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Al día siguiente volvió a la segunda oficina de correos, en la calle Hippolyte-Lebas, donde el empleado le había explicado los pasos que tenía que dar. El hombre, un asiático menudo con cola de caballo, hizo una mueca.

– No ha seguido el procedimiento. El cartero tiene que…

Marc no lo dejó acabar la frase; hizo pasar por debajo del cristal el pasaporte y el carnet de estudiante de Élisabeth.

– Vive en la Ciudad Universitaria. Un verdadero laberinto.

– ¿Qué le pasa exactamente? -preguntó el empleado en un tono más conciliador.

– La cadera. Se ha roto la cadera jugando al balonmano.

El hombre meneó la cabeza sin convicción, observando los documentos. Detrás de Marc, la cola se alargaba. El asiático levantó un ojo.

– No comprendo una cosa. Usted quiere recibir el correo de esta chica. De acuerdo, pero ¿por qué no en su casa?

Marc había previsto la objeción. Se acercó al cristal y colocó ostensiblemente la mano izquierda delante de su interlocutor. Se había puesto una alianza en el dedo anular. Un truco que ya utilizaba en su época Rapiñador para inspirar confianza.

– En mi casa es complicado.

– ¿Complicado?

Marc dio tres golpes en el cristal con la alianza. El empleado bajó la vista y pareció comprender.

– Entonces, ¿está todo en orden?

El hombre terminó de rellenar las casillas de los formularios reservadas a la administración.

– Son diecinueve euros.

Marc pagó, notando que el sudor le corría por la espalda. El asiático le dio varios resguardos y dijo:

– Cuando venga a buscar el correo, traiga siempre los documentos de identidad. Si no hay pasaporte, no hay carta. ¿Está claro? Y diríjase a mí; yo soy el responsable de las listas de correos.

Finalmente le guiñó un ojo en señal de complicidad. Una vez en la calle, Marc debería haberse alegrado, pero un fondo de angustia lo atormentaba. Confusamente, temía los acontecimientos que seguirían.

A partir del 1 de marzo, fue a correos todos los días.

Era absurdo. Una carta de París tardaba como mínimo diez días en llegar a Malaisia. Además, la administración penitenciaria debía de almacenar las cartas antes de dárselas a los presos. Y en el caso de que Jacques Reverdi decidiera responderle, habría que contar entre diez y quince días antes de que le llegara la carta. O sea, más de tres semanas, en la versión más optimista. Y él había enviado la carta el 20 de febrero.

Sin embargo, todas las mañanas una fuerza magnética lo arrastraba hacia la calle Hippolyte-Lebas. El empleado de correos (se llamaba Alain y era de origen vietnamita) se había relajado con su visitante. Incluso se permitía algunas bromas. «Buenos días, señorita», decía cuando veía aparecer a Marc. O bien adoptaba un tono policial detrás de la ventanilla y preguntaba: «¿Tiene los papeles?».

Sus pullas sonaban a falso.

Y los días pasaban sin respuesta.

En lo tocante al trabajo, Marc lo hacía sin un celo excesivo. Había cubierto otros sucesos y hablado de varios personajes pintorescos: el estrangulador de Pas-de-Calais, el violador de la CX…

Pero en el periódico la motivación descendía. Las ventas estaban cayendo en picado. Las previsiones de Verghens se confirmaban: la guerra en Irak era inminente y a los lectores solo les preocupaba esa cuenta atrás. En períodos de crisis, el público no siente el mismo deseo de sumergirse en historias violentas y siniestras: la amenaza del presente les basta.

El 9 de marzo, los norteamericanos aún no habían bombardeado Irak.

Marc aún no había recibido ninguna carta.

Esa noche le hizo una visita a Vincent.

A las ocho de la tarde entró en el estudio fotográfico del coloso. El artista se hallaba en plena sesión: fotomontajes para una aprendiz de modelo. Ese era su verdadero fondo comercial. Vincent trabajaba para las agencias o directamente para las modelos, y en este segundo caso cobraba en negro. Un auténtico negocio desde el punto de vista fiscal.

Había creado un estilo de imágenes basado en el flou que causaba furor en las agencias y las revistas. Incluso corría el rumor entre las modelos de que esas fotos daban suerte.

Ese triunfo asombraba a Marc. Lo que había empezado como una broma se había convertido en un filón. A finales de aquel invierno, el de 2003, el gigante, al que había conocido vestido de paracaidista inglés, con la gorra en la mano y los dedos siempre manchados de grasa, se había convertido en uno de los fotógrafos más solicitados de París. Hasta se había comprado un estudio al fondo de una escuela de arquitectura, en la calle Bonaparte, en el distrito VI.

Marc se adentró en la penumbra. De pie detrás de su aparato, en el límite de las luces del plató, Vincent peroraba sobre la mejor manera de «atravesar las apariencias». Ayudantes, peluquera, maquilladora y estilistas lo escuchaban religiosamente mientras una joven andrógina era atrapada por los deslumbrantes focos.

Vincent hizo un gesto explícito: «Se acabó por hoy». Un ayudante se precipitó sobre su aparato y extrajo la película como si se tratara de una sagrada reliquia. Otros corrieron hacia los grupos generadores. Todavía crepitaron unos flashes, emitiendo largos silbidos. Cuando el coloso vio a Marc, abrió los brazos exageradamente.

– ¿Habías desaparecido o qué?

Sin responder, Marc siguió con la mirada a la joven modelo, que se metió en el vestuario.

– Olvídate -dijo Vincent-. No vale la pena… -Señaló una serie de polaroids que estaban sobre la mesa de montaje-: Tengo cosas mucho mejores en el almacén, ¿quieres verlas?

Marc ni siquiera echó un vistazo. Vincent abrió la puerta de un pequeño frigorífico situado al fondo del estudio, junto a la sala de revelado.

– Sigues sin estar de humor, ¿eh?

Se acercó destapando una lata de cerveza. Marc se dio cuenta de que va estaba bebido. El fotógrafo compensaba la falta de adrenalina de su nuevo trabajo con fuertes dosis de alcohol. Por la noche era terrorífico. Resoplando como un buey, apestándole el aliento, te miraba con su único ojo visible, a la vez brillante y congestionado. Sin embargo, fue él quien dijo:

– Tienes mala cara. Vamos, te invito a cenar.

Acabaron en un pequeño restaurante de la calle Mabillon. Un lugar de los que le gustaban a Marc: abarrotado, lleno de humo, ensordecedor. Una burbuja de calor humano donde el guirigay general podía sustituir la conversación. Pero Vincent no se dejaba desbordar por el jaleo: monologaba sobre las perspectivas de su propio futuro, encadenando una cerveza tras otra.

– ¿Te das cuenta? -bramaba-. ¡Dos de mis chicas han pasado directamente a la tarifa cuarenta! Gracias a mis fotos. Lo que yo te diga: el flou es el maná. He decidido hacer también de agente. Hago gratis las primeras fotos y me llevo un porcentaje de los contratos que vengan después. Puedo hacerlo tan bien como las agencias, que de todas formas no hacen nada. Soy un mago. ¡Un verdadero descubridor!

Decía aquello en el tono del seductor que quiere convertirse en proxeneta. Con una sonrisa en los labios, Marc levantó su vaso de agua con gas y miró a Vincent a través de él.

– ¡Por el flou!

El coloso alzó su copa.

– ¡Por las tarifas cuarenta!

Se echaron a reír. En ese momento, Marc solo tenía una cosa en la cabeza: se preguntaba si Élisabeth tenía alguna posibilidad de que Jacques Reverdi le respondiera.

16

– Esto viene de Malaisia.

El vietnamita, con una sonrisa radiante, deslizó un sobre por debajo de la pared de plexiglás. Marc lo cogió y tuvo que morderse los labios para no gritar. La carta estaba arrugada, tachada, había sido abierta y cerrada de nuevo, pero era lo que él esperaba: una respuesta de Jacques Reverdi.

Cuando vio, bajo los sellos y los borrones de la administración, la escritura inclinada, regular, formando el nombre de Elisabeth Bremen, notó que su ritmo cardíaco se alteraba, invadía su pecho. Saludó brevemente a Alain y se fue corriendo a su estudio.