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Reverdi levantó con dos dedos la solapa del sobre. Todas las cartas estaban abiertas.

– ¿Las has leído?

– Todo el mundo las ha leído. Está en Kanara, no en el Sheraton. -Wong-Fat se secó la cara con una manga. Había empezado a sudar de nuevo-. El director de la cárcel ha pedido un traductor a su embajada para saber más o menos qué dicen. Después, he tenido que comprárselas a los guardias. Es lo establecido.

Jacques sacó algunas cartas.

– Saca de mi cuenta lo que te hayas gastado.

– Ya lo he hecho.

Las direcciones estaban escritas a mano. Observó algunas con más atención: letra redonda, cuidada, letra de mujer. Apoyó las cadenas sobre el paquete y dijo, sin mirar al abogado:

– Gracias. Hasta el próximo día.

14

Una vez en la celda, Reverdi extendió su correspondencia sobre el suelo. Tirando por lo bajo, un centenar de cartas. Una oleada de orgullo lo invadió. Llevaba menos de tres meses encerrado en Kanara y ya le había llegado correo de toda Europa, en especial de Francia. Clasificó cuidadosamente las cartas en tres categorías y a continuación empezó a leerlas.

Primero, los medios de comunicación. Pasó rápidamente por las peticiones de entrevistas. Cuatro cartas de editores completaban el lote: «¿Por qué no escribe sus memorias?». Hojeó más deprisa aún el grupo siguiente: las oficiales. La embajada de Francia le había mandado varias cartas y manifestaba su extrañeza ante su silencio. La institución adjuntaba cartas de abogados franceses, especialistas en derecho internacional, que habían llevado casos más o menos parecidos -europeos encarcelados en el Sudeste Asiático por tráfico de drogas- y le ofrecían sus servicios. Algunos de ellos incluso precisaban que renunciarían a sus honorarios. Sus intenciones estaban claras: defender a Reverdi garantizaba ser, durante el tiempo que durara el juicio, el centro de todas las miradas. Había también cartas de asociaciones humanitarias, que querían asegurarse de que sus condiciones carcelarias eran correctas. Para morirse de risa.

Arrojó aquel batiburrillo a un rincón.

Pasó a las cartas de los particulares. Mucho más estimulantes, fuera cual fuese el registro: odio, solicitud, fascinación, amor… Su lectura le ocupó más de una hora. Fue una nueva decepción. Eran a cuál más estúpida. Los insultos y las palabras bondadosas convergían en la misma mediocridad.

Pero lo que le interesaba era la forma. Lo que se podía leer entre líneas, bajo los giros de las frases. Notaba en cada coma el miedo, la excitación, la atracción. También le gustaban las diferentes letras, el contacto de la mano sobre el papel, la huella de un estremecimiento al final de las palabras. Era como si aquellas mujeres -prácticamente solo había cartas femeninas- le hubieran hablado en susurros al oído. O rozado su piel. Como las hojas de bambú. Cerró los ojos y dejó que el recuerdo lo acariciara. La vegetación. El murmullo. El camino que había que seguir…

Después volvió a empezar desde cero, examinando detalladamente cada una de las cartas a la luz de la débil bombilla. Contaba las faltas de ortografía, los errores de sintaxis. Estaba sorprendido por la banalidad de aquellos textos. E irritado por la familiaridad del tono. Afirmaban odiarlo, compadecerlo o, lo que era peor, comprenderlo y amarlo, pero siempre adoptando un tono muy cercano. Excesivamente cercano.

En ese registro, una carta superaba a las demás. Destacaba por su ingenuidad. La leyó varias veces y detectó en ella un sentimiento ambiguo: desprecio mezclado con ira.

París, 19 de febrero de 2003

Apreciado señor:

Me llamo Élisabeth Bremen. Tengo veinticuatro años y estoy preparando la memoria de un máster en psicología de la facultad de Nanterre (París X) sobre el profiling, ese método que nosotros llamamos «ayuda psicológica en la investigación» y que consiste en identificar el perfil psicológico de un asesino basándose en el análisis de la escena del crimen y de los demás indicios que se encuentran a disposición de los investigadores.

Mientras realizaba el trabajo de campo, sobre todo durante mis encuentros con varios presos, me di cuenta de que el tema de mi memoria era en realidad un pretexto para abordar el que de verdad me interesa: la pulsión criminal.

Así pues, hace unos meses decidí cambiar de tema, centrar mi atención en los propios presos y tratar de establecer su perfil psicológico al margen de toda consideración penal o moral. Incluso confiaba en trazar una especie de «metaperfil», reagrupando sus puntos en común a través de su historia, su personalidad, su modo de operar…

Estaba en ello cuando el pasado 10 de febrero leí los primeros artículos sobre su detención y las circunstancias extraordinarias en que tuvo lugar. En ese momento tomé una decisión: realizar mi memoria exclusivamente sobre usted.

Por supuesto, eso solo será posible si usted está de acuerdo, es decir, si colabora. No puedo emprender ese trabajo si no estoy segura de que aceptará responder a mis preguntas…

Jacques interrumpió la lectura. No solo lo asimilaba fríamente a un asesino en serie, sino que lo hacía en una carta expuesta a todas las miradas antes de que se hubiera celebrado el juicio. La mayoría de los autores de las cartas esparcidas por el suelo hacían algo similar, pero en esta había un candor, una necedad que sobrepasaba todos los límites.

La carta continuaba en el mismo tono varias páginas.

Dado que no dispongo de mucho dinero, desgraciadamente no puedo desplazarme para verlo personalmente, al menos de forma inmediata. Pero ya he ideado un cuestionario que podría permitirnos establecer un primer contacto. Me gustaría enviárselo lo antes posible.

La cosa iba de mal en peor: le pedía sin rodeos que admitiera su culpabilidad. ¿Por qué no una confesión completa? Cautivado por tanta estupidez, prosiguió la lectura:

Comprenda mi modo de proceder: gracias a mis conocimientos en psicología, creo estar en condiciones de comprender lo que otros no han percibido, ni siquiera intuido.

Por lo demás, mediante mis preguntas y los comentarios que le enviaré inmediatamente, puedo hacerle ver más claramente en su interior. Todavía no soy una psicóloga experimentada, pero puedo ayudarle a soportar mejor ciertas verdades…

Reverdi arrugó la hoja de papel; la ira lo invadía en oleadas ardientes. Encerrado allí, se hallaba expuesto a las miradas y a la curiosidad de todos. Prisionero en un zoo, sometido a la contemplación indiscreta y malsana de cualquiera. Cerró los ojos y buscó en su interior algo de calma que le permitiera serenar su cuerpo y su mente.

Cuando hubo recuperado el control de sí mismo, estiró la hoja de papel. Quería llegar hasta el final de ese viaje al fondo de la imbecilidad.

Sorpresa: la última parte era más interesante. De pronto, Jacques advirtió un acierto en el tono que rompía con el discurso pretencioso del principio. La estudiante se arriesgaba a hacer una comparación entre la apnea y los crímenes:

Quizá voy demasiado lejos, y demasiado deprisa, pero percibo…, ¿cómo lo diría?…, una especie de analogía entre los fondos submarinos y las pulsiones sombrías que lo dominan. En los dos casos está la oscuridad, la presión, la adversidad. Pero también, en cierto modo, una barrera de pureza, un límite desconocido…

¿Cómo expresarlo? Intuyo, entre esos actos y esas inmersiones, la misma voluntad de explorar, de superarse. Y sobre todo, el mismo vértigo, la misma tentación irresistible.

Quisiera sentir ese vértigo, experimentarlo a su lado, a fin de coincidir con su punto de vista. No quiero juzgar, sino compartir.

Si tuviera la suerte de que aceptase guiarme, cogerme de la mano para descender con usted bajo la superficie, estaría dispuesta a comprenderlo todo. A ir hasta el final con usted.