De pronto, a Reverdi le llamó la atención una escena extraña. A un centenar de metros, a la izquierda, en el ángulo muerto de un edificio, un hombre con la cabeza rapada caminó pegado a la pared, breve sombra sobre el cemento, hasta reunirse con otro preso, un joven de largos cabellos negros, untados con aceite de coco, con una camiseta y unos pantalones cortos tan ceñidos que le marcaban hasta la raya entre los huevos. La criatura andrógina cogió al hombre de la mano y desaparecieron bajo una chapa gris.
– Los thais -dijo Éric-. Se me habían olvidado. Cien ringgits el polvo. Amasan auténticas fortunas para operarse. También puedo ofrecerte titis. Uno de los guardias las trae los viernes durante la plegaria. Si quieres…
– No. Nada de mujeres.
Éric se fijó en que Reverdi llevaba el torso totalmente afeitado.
– A lo mejor lo que a ti te va son los thais -susurró, haciendo una mueca.
– Es por el submarinismo.
– ¿Cómo?
– Lo de afeitarme el cuerpo… es por el submarinismo. El traje se adhiere mejor.
Éric pareció aliviado.
– Si quieres fumar o pincharte, estoy planeando…
– Tampoco quiero droga.
– ¿Un teléfono móvil?
– No.
Éric se calló, perplejo. Reverdi le hizo una pequeña concesión para no enemistarse con éclass="underline"
– Cuando quiera algo, me dirigiré a ti.
Éric le obsequió con la mejor de sus sonrisas: un teclado de piano con teclas blancas y negras. Se puso de pie con la expresión satisfecha del negociante que acaba de firmar un contrato.
En ese momento, otra voz se dirigió a Reverdi:
– Jumpa.
Un guardia permanecía en pie delante de él. Jacques se levantó, sorprendido. Jumpa: no habría imaginado que oiría esa palabra antes de que pasara mucho tiempo.
Significaba simplemente «visita».
9
En cuanto entró en el locutorio, supo que se encontraba ante su ángel de la guarda.
Un chino de unos treinta años, enfundado en un traje caro. Bajo y muy gordo, respondía a los embates de los trópicos con un sudor brillante que lo cubría como una fina película de barniz. En la mano derecha llevaba una cartera de piel roja. Su brazo izquierdo, doblado, sujetaba un cartón de tabaco, unas tabletas de chocolate y unas revistas. No cabía duda, era su ángel de la guarda.
El guardia lo empujó a través de la sala. Le habían puesto para la ocasión cadenas de hierro en las muñecas y los tobillos. Tenía la impresión de estar interpretando un papel -el de asesino sanguinario- en el que no creía. Las cadenas, el fusil de repetición del guardia, la cadencia marcial de los pasos: todos esos detalles convencionales le parecían falsos; folclore, nada más. Si de repente le hubiera dado a Reverdi por jugar la carta de la realidad -estrangular al guardia con las cadenas, por ejemplo-, el hombre habría muerto antes de haber puesto el dedo en el gatillo del fusil.
El locutorio era una sala larga y estrecha con ventiladores colgando del techo. Había varias mesas con sillas a los dos lados. El sol penetraba por unos tragaluces, y sus finos rayos se quebraban en las esquinas como láseres luminiscentes.
El chino dejó los objetos que llevaba en las manos y avanzó con decisión.
– Me llamo Wong-Fat y soy su abogado -dijo en inglés, sin decidirse a tender la mano ante la visión de las cadenas-. Pero llámeme Jimmy, por favor. Es mi nombre de pila inglés.
– Yo no he pedido a nadie.
– Me han nombrado de oficio -repuso el abogado, abriendo los brazos para indicar que era algo evidente.
En ese instante, Reverdi sintió que el abatimiento lo invadía. La idea de la comedia que se avecinaba -interrogatorios, careos, reconstrucción de los hechos, luego la mascarada del juicio, con los magistrados malayos tocados con peluca blanca- casi le hacía lamentar que el linchamiento de Papan se hubiera visto frustrado.
Wong-Fat señaló al guardia una mesa. Este sentó a la fuerza a Reverdi y enganchó las cadenas de manos y pies a una anilla clavada en el suelo. Mientras tanto, el chino se instaló al otro lado de la mesa después de haber trasladado hasta allí la cartera, las tabletas de chocolate y el cartón de tabaco.
Reverdi observaba a su interlocutor: un hijo de papá, se dijo, atiborrado de tortitas americanas y de tallarines fritos. Sus manos rechonchas estaban cuidadísimas. Bajo la chaqueta, una camisa de Ralph Lauren lo ceñía como la piel de un salchichón. Apestaba a un perfume chic y viril, del que debía de haberse puesto medio frasco. Con su tez amarilla, hacía pensar en una figurita de cera aromática. Jacques acabó por sonreír: su abogado parecía una vela de Navidad.
El guardia retrocedió hasta la puerta con el arma en la mano. Wong-Fat esperó a que estuviera a bastante distancia para empujar los objetos hacia Reverdi.
– Regalos.
Reverdi no dijo nada. Ni siquiera bajó los ojos. El chino añadió, sin dejar de sonreír:
– Espero que le guste su celda. Esos imbéciles querían ponerlo en la zona de alta seguridad.
Reverdi continuó impertérrito. Wong-Fat dio unas alegres palmadas, como para indicar el inicio de la sesión. Colocó con precaución la cartera ante sí, acarició la solapa de piel gastada y finalmente, presionando con los pulgares, abrió los cierres dorados.
Por la manera en que había efectuado ese pequeño ceremonial, Jacques suponía el cariño que el chino le tenía a su cartera, un objeto que seguramente lo había acompañado durante todos sus estudios. Colegios privados en Kuala Lumpur. Facultades inglesas. Regreso a KL, donde papá debía de haberle proporcionado una clientela rica e internacional. En tal caso, ¿por qué era abogado de oficio?
– Voy a hablarle con franqueza -comenzó, lanzando una salva de perdigones-. Su caso no pinta bien. Nada bien. Aquí tengo el atestado de la policía de Mersing. Afirman haberlo sorprendido junto al lugar del crimen. También tengo una copia del informe de la autopsia, un documento redactado por los mejores patólogos de Malaisia. Encontraron veintisiete cuchilladas en el cuerpo.
Jacques continuaba en silencio. Desde que estaba sentado, no se había movido ni un milímetro.
– Describen con todo detalle las heridas y hablan explícitamente de «salvajada», de un «ensañamiento patológico».
El abogado se interrumpió, en espera de una reacción por parte de su interlocutor que no se produjo. Sacando de la cartera otro fajo de papeles, prosiguió:
– He recibido también los resultados de los análisis realizados por el Government Chemistry Department de Petaling Jaya y son demoledores. Las huellas que hay en el cuchillo son suyas. La sangre tomada de sus huellas en el suelo y de su piel pertenece a la víctima… -Cogió otros informes-. Y están, por supuesto, los pescadores de Papan, pero me comprometo a rechazar su testimonio, pues ellos están también encerrados por intento de linchamiento. -Apoyó su mano regordeta sobre el conjunto de los documentos-. Resumiendo, hay muchas pruebas acusatorias, Jacques. Puedo llamarlo Jacques, ¿verdad?
Al no obtener ninguna respuesta, repitió, dejando finalmente de sonreír:
– Muchas. Desde ese punto de vista, no hay manera de demostrar su inocencia.
Reverdi percibía en la voz la actitud del jurista, una especie de excitación. Ese tipo no estaba ni asqueado ni horrorizado por el crimen a cuyo autor tenía que defender. Al contrario, el caso parecía fascinarlo. Jacques tuvo una intuición: Wong-Fat se había presentado voluntario para tener la oportunidad de conocer al «monstruo».
– Solo hay una salida: alegar demencia. Es la única manera de evitar la pena capital. Será internado de por vida, pero, si presenta indicios de recuperación, es posible que, con unos buenos informes de expertos, lo dejen en libertad al cabo de unos diez años.