Tienen cosas muy bonitas…

Quitó el tapón y aspiró el perfume. Mirando fijamente a Jadiya, empezó a hablar más deprisa:

– D'Amico era homosexual. Malinterpretó nuestra amistad. Intentó forzarme en los servicios del instituto. Nos peleamos. Él cayó al suelo. Lo agarré del pelo y le golpeé la cabeza contra el borde de la taza del váter. Después se me ocurrió una idea. D'Amico era un tipo raro; siempre llevaba encima una navaja de afeitar. La encontré y le corté las venas, pero la sangre no manaba. Le hice un masaje cardíaco para expurgar la sangre… Sabía que el médico forense observaría el golpe en la nuca, pero que invertiría los acontecimientos. Llegaría a la conclusión de que había sido un suicidio, seguido de una caída.