Tipos duros, criminales.
Pero a la vez hombres enfermos de aburrimiento y de soledad.
Marc dobló el periódico y se dirigió hacia la fotocopiadora. Oía la voz de Pisaï: «Hombre de mujeres. Si quiere entrevista, mande compañera». Llegó donde estaba la máquina y empezó a fotocopiar el artículo, página tras página, sin siquiera bajar la tapa.
Mientras la luz del flash le pasaba por la cara, trazaba un plan. De pronto, unas sílabas acudieron a su mente.
Élisabeth.
Ese era el nombre que elegiría.
11
Jadiya tenía un truco para los castings: la filosofía.
Durante esas esperas en salas que apestaban a colillas y a perfumes mezclados, entre risas contenidas y secreteos, ella repasaba sus clases. Cuando la aparcaban junto con las demás en una habitación sin ventanas ni muebles, salvo varias filas de sillas desvencijadas, recitaba los Tres Conocimientos de Spinoza. Cuando la sometían al habitual examen anatómico, repasaba la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel. Y cuando le pedían que diera unos pasos por el despacho del director del casting, pensaba en la voluntad de poder de Nietzsche. En esos momentos, concentrarse le permitía olvidar que era carne tibia y nada más que eso. Aunque esa carne aspirara a convertirse en la más cara de París.
Aquel día reflexionaba en un capítulo de su tesis doctoral, que trataba sobre la prohibición del incesto. En su obra Las estructuras elementales del parentesco, Claude Lévi-Strauss constataba que el único rasgo común entre las sociedades humanas y animales, el único punto de convergencia entre naturaleza y cultura era la prohibición del incesto. Una ley social que era asimismo universal.
Jadiya sentía un interés especial por ese análisis. Porque el etnólogo se equivocaba: parecía ignorar que algunas de las sociedades antiguas más ilustres habían alentado las relaciones consanguíneas. En las dinastías egipcias, por ejemplo, había matrimonios entre hermano y hermana, entre madre e hijo. Era una forma de preservar la sangre sagrada de los reyes. Se le ocurrían más ideas sobre ese tema, pero no tenía nada para escribir. Suspiró, cerró el libro y paseó la mirada por las chicas que la rodeaban.
La comunidad habitual se hallaba presente: las Anoréxicas Asociadas, las Bimbos Bohemias, las Golondrinas del Este… Como siempre, tuvo un destello de lucidez: ¿qué hacía ella allí? La respuesta era simple: la pasta. Si una era una jovencita de veintidós años de ascendencia argelino egipcia, se había criado en el barrio de La Banane, en Gennevilliers, y medía, pese a una crianza basada en un régimen exclusivo de pasta, un metro setenta y nueve para cincuenta y nueve kilos de peso, no había que dudarlo: debía probar suerte. La idea de ganar miles de euros gracias a su contorno de caderas o a su mirada oscura sí que la llenaba de orgullo. No estaba dispuesta a desperdiciar esa oportunidad.
Maquinalmente, hojeó su book financiado por la agencia Alice, que la apoyaba en su cruzada. Las fotos no mataban… ¿O sería el tema en sí? Esa chica de tez mate y cabello moreno, que se esforzaba en tener un aire natural sobre el papel brillante. Con todo, a Jadiya le gustaba su aspecto. Llevaba su piel tostada como si fuera una gran pieza de tela, tornasolada y sedosa, en la que se envolvía soñando con el desierto. Le gustaba ese rostro anguloso, extraño, que le había hecho pasar por un adefesio durante su infancia y cuya belleza había emergido en la adolescencia como una isla volcánica en un mar grisáceo. Pero sobre todo le gustaba su mirada, ligeramente asimétrica, de pupilas negras rodeadas de oro y sumergidas bajo unas pestañas espesísimas. A veces, por la mañana, cuando se miraba en el espejo, le asaltaba una pregunta: ¿cómo había podido París prescindir de ella hasta entonces?
Aquel día sentía cierta desazón. ¿La angustia del casting? No. Llevaba por lo menos treinta y estaba blindada. ¿Incomodidad ante las otras chicas? Tampoco. Estaba acostumbrada a la compañía de esas malas pécoras espléndidas que te calaban al primer golpe de vista. Había otra cosa. Un detalle subliminal que la inquietaba profundamente. Pasó revista a las candidatas y le llamó la atención una rubia de cabellos lisos y belleza irreal, una especie de ángel anémico.
Jadiya pensó en esos personajes de ciencia ficción, pálidos, que buscan un nuevo planeta porque el suyo está perdiendo energía. Bajo la curva etérea de las cejas, se fijó en una estrella azuclass="underline" la pupila. Un signo de cobalto que evocaba un rasguño, una herida celeste.
Su sensación de náusea se intensificó. Era esa rubia la que la descomponía. Identificó las señales de alerta bajo el maquillaje: las ojeras, la nariz húmeda, los párpados caídos. «Drogadicta», se dijo Jadiya. Una toxicómana a unos centímetros de ella, observándola sin verla entre dos tics de los labios.
Jadiya volvió la cabeza e intentó concentrarse de nuevo en el libro, pero era demasiado tarde. Los recuerdos ya habían comenzado a afluir a su mente.
La Banane de Gennevilliers.
El F3 atravesado por los gritos.
Las llamadas desesperadas a SOS Médicos.
Y sus padres.
La larga historia de sus padres envenenada por la heroína.
La droga había sido su cuna.
El lecho de sus orígenes.
No habría sabido decir con exactitud cuándo y cómo había tomado conciencia de ello. Era una verdad, una enfermedad que se le había revelado poco a poco. A los cinco años había tenido que acostumbrarse a las comidas irregulares, a las esperas interminables en el patio del colegio. Había tenido que adaptarse al reloj misterioso que parecía regir su vida familiar. Un reloj de agujas blandas que instauraba un tiempo, una sucesión sin ninguna lógica. Sus padres cenaban a las dos de la madrugada, desaparecían varios días, volvían para dormir veinticuatro horas seguidas.
Pero, sobre todo, había tenido que dominar el miedo. La amenaza permanente de los ataques, los accesos de ira, los golpes. Una violencia imposible de prever, que se abatía sin ninguna explicación. Siempre con esa convicción confusa de que el origen del mal estaba en otro sitio. Al crecer, Jadiya acabó por entenderlo: la causa de todos esos disgustos era la «enfermedad» de papá y mamá. Esa afección que los obligaba a ponerse inyecciones, a salir de noche con urgencia y a veces a quedarse en el hospital varias semanas.
Jadiya tenía nueve años. Empezó a ver a sus padres de otro modo. Olvidó sus miedos, sus rencores, sus enfados silenciosos para sentir una soledad universal. Las palizas y los insultos no eran justos, sobre todo los que recibía su hermano, de cuatro años, y sus dos hermanas, de seis y siete años respectivamente, pero nadie tenía la culpa. Sus padres estaban presos; estaban infectados y no eran realmente verdaderas «personas mayores».
Jadiya había tomado las riendas de la situación. En su condición de hija mayor se convirtió, para el hogar, en la fuente de regularidad que ella no había conocido nunca. Ella era la que iba a buscar a sus hermanos al colegio, la que les preparaba la comida, la que los ayudaba a hacer los deberes y les leía un cuento antes de que se durmieran. Ella firmaba los boletines escolares, rellenaba los formularios de solicitud de asistencia social, administraba todo lo que había para leer y escribir en casa. No tardó en ser ella -a los diez años- la que iba a buscar a la otra punta de Gennevilliers las dosis de sus padres, igual que otros niños bajan a comprar una barra de pan.
Se hizo una experta. Sobre todo en preparar los chutes. Disolver la heroína en agua. Calentar la mezcla para purificarla. Añadir una gota de limón o de vinagre para diluir mejor la droga. Pasarlo todo a la jeringuilla filtrándolo a través de un pedazo de algodón para que no se introdujera nada de polvo. Otros niños aprenden la receta del bizcocho y ella aprendió la de la heroína. O la del crack, según las temporadas.