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Reverdi seguía sin abrir la boca. El chino tosió antes de continuar:

– En ese sentido, el pequeño acceso que sufrió en Papan es muy positivo, así como su estancia en Ipoh. Lástima que no haya seguido allí. -Apretó el puño-. Si pillara al idiota que lo ha dejado salir…

– He sido yo.

El sonido de la voz sobresaltó a Jimmy.

– Yo he pedido ser trasladado a Kanara.

– No lo sabía… Es una verdadera pena… Para alegar…

– No alegaré locura. No estoy loco.

Wong-Fat se echó a reír, revolcándose literalmente sobre la mesa. De repente parecía un mal alumno descarado.

– ¡Pero es la única forma de evitar la horca!

– Oiga -dijo Reverdi, que seguía sin mover ni un eslabón de la cadena-, no pienso volver a Ipoh. No necesito ningún tratamiento.

El chino frunció el entrecejo.

– ¿Y qué quiere hacer? ¿Declararse culpable?

– No.

– ¡No pensará defender su inocencia!

– No haré nada. No diré nada. Que la justicia malaya haga su trabajo. Eso no es cosa mía. Además, no contestaré a ninguna pregunta.

Jimmy hizo tamborilear los dedos sobre su vieja cartera; no se esperaba aquello. Su nuez se movía como la bola de un boliche. Miró a Reverdi de soslayo, luego lo intentó de nuevo:

– De momento, debe prometerme una cosa. -Había adoptado un tono confidencial-. No debe dejar que nadie se le acerque, y mucho menos los funcionarios de la embajada de Francia. Querrán nombrar un consultor, un abogado francés que se inmiscuirá en el caso. Eso sería muy perjudicial para usted. Los jueces malayos son susceptibles.

Jacques callaba, pero ese nuevo silencio podía interpretarse como un asentimiento.

– Y por supuesto -prosiguió el abogado-, nada de periodistas. Ninguna declaración, ninguna entrevista. Hay que estar lo más quieto posible, ¿comprende?

– Acabo de decírtelo. No hablaré. Ni con el juez, ni con los periodistas, ni contigo.

Wong-Fat se puso tenso. Reverdi cambió de tono:

– A no ser que tú me digas algo.

– Perdón…

– Si quieres confidencias, primero debes hacerme alguna tú.

– No comprendo lo que…

– Chisss… -susurró Reverdi, colocando un dedo sobre sus labios. Por primera vez las cadenas tintinearon.

El chino rompió a reír. Una risa demasiado fuerte, exagerada, señal evidente de incomodidad.

– ¿Naciste en Malaisia?

Jimmy asintió con la cabeza.

– ¿En qué provincia?

– En Perak. En las Cameron Highlands.

Reverdi había conocido a un Wong-Fat en las Cameron Highlands. ¿Sería posible que el azar…?

– ¿A qué se dedica tu padre?

– Tiene un criadero.

– ¿De mariposas?

– Sí. ¿Cómo lo sabe?

Reverdi sonrió.

– Conozco a tu padre. Durante un tiempo le compré productos.

El chino parecía totalmente desconcertado.

– ¿Qué… clase de productos?

– Las preguntas las hago yo. ¿Tú creciste allí, en el bosque?

– Hasta los quince años -respondió Jimmy de mala gana-. Después me fui a estudiar a Inglaterra.

– ¿Y cuándo volviste a tu país?

– A los veinte años. Para acabar derecho en Kuala Lumpur.

– ¿Y después?

– Regresé a mi casa, a las Cameron Highlands.

Esa vuelta al campo sonaba raro. Las Cameron eran una región elevada, muy apreciada por la alta sociedad de Kuala Lumpur, pero solo para pasar el fin de semana. Jacques no se imaginaba al abogado enterrándose en el bosque.

– Es mi región natal -añadió Jimmy, como si adivinara el escepticismo de su interlocutor.

A Reverdi se le ocurrió otra idea. Ese adolescente tardío le parecía cada vez menos claro.

Viajas por la región?

¿Por la región?

– ¿Visitas los alrededores de las Cameron Highlands?

– Sí y no. Los fines de semana.

Jacques notó un olor extraño. Un toque ácido planeando sobre el perfume del chino. El olor del miedo.

– ¿Adónde vas? insistió.

– Al norte.

– ¿A la frontera con Tailandia?

Jimmy se retorcía en la silla. El olor comenzaba a identificarse. Moléculas de angustia flotaban en el aire.

– ¿Por qué allí? -remachó Reverdi.

– Para… para cazar mariposas.

– ¿Qué clase de mariposas?

Jimmy no respondió.

¿Pequeños pubis graciosos y calientes? -sugirió Reverdi.

– ¿Cómo? No… no comprendo qué quiere decir… Es absurdo.

El chino cerró la cartera temblando. Jacques miró sus manos rollizas y tuvo una visión: el tipo gordo, más joven, tocándose en los cobertizos de papá, rodeado de mariposas, de escarabajos, de escorpiones, recogiendo su placer a la chita callando, entre el hormigueo de los insectos. Ahora que lo había visualizado, supo que estaba en sus manos; el chino era prisionero de su mente.

– Desde los años noventa y el surgimiento del sida -dijo-, los malayos hacen traer vírgenes a la frontera tailandesa. Por lo que sé, se puede desvirgar a una niña por quinientos dólares. No es mucho para un ricachón como tú.

– Está loco.

Wong-Fat se levantó, pero Reverdi lo agarró de una muñeca y lo obligó a sentarse de nuevo. El gesto había sido tan rápido que el guardia no tuvo tiempo de intervenir.

– Dime que no es verdad -susurró Jacques-, que no vas todos los fines de semana a tirarte niñas. A Keroh, a Tanah Hitam, a Kampong Kalai. Debes de pasártelo en grande. Sí, qué gusto follarse esos coñitos sin preservativo, ¿eh?

El abogado permaneció en silencio. Sus ojos huían, buscando un refugio en el suelo. Lentamente, Reverdi le asió la mano y dijo en voz baja:

– No debes arrepentirte de nada. Nunca.

El chino alzó los ojos. Gruesas lágrimas corrían por sus mejillas.

– ¿Conoces esta frase de Rinzai Roku? «Si te encuentras con Buda, mátalo; si te encuentras con tus padres, mátalos; si te encuentras con tu antepasado, mata a tu antepasado. Solo entonces quedarás liberado.» Debes asumirlo todo. No sentir vergüenza jamás, ¿comprendes?

Vio brillar un destello de esperanza en las pupilas de Jimmy. Era eso lo que había ido a buscar: la complicidad con el mal.

Jacques dejó pasar un minuto en completo silencio para que se recobrara; luego dijo:

– Ahora me toca a mí.

El chino se revolvió en la silla. Parecía aliviado de no estar ya en el punto de mira.

– Levántate y ponte detrás de mí.

Con muchos titubeos, Wong-Fat obedeció. El guardia se irguió; observaba la escena con atención. Jimmy le hizo un gesto tranquilizador.

– Mírame la nuca.

Notaba el aliento entrecortado, jadeante, del hombre a su espalda. Percibía el olor penetrante y viscoso de su transpiración. Por contraste, saboreaba su propia sequedad. Su piel no sudaba. Su pelo, cortado al cepillo, no se adhería. Él pertenecía al mundo mineral.

– ¿Qué ves?

– Un… una marca.

– ¿Qué clase de marca?

– Una especie de cicatriz en la que no crece el pelo.

– ¿Qué forma tiene esa cicatriz?

Silencio. Imaginaba al chino inclinado sobre su nuca, escogiendo cuidadosamente las palabras.

– Yo diría que es… un bucle, una espiral.

– Ven a sentarte.

Jimmy regresó a su asiento, más calmado. Reverdi adoptó un tono grave, el que utilizaba cuando daba clases de inmersión en apnea:

– No es una cicatriz, por lo menos no en el sentido en que tú la entiendes. No ha habido ninguna herida externa. Es una calva.

– ¿Una calva?

– Después de un choque psicológico, en una zona del cráneo los cabellos no vuelven a crecer. La piel conserva la marca del trauma.

– ¿Qué… qué trauma?

Reverdi sonrió: