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»Entonces me di cuenta de que había eyaculado. La violencia, la muerte, su humillación, no sé… Una cosa era segura: me gustaba la sangre. Me gustaba el crimen. Rechacé esa realidad. La rabia me empujó a meterle la escobilla en la boca. Salí del retrete, aturdido, y cuando me vi en los espejos de encima de los lavabos entré en coma. Lo que sigue es la versión oficial.

Aspiró otra vez la miel. Jadiya negó con la cabeza.

– No mataste a Sophie -dijo.

– La maté aquí mismo -repuso él, riendo-. En esta habitación, hace más de veinte años.

El abismo se abría. Jadiya se concentró en los motivos anticuados de las cortinas y la colcha para recuperar puntos de referencia familiares. Pero ahora le parecían recargados, hostiles, amenazantes.

– Quería dejarme. Intenté evitarlo haciendo un viaje de reconciliación a Sicilia. Pero ella ya lo había decidido. Una noche me dijo que había otro. Me abalancé sobre ella. Empecé a darle puñetazos, pero ella me provocaba con sus ojos heridos, su boca ensangrentada…

Rió de nuevo y adoptó un tono irónico:

– Había que darle una lección. Me puse las zapatillas de deporte. Salí al pasillo y encontré, en el cuarto de las cosas de limpieza, unos guantes de goma y polvos de fregar. Volví a la habitación y pelé unos cables eléctricos. La amordacé, enchufé el cable y se lo metí en sus partes íntimas, en todos los sitios por donde el otro había pasado. Aquello duró mucho rato. Mucho. La resistencia física es realmente… asombrosa. Por último, la abrí y la esparcí por el suelo. Para ver qué tenía en el vientre.

»Después me lavé y eché polvos dentro de los guantes para borrar mis huellas. Lo dejé todo tal cual y salí a perderme por las calles de Catania. Estaba como ausente. Cuando volví, lo había olvidado todo. Pero me invadió un temor indescriptible. Cuando la descubrí, quemada, violada, destripada, perdí de nuevo el conocimiento. Durante varias semanas. Lo recobré en Francia; no recordaba nada.

Dejó el frasco sobre la cómoda. Jadiya tosió: el aire ya estaba viciado. Las campanas golpeaban ahora bajo su frente, con crueles vibraciones. Y el olor a miel flotaba en la habitación.

Todo empezaba otra vez

Marc encendió la mecha de la lámpara. La llama era azulada, oscilante; también le faltaba oxígeno.

– Pero esos actos eran simples borradores -continuó-. Jacques me ha mostrado la vía. Ahora no tengo más que proseguir su obra. Es un segundo nacimiento, Jadiya.

Se inclinó, metió un brazo debajo de la cómoda y sacó una pequeña botella de aire comprimido unida a un sistema de respiración.

– ¿Sabías que las hacen tan pequeñas? -preguntó, levantándose-. La he encontrado en el puerto. Decididamente, esta ciudad está llena de recursos.

Marc abrió la botella, mordió el descompresor para probarlo y luego lo dejó. Sus gestos eran seguros, breves, precisos. Jadiya se encontraba cada vez peor. Tenía que encontrar una solución. En plena ciudad, en aquella habitación, podía conseguirlo.

– ¿Por qué mataste a Michel? -preguntó con la voz ronca.

– Era un buen policía. Demasiado bueno para mi gusto. No se fiaba de mí. Quería pedir que me sometieran a otro examen psiquiátrico. Incluso se había puesto en contacto con la policía italiana para que le facilitaran el expediente del asesinato de Sophie. No podía dejarle hacer, ¿comprendes? Tenía que continuar una obra. Mandé el e-mail. Simulé la inconsciencia. Me escapé del hospital para sorprenderlo en su casa, después de haber recuperado los panes de cera que había comprado previamente. No fue muy difícil.

Zonas oscuras atacaban su percepción. Sus funciones cerebrales parecían apagarse, una tras otra. Pensar. Tenía que pensar. Y ganar tiempo.

– Pero anoche -gimió-, lo… lo que hicimos… ¿Cómo puedes…?

– ¡Yo te quiero, Jadiya! -dijo Marc, haciendo un ademán para expresar que era algo evidente-. Siempre te he querido, desde la primera sesión en casa de Vincent. Por eso vas a ser la primera de mi serie. Reverdi también las quería. Lo sé. Lo comprendí durante mi viaje. Sentía por ellas un amor radical, eterno, purificador.

Avanzó empuñando el cuchillo. Su rostro, reluciente de sudor, estaba pálido, cadavérico, como si toda su sangre se hubiera concentrado en el puño.

– No tengas miedo… Vamos a esperar a que la habitación esté a punto. Después, te prometo que trabajaré con cuidado.

Jadiya saltó hacia un lado, junto a la cama. Marc sonrió.

– No, preciosa. No debes moverte. Si no, esto va a resultar muy, muy doloroso.

Ella saltó de nuevo. La habitación no era grande -quizá cuatro metros por cinco-, pero había espacio suficiente para jugar al ratón y el gato. Estaba recobrando la conciencia. Y también su agudeza. Permanecía inclinada, concentrada. No se rendiría. Si tenía suerte, saldría de aquella. Si no la tenía, provocaría una carnicería. Le boicotearía el ritual, como él mismo le había hecho a su mentor.

– Cálmate, Jadiya, cálmate…

Marc abrió los brazos para cerrarle mejor el paso. Ella, con la espalda contra la pared, se desplazaba lateralmente hacia la puerta.

– Haces mal, Jadiya. Si sigues así, no tendrás una muerte digna. Voy a sangrarte, voy…

La joven asió el pomo de la puerta: cerrada. Lo había previsto. Marc se precipitó tras ella; Jadiya se escabulló. La hoja patinó sobre la puerta. Al volverse él, ella ya estaba junto a la puerta acristalada. Cogió la mesita de noche y rompió con ella el cristal.

– ¡NO! ¡ESO NO!

Ella acercó la cara hacia la abertura. Aquella breve bocanada de aire la regeneró. Cogió la colcha tirando de una punta para protegerse, arrancó un gran trozo de cristal del vano y se volvió rápidamente. En ese momento, Marc se precipitaba hacia ella con el cuchillo en alto. El cristal se clavó profundamente en sus entrañas. Un abundante chorro de sangre caliente regó los muslos de Jadiya.

Él la miró con sus ojos dorados y ella descubrió que estaban bordeados por un filamento de jade. Se quedó paralizado a unos centímetros de ella. Un hilo de sangre brotaba ya de sus labios, bajo el bigote. Ella pensó que había besado esa boca, que había acariciado esos hombros, lamido ese torso. Y su voluntad se hizo más firme. Se coló entre él y la puerta rota.

Él intentó atraparla con un gesto torpe y pasó a través del cristal roto. Jadiya estaba en el otro extremo de la habitación; lo observaba, de espaldas, encorvado sobre su propia sangre. En un flash, lo vio arqueado sobre ella, sobre su cuerpo desnudo, como empujado por una burbuja de placer. Esa imagen la electrizó. Gritando, arremetió contra él adelantando el hombro derecho. Notó que la espina dorsal de Marc se tensaba, se arqueaba, se hundía. Notó que la puerta se hacía añicos. Notó que su cuerpo salía disparado hacia delante y ella con él. Marc chocó contra la barandilla del balcón y se irguió. «Una garra de águila», pensó ella, y esas palabras le dieron la última inspiración. Se arrojó a sus pies, le agarró las piernas a la altura de las rodillas y, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se levantó, fuera de sí, fuera de todo.

Marc cayó de cabeza, sin conseguir asirse a la barandilla.

Jadiya se desplomó hacia atrás. En estado de choque, sin respiración. Pasó tiempo. Tomó conciencia del sol, del frío, del silencio… Las campanas habían dejado de sonar.

Tenía cristales clavados en la palma de las manos, en las piernas, en las nalgas. Le parecía que sus heridas se concentraban en el fondo del paladar. Notaba la boca como de cobre.