Allí, cerró la puerta con llave, corrió las cortinas de los ventanales y se sentó tras su mesa. Encendió una lamparita halógena y se puso unos guantes de algodón de los que se utilizan para manipular los negativos fotográficos. Finalmente, abrió el sobre con un cúter y luego, con precaución, como si cogiera un insecto raro que pudiera desmenuzarse, sacó la carta. Una simple hoja de papel cuadriculado, doblada en cuatro.
La desplegó sobre la mesa y, con el corazón palpitante, empezó a leer.
Kanara, 28 de febrero de 2003
Querida Élisabeth:
Una estancia en la cárcel siempre es una dura prueba: promiscuidad entre los criminales, aburrimiento mortal, humillaciones y, por supuesto, sufrimiento por el encierro. Las distracciones son bastante raras. Por eso deseo agradecerle su carta, tan entusiasta y tan explícita.
Hacía mucho tiempo que no me había reído tanto.
La cito: «Gracias a mis conocimientos en psicología, creo estar en condiciones de comprender lo que otros no han percibido, ni siquiera intuido». Y también: «Mediante mis preguntas y los comentarios que le enviaré inmediatamente, puedo hacerle ver más claramente en su interior».
Élisabeth, ¿sabe a quién le ha escrito? ¿Cree por un solo instante que necesito a alguien para ver «claramente en mi interior»?
Pero, ante todo, ¿ha pensado en las implicaciones de su carta? Se dirige a mí como si fuera un asesino cuyos crímenes estuvieran probados. Olvida un detalle: todavía no me han juzgado. Mi juicio aún no se ha celebrado y, que yo sepa, mi culpabilidad está por demostrar.
Le recuerdo que en la cárcel abren todas las cartas, las leen y las fotocopian. Tiene tal desfachatez, manifiesta tanta seguridad cuando describe mis «pulsiones sombrías» y mi «psicología» que parece poseer elementos determinantes sobre mi culpabilidad. Su carta constituye, pues, una presunción suplementaria contra mí.
Pero eso no es lo importante.
Lo importante es su arrogancia. Se dirige a mí como si fuera a responderle sin la menor vacilación. Infórmese: no he concedido una entrevista desde hace años. No he dado la más mínima explicación a nadie. ¿De dónde saca sus certezas? ¿Por qué supone que voy a responder a las preguntas de una estudiante que pretende analizarme?
Además, ¿qué sabe exactamente de mí? ¿Cuáles son sus fuentes? ¿Periódicos? ¿Documentales? ¿Libros escritos por otros? ¿Cómo es posible comprender una personalidad siguiendo tales caminos?
En cuanto a sus comparaciones entre la apnea y mis «pulsiones», sepa que tan solo yo escojo mi absoluto y que todo eso es inaccesible a los demás seres humanos.
Élisabeth, por favor, haga de psicóloga con los jóvenes delincuentes de Fresnes o de Fleury-Mérogis. Asociaciones especializadas la pondrán en contacto con presos a su medida, dignos de sus pequeños «trabajos prácticos».
No quiero volver a recibir una carta de ese tipo. Se lo repito: una estancia en la cárcel es una dura prueba. Lo bastante penosa de por sí para no tener que sufrir, por añadidura, los insultos de una parisina pretenciosa.
Élisabeth, adiós. Espero no volver a leer pronto una carta suya.
Jacques Reverdi
Marc permaneció inmóvil un buen rato. Observaba la hoja cuadriculada. Ahora parecía un puño que se hubiera estrellado contra su nariz. Con la fuerza de un búfalo.
Había recibido un buen vapuleo. Sin embargo, su cabeza se hallaba en plena ebullición. Sus pensamientos chocaban unos contra otros, seguían trayectorias diferentes, eran como unos fuegos artificiales de ideas contradictorias.
¿Qué significaba esa carta? ¿De verdad había fracasado? ¿Era la primera y última respuesta que recibiría de Reverdi? ¿O, por el contrario, bajo las palabras, bajo los insultos, había una esperanza?
Volvió a leerla. Varias veces. Finalmente, decidió que aquella misiva era una victoria. Algunas señales discretas, implícitas en el texto, lo alentaban. Se había equivocado en la forma, de acuerdo, pero el asesino no le cerraba la puerta.
Además, ¿qué sabe exactamente de mí? ¿Cuáles son sus fuentes? ¿Periódicos? ¿Documentales? ¿Libros escritos por otros? ¿Cómo es posible comprender una personalidad siguiendo tales caminos?
Marc se sentía tentado de traducir: «Si quiere saber la verdad, remóntese a los orígenes. Hágame las preguntas adecuadas». Sin duda pecaba de optimismo, pero se negaba a admitir que Reverdi se hubiera tomado la molestia de escribir a Élisabeth simplemente para insultarla. Entre líneas, el submarinista ponía algunos cebos:
… sepa que tan solo yo escojo mi absoluto y que todo eso es inaccesible a los demás seres humanos.
El hombre no decía: «Soy inocente». Decía: «Usted no lo entiende». ¿No era eso una forma de atizar su curiosidad? Marc sentía escalofríos. Siempre había estado convencido de que Jacques Reverdi no era un simple asesino en serie, un «asesino compulsivo», como lo describía Erich Schrecker.
En los crímenes había una coherencia.
Una búsqueda.
Sonrisa. Sí, decididamente, había dado en el clavo. Su ataque frontal había irritado al criminal, pero le había hecho reaccionar. Y esa carta era una invitación a ahondar, a preguntar, a ir más allá de las apariencias.
Marc, sin quitarse los guantes de algodón, cogió un paquete de papel de carta y la estilográfica que reservaba para Élisabeth. Había que contestar enseguida. Con el ímpetu de la emoción. Élisabeth debía explicarle que podía cambiar de método, que podía, simplemente, escucharlo, comprender, dejarse guiar…
Pero primero, mea culpa.
17
París, lunes 10 de marzo de 2003
Querido Jacques:
Acabo de recibir su carta. Estoy apesadumbrada. ¿Me perdonará mi torpeza? ¿Cómo he podido ser tan estúpida? Jamás querría perjudicarlo, y menos aún ofenderlo.
No había pensado en el problema de las cartas abiertas. Debo confesar que desconozco por completo las normas y los procedimientos vigentes en las prisiones malayas. Siento muchísimo que, por mi manera de expresarme, pareciera que doy crédito a unos hechos que no están ni probados ni demostrados. También en esto confieso mi ignorancia: no sé exactamente cómo va la investigación. Mis conocimientos se limitan a lo que he leído en la prensa francesa.
Perdón, perdón, perdón… En ningún caso quisiera agravar su situación frente a la justicia.
Pero déjeme explicarle las razones profundas de mi petición. Yo ya lo conocía mucho antes de los acontecimientos de Malaisia… y los de Camboya. Lo conocía desde la época de sus hazañas deportivas. La inmersión en apnea me apasiona; cuando tenía ocho años, veía una y otra vez El gran azul. Pasaba horas imaginando lo que puede ser la sensación de las profundidades. Lo que se puede experimentar descendiendo, sin respirar, mucho más allá de los límites del hombre. En esa época, su nombre ya figuraba en primer lugar en mi pequeño panteón íntimo.
Actualmente lo acusan de asesinato. Usted no desea hablar de ello y yo respeto su silencio. Pero no por eso su personalidad es menos extraordinaria. Paradójicamente, los actos de los que ahora es sospechoso están tan alejados de sus proezas deportivas, de su imagen de sabiduría y de paz, que esta situación refuerza más mi interés por usted. Ese vínculo hipotético entre el azul profundo y el negro total, ese recorrido imposible entre el bien y el mal me produce vértigo. Sea cual sea la verdad, el arco de su destino es grandioso.
Esto es lo que espero o, mejor dicho, lo que no me atrevo a esperar: que me ofrezca algunos recuerdos personales, que me cuente cosas que le interesan. Las que sean. Emociones submarinas, recuerdos de infancia, anécdotas sobre Kanara… Lo que quiera, con tal de que esas palabras marquen el inicio de un intercambio.