Las tres y media.
Otra llamada.
Los números, los brazos que se levantan, los murmullos… Terminaba por resultar hipnótico. Pero entonces Jacques se despertaba. Se enfadaba consigo mismo por haberse abandonado. Ahora percibía su propio cuerpo, que funcionaba, palpitaba entre todos esos zombis. Una máquina clandestina que marchaba en silencio, sometida al calor, a la vigilancia, a la presencia de los demás. Él no estaba muerto. Y hasta el último segundo, estaría rebosante de esa vitalidad ordenada… e incorruptible.
Las cuatro.
Cena.
A partir de las cuatro y media, libertad.
¿Libertad para qué? El patio se animaba a medida que el calor disminuía. Los presos iban a la cantina. Practicaban el trueque; negociaban favores con los guardias; se compraban chucherías en una especie de tienda montada bajo un tejadillo. Y sobre todo, compraban droga. La prisión revelaba su lógica interna, basada en una corrupción total. Todo podía conseguirse con la condición de tener dinero o algo para dar a cambio. Reverdi había llegado a un acuerdo con Jimmy para disponer de dinero, pero no abusaba. Sus deseos no podían satisfacerse con un transistor o unas tabletas de chocolate. Y todavía menos con un chute.
Las seis.
Vuelta a las celdas.
Cuando la puerta se cerraba tras él, Jacques, incrédulo, se quedaba inmóvil. ¿Había vivido realmente un día? Lo peor estaba por venir. Una noche de doce horas. Encerrado entre cuatro paredes, sin ninguna ocupación. En ese instante, odiaba la celda. A esa hora apestaba más que nunca a muerte y a salitre. Un mundo subterráneo, invisible, compuesto de parásitos, de insectos y de ratas, lo acechaba.
Esa noche, a su pesar, dirigió una mirada hacia la claraboya. Todavía penetraba una luz deslumbradora. Recordó la cabaña entre los bambúes. La última Cámara. Se acordó de hasta qué punto se había apartado de su búsqueda por ceder al pánico, por ceder a la…
En el preciso instante en que la palabra «locura» se formó en su mente, las piernas le fallaron y se desplomó en el suelo. Se acurrucó junto a la pared y reprimió las lágrimas. Habría dado cualquier cosa por encontrar una razón para existir, para vivir… incluso los pocos meses que le quedaban.
El chasquido del cerrojo le hizo levantar la cabeza. La puerta de la celda se abrió:
– Jumpa!
13
Jimmy Wong-Fat permanecía en su postura habitual. Traje chic descuidado, cartera roja y vaso de café. Jacques se negaba a admitir que ese gordinflón se hubiera convertido en su única distracción.
– Tengo malas noticias -dijo para empezar-. He recibido un primer informe de los psiquiatras de Kuala Lumpur que vinieron a visitarlo para el contradictamen pericial. Según ellos, su salud mental es buena. Es usted plenamente responsable de sus actos.
– Te lo había advertido.
Jimmy caminaba alrededor de la mesa; sudaba un poco menos que de costumbre. Jacques estaba encadenado al suelo.
– Parece que no lo entiende -susurró-. Si no encuentro una manera de eludir la acusación, sea la que sea, todo está perdido. Es la pena capital.
Reverdi guardó silencio; no tenía ganas de repetir lo que ya había dicho. Prefirió cambiar de tema:
– ¿Tienes mis libros?
La pregunta desconcertó al abogado. Tras un momento de vacilación, rebuscó en una gran bolsa depositada junto a la mesa. Reverdi había decidido confiar en el chino y le había firmado una autorización para manejar una de sus cuentas bancarias.
Wong-Fat dejó sobre la mesa una pila de libros. Jacques miró los lomos: el Kanjur, los Yoga-Sutra, los Rubaiyat del sufí mawlana Umar Jayum…
– Faltan.
El abogado sacó una lista y la desdobló.
– La Biblia de Jerusalén. Los sermones del Maestro Eckhart. Las Enéadas de Plotino. ¿Dónde quiere que encuentre estos libros?
– Están traducidos al inglés.
Jimmy se guardó la lista en el bolsillo.
– Sí, claro, ya lo sé. Los he pedido. -Metió de nuevo la mano en la bolsa-. Por lo menos he encontrado unos pantalones de su talla.
Los dejó sobre la mesa, cuidadosamente doblados, con cara de satisfacción. Finalmente se sentó y cruzó las manos.
– Volvamos a las cosas serias. ¿Sigue el tratamiento?
– ¿El tratamiento?
– Las prescripciones de la doctora Norman. Se supone que debe tomar ansiolíticos todos los días. Quiero saber si lo hace. Y si ve al psiquiatra de Ipoh todos los miércoles, tal como está previsto. ¿Va todo bien por ese lado?
Jacques pensó en Éric, que vendía sus pastillas; no se había tomado ni una. En cuanto al psiquiatra de Ipoh, solo lo había visto una vez y lo confundía con los expertos enviados por Jimmy, todos tamiles que hacían las mismas preguntas nebulosas.
– Sí, muy bien.
– Perfecto. El hecho de que esté en tratamiento es muy importante para su perfil.
Reverdi asintió con la cabeza.
– Pese a todo, hay una buena noticia -añadió Wong-Fat, levantando el dedo índice-. Los padres de Pernille Mosensen han enviado a Johore Bahru a un abogado danés para que se persone como acusación particular. También hay una asociación, alemana, me parece, que asoma la nariz. Intentan exhumar el expediente de Camboya. Al DPP no le va a hacer gracia, créame. La acusación está poniéndose antipática, y eso es muy bueno para nosotros.
Reverdi apenas escuchaba esos argumentos repetidos machaconamente. Decidió meterse un poco con su bufón.
– Cuando te masturbabas en casa de tu padre, ¿utilizabas los insectos?
– He venido a hacer mi trabajo. No me arrastrará a…
– Y cuando te tiras a las pequeñas vírgenes, ¿miras el color de su sangre?
El abogado pronunció un «well» sibilante frunciendo los labios y cerró la cartera. Era como un colegial ofendido.
– ¿Ya no te interesan mis confidencias? -preguntó Reverdi.
El chino levantó los ojos. Jacques le dirigió una sonrisa.
– ¿Y si te dijera que no fui yo quien mató a Pernille Mosensen?
– ¿Cómo?
– Un niño.
– ¿Qué dice?
Reverdi se frotó los hombros con las manos, como si de repente tuviera mucho frío. Las cadenas tintinearon sobre su pecho.
– El niño-muralla -susurró-. El niño que hay en mí…, que contiene la respiración…
Wong-Fat se inclinó, como un sacerdote contra la celosía del confesionario.
– Repita, por favor.
¿Te acuerdas de mi calva?
Hablaba con la cabeza metida entre los brazos cruzados, tendiendo la nuca hacia Jimmy.
– ¿Te acuerdas del choque del que te hablé? -Su voz quedaba ahogada por el pecho-. Fue en esa época cuando el niño-muralla nació. -Apretó los dedos sobre el cráneo-. Gracias a él escapé.
– ¿Escapó? ¿De quién?
– De las caras… detrás del entramado de rota. Las caras que se introducen bajo mi piel. De no ser por el niño, me habría convertido en…
– ¿En qué? ¿En qué se habría convertido?
Reverdi levantó la cabeza sonriendo.
– Olvídalo. Estaba bromeando.
El chino estaba pálido. El tumulto de sus pensamientos se traducía en tics en su rostro.
– Esto es intolerable. Se burla de mí. No comprendo su actitud. -Cogió la cartera y la bolsa de viaje-. Prefiero venir otro día.
Se levantó. Jacques estaba decepcionado: su numerito no le había divertido en absoluto al chino. Decididamente, ese montón de grasa no le interesaba.
– Se me olvidaba… Su correo. -Jimmy balanceó sobre la mesa un gran sobre de papel kraft-. Solicitudes de entrevistas, ofertas de abogados, cartas de amor… -Se echó a reír-. Una auténtica estrella.