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Detrás de una mesa metálica, dos tipos con gorra de béisbol hablaban en voz baja, repantigados en la silla, considerando las fotos esparcidas ante ellos. Parecían dos adolescentes agotados después de masturbarse delante de una colección de Playboy. Jadiya tendió su book sin pronunciar palabra; hacía tiempo que ya no malgastaba saliva.

Los hombres miraron sus fotos. Ella solo veía la visera de sus gorras. Una llevaba la N y la Y entrelazadas de la sigla de Nueva York. La otra, el logotipo de la marca Budweiser. En el universo de la moda, a determinada altura, esa imagen era un valor seguro. El equivalente de la ironía, pero en un mundo sin humor.

Los dos tipos acabaron por echarse a reír.

– ¿Qué pasa? -preguntó Jadiya.

Uno de ellos levantó la cabeza: piel bronceada, barba de tres días. Sacó una de las fotos metidas en el book y leyó el nombre que había escrito.

– Tus fotos no matan, Kadidja.

– Ja-di-ya -repitió ella muy despacio-. Se pronuncia Ja-di-ya.

– Sí, vale -dijo él, frotándose la nuca-. Pero, en fin, tu book parece el catálogo de La Redoute…

– ¿Qué le veis de malo?

– Los encuadres, el maquillaje, tú. Todo.

Jadiya sintió resurgir el fuego, lo notó crepitar bajo su piel.

– ¿Qué tengo que hacer?

– Cambia de fotógrafo.

– Es mi agencia la que…

– Pues cambia también de agencia. ¿Con las cejas piensas hacer algo?

– ¿Las cejas?

– Verás, hay aparatos. Y también hay cera. Y pinzas de depilar. Pero no puedes dejarte ese bosque encima de los ojos.

El hombre ya no reía. Su voz estaba impregnada de lasitud. Jadiya debía de ser la quincuagésima chica a la que humillaba esa mañana. El otro, a su lado, hojeaba el book haciendo restallar las páginas al pasarlas.

Jadiya tuvo un destello: vio a su padre acurrucado en el sofá del salón, pasando páginas de revistas de la misma forma una tarde tras otra, con la mirada fija, esperando la hora de su dosis.

Esa visión le devolvió la coherencia, la rebelión permanente que la constituía, como un armazón de titanio. Sonrió mientras recuperaba su book. Estaba más decidida que nunca a gustarles, a seducirlos.

Se impondría a ellos en su propio terreno.

Muy pronto serían ellos los que arderían de deseo.

Y la antorcha sería su cuerpo.

12

Los días pasaban, pero el programa de actividades permanecía inmutable.

A las cinco, despertar.

A través de la claraboya, el azul oscuro de la noche. Poniéndose de puntillas, Jacques podía observar los otros edificios. En las ventanas palpitaban luces. Se oían los primeros ruidos: toses, orines, abluciones. El rumor se elevaba, amortiguado todavía pero atravesado por tintineos, gruñidos, gritos. La enorme bestia despertaba.

A las seis, luz.

Encendido anémico de las bombillas de sesenta vatios. Herida sorda bajo los párpados. A modo de contrapunto, los guardias recorrían los pasillos, golpeaban todas las puertas, cruzaban el patio. Era la hora de las náuseas. Poco a poco, Jacques tomaba conciencia de cada sensación, ya insoportable.

Las paredes, demasiado juntas. El calor, asfixiante. El galope de las cucarachas sobre su estera. Y los olores. Pese a su obsesión por la limpieza, Kanara era una podredumbre imparable. Todas y cada una de las piedras, de las baldosas, de las grietas estaban habitadas por la humedad. Incluso en plena estación seca, los materiales conservaban el monzón en su memoria.

Otros olores se añadían: orina, mierda, sudor… El concierto de las exhalaciones orgánicas que parecían ensombrecerse, espesarse entre aquellas paredes. Luego, ya, los efluvios de comida. Pesados, grasientos, perezosos. El desayuno estaba en marcha. Pero antes aún había que sufrir algunas pruebas.

Las siete.

La llamada.

La enfermedad de las prisiones. El ritual de la llamada -en malayo, muster- se repetía cinco veces a lo largo del día. Ya no era una comprobación, sino un conjuro, como si esa letanía pudiera impedir toda ausencia, toda tentativa de evasión.

El ruido seco de los cerrojos. Las rascadas de las puertas. El estruendo sordo de los pasos. Esos sonidos se volvían a la larga tan familiares, tan íntimos como los latidos del propio corazón. Concentración en el patio principal. Ante la visión de todos aquellos hombres, las náuseas de Jacques se intensificaban. Dos mil reclusos en cuclillas en el suelo, como papeles arrugados, relegados al rango de números.

Las siete y media.

Himno nacional bajo el sol.

Luego, por fin, desayuno. Los presos se desperdigaban para ponerse de nuevo en fila a lo largo del edificio de la cantina. Después, el hormiguero se dispersaba en el patio: puntitos concentrados en el caldo espeso de la mañana.

Jacques aprovechaba ese momento para ir a las duchas. Provisto de su gayong (una caja de plástico que contenía jabón, dentífrico y útiles de afeitado), con su toalla y su camiseta de recambio al hombro, desaparecía en el edificio situado a trescientos metros del comedor. Reverdi tenía su propia ducha en la celda, pero le gustaba ese edificio a cielo abierto, ese instante de soledad entre las grandes cisternas de agua. Respondía a su propia llamada. La llamada del agua.

Las ocho.

Empezaban las faenas.

Cambiaban de una semana a otra. Aquella, la última de febrero, tocaba rascar las rejas y los barrotes de la prisión antes de que obreros especializados fueran a aplicarles un revestimiento antióxido. Los «voluntarios», con un trapo tapándoles la cara, rascaban, frotaban, lijaban, se cubrían de esquirlas de hierro y acababan confundiéndose poco a poco con los barrotes de metal.

Las nueve, fin de las faenas.

Apertura de los talleres.

Éric se lo había advertido: mientras estuviera en prisión preventiva, Reverdi no podía realizar esos trabajos. De modo que se quedaba con los viejos, los lisiados y los enfermos. El calor comenzaba entonces a aumentar. A medida que transcurrían las horas, iba convirtiéndose en una presencia incontrolable, en una estera sin límite. Jacques se instalaba en el patio preservando su soledad, evitando escuchar las tonterías de los demás, que farfullaban en su dialecto. Chismorreos, rumores, historias de amok y de kriss, esos puñales malayos de hoja torcida que se decía que estaban sedientos de sangre.

A las diez empezaba el deporte.

Flexiones. Abdominales. Después, halteras; allí fabricaban las pesas con bloques de los que se emplean en la construcción. En general, los reclusos trabajaban el cuerpo para salir más fuertes, más peligrosos. En su caso, ¿a qué venía aquello? Era una cuestión de filosofía: quería morir en plena forma. También le producía satisfacción, en el momento presente, mantener su cuerpo despierto. Sentir esa fuerza que fluía bajo su piel, como una luz, un aceite dorado que irradiaba cada uno de sus músculos, cada una de las parcelas de su carne.

Esa exhibición presentaba otra ventaja: demostraba su vigor físico. Mientras hacía ejercicio, sabía que muchos ojos lo observaban a través de las ventanas de los talleres. Incluso los guardias calibraban, por el rabillo del ojo, su fuerza en acción.

Las once y media.

Otra llamada.

Las doce.

Comida.

Comía sin placer, sin apetito, pero siempre contaba con gran precisión las calorías. Allí, alimentarse era un acto de supervivencia. Gracias a la complicidad de Jimmy, había podido mejorar su ración diaria: una pieza de fruta, azúcar y leche suplementarios.

Las dos de la tarde.

Vuelta a los talleres.

Para él, la hora de la siesta. El peor momento. Las moscas, enormes, frenéticas, se estrellaban contra su cara rompiendo el silencio, buscando los ojos. Somnoliento, relegado como los demás al rango de larva inerte, Jacques se tumbaba en el suelo y empezaba a confundir, en la pantalla blanca del patio, moscas y hombres.