Jacques meneó lentamente la cabeza.
– ¿Sabes que los ahorcados se empalman como cabrones? Por fin podrás chupármela, encanto.
La porra se abatió de nuevo. Reverdi se puso de lado en el último momento y recibió el golpe en el hueco de la espalda. Su clavícula izquierda crujió. El dolor lo atravesó oblicuamente para rebotar en el omóplato. Retrocedió, se tambaleó, pero no cayó. Con lágrimas en los ojos, arrojó la brocha al cubo afectando una actitud indolente.
– Te juro que, cuando me vaya de aquí, tu autoridad no será la misma.
Raman acercó el pulgar al interruptor eléctrico de la porra, pero no llegó a presionarlo. Los demás presos se acercaban. Todos los ojos estaban clavados en ellos. En el ambiente vibraba una esperanza confusa. Todos esperaban un duelo en la cumbre entre los dos hombres, dos gigantes, el blanco y el negro.
Pero el guardia no estaba tan loco para correr semejante riesgo. Enfundó la porra y dio media vuelta sin pronunciar palabra. Caminaba a un paso tan brusco, tan mecánico que parecía cojear. El calor blanco deformaba su silueta a medida que se alejaba.
Las once de la mañana.
Jacques sentía el mismo dolor cada vez que levantaba las halteras. ¿Tenía la clavícula rota o no? A modo de respuesta, levantó los bloques. Quería borrar ese sufrimiento con el que se infligía a sí mismo torturándose los músculos.
Una voz lo llamó. Reverdi se detuvo en seco, tendido en el banco con los brazos doblados. Se preguntó quién podía atreverse a molestarlo en un momento semejante. Bloqueó los músculos, dejó lentamente las pesas sobre su soporte y se levantó, chorreando de sudor.
El tengku.
Reverdi debería haberse imaginado que se trataba de él. Solo ese chaval era lo bastante inconsciente para interrumpirlo en pleno ejercicio físico. En malayo, tengku designa una posición real, un vínculo de parentesco, aunque sea lejano, con uno de los nueve sultanes del país. Hajjah Elahe Numah pertenecía a la familia del sultán de Perak. Estaba encerrado en Kanara por tráfico de estupefacientes. Lo habían pillado con cuatrocientos gramos de heroína. En general, un miembro de una familia real no acababa nunca en la cárcel; una simple llamada telefónica resolvía el asunto. Pero esta vez el padre había querido dar una lección a su hijo dejándolo pudrirse unos meses en Kanara. Una manera brutal de hacer que se le pasaran las ganas de drogarse.
– ¿Te molesto? -preguntó en inglés.
Reverdi cogió su camiseta sin responder. Al ponérsela notó otro latigazo de dolor. Estaba seguro de que tenía la clavícula rota. Mierda.
Hajjah se sentó frente a él, sobre el cemento caliente. Era un joven gracioso, de cuello largo y piel cobriza. Estaba diplomado por varias universidades inglesas, pero tenía el cerebro machacado por la droga. Sus ojos, saltones como los de un sapo, miraban fijamente. Parecían escrutar un lado invisible del mundo.
– ¿Qué quieres?
– Quisiera…
El tengku hizo una pausa dubitativa.
– Suelta lo que tengas que soltar.
Reverdi no podía admitir que una parte de sí mismo estuviera rota, deteriorada. Ya se veía con un brazo en cabestrillo. Hajjah se decidió por fin a hablar:
– ¿Cuánto pedirías por protegerme?
– ¿Protegerte? ¿De quién?
– De los chinos. De los filipinos.
– ¿Por qué habrían de molestarte los chinos? Tú eres su mejor cliente.
La decisión del padre de Hajjah no había sido acertada para lograr el objetivo deseado. En cuestión de droga, el aristócrata estaba en la gloria en Kanara, sobre todo porque su madre le mandaba a escondidas pequeñas fortunas.
– Tengo… tengo un presentimiento. Esto no va a durar.
– ¿Porqué?
– Si mi padre descubre lo que me da mi madre…
Hajjah se interrumpió a mitad de la frase. Siempre daba la impresión de que se tragaba las últimas palabras en lugar de pronunciarlas. Reverdi notó que lo invadía una sensación de asco: ese toxicómano le recordaba Ipoh y sus zombis atiborrados de fármacos.
– Si dejas de tener dinero, ¿cómo podrás pagarme?
– Podría… Bueno…, podría ser tu…
Hajjah bajó los ojos. Reverdi comprendió su incomodidad. Se levantó del banco.
– No eres mi tipo, cielo. Si te protejo, no será ni por el culo ni por el dinero.
– ¿Por qué entonces?
– Porque decida hacerlo. Así de sencillo. Lárgate.
El hijo de papá le dirigió una mirada despreciativa sin moverse. Pese a su peso pluma, pese a su fragilidad, continuaba comportándose allí como un aristócrata.
– ¡Te digo que te largues! -repitió Reverdi, levantando la voz.
El toxicómano se marchó correteando sobre el asfalto como un ratón de frágiles patas.
La sirena de la llamada sonó. Las once y media. En ese momento comprendió la razón de su mal humor. No era el idiota malayo, ni tampoco su clavícula rota. Ni siquiera la amenaza que se estrechaba a su alrededor en la cárcel. No, era la chica. Elisabeth. Eso era lo que le preocupaba.
A su pesar, esperaba una carta de ella. Jimmy tenía que ir ese día a verlo y le angustiaba pensar que no le llevara nada. Esa dependencia lo humillaba. ¿Cómo podía estar enganchado a una tontería semejante?
Jimmy parecía especialmente en forma. Ponía toda su pasión en ese caso y siempre parecía esperar, a cambio, algunas manifestaciones de complicidad por parte de su «cliente». Antes de que Jacques estuviera encadenado al suelo, anunció:
– La semana ha sido muy positiva. Los pescadores han renunciado a declarar en su contra. En realidad, les he propuesto un trato: si ellos no testifican, usted no se querella contra ellos. El intento de homicidio queda olvidado. Es un acuerdo favorable para todo el mundo.
Jacques lo dejó hablar y recrearse en su propia satisfacción.
– Eso no es todo. He descubierto que hubo un grave error de procedimiento cuando lo detuvieron. Con el barullo, la policía no hizo constar por escrito las condiciones en las que se le pidió la identificación. Además, usted no dijo nada en el puesto central. Eso es un hecho determinante para la ley malaya. En el atestado, usted simplemente no existe. He consultado la jurisprudencia y…
– ¿Tienes cartas?
Volvió a su madriguera.
A la hora de la comida, las duchas estaban desiertas. Recorrió los lavabos y se metió en uno de los retretes, como un colegial que se esconde para fumar.
El volumen de su correspondencia casi se había duplicado, pero él solo había cogido una carta. Había reconocido la letra al primer golpe de vista. Las formas redondas de las vocales, las altas curvas de las eles y las bes. Élisabeth había mandado la carta urgente. La impaciencia era, por lo tanto, igual de manifiesta en el otro extremo de la cadena.
La primera lectura solo duró unos segundos, pero le hizo desplegar una sonrisa que permaneció en sus labios. No se había equivocado. Iba a divertirse con esa chica. En esencia, Élisabeth le pedía perdón y le aseguraba que estaba dispuesta a escuchar lo que fuera: «Abismos los hay de toda clase. Y todos me interesan».
Estuvo a punto de echarse a reír.
Había una cosa que esa tontaina no había entendido.
No era él quien iba a confesarse, sino ella.
19
Jadiya sabía que se trataba de un sueño.
Pero, mientras duraba el sueño, vivía la escena como si fuera un recuerdo.
Estaba delante de una puerta cerrada. Un miserable tablero de contrachapado que podría haber sido derribado empujando con el hombro. Sin embargo, ella la consideraba un portal sagrado, un umbral prohibido que difundía un calor misterioso. Jadiya oía, detrás de la puerta, el crepitar del fuego. Seco, limpio, como el que producen las ramas de acacia en una chimenea.
Se acercó más. En ese momento, la puerta cedió, como si hubiera sido aspirada hacia el interior. Un soplo ardiente le devoró la cara. Una bomba roja que le azotó los ojos pero no la quemó.