Descubrió la habitación incendiada. Cercada por las llamas. Torbellinos de humo brotaban del suelo. Caían jirones de papel pintado. En ese naufragio, todos los objetos parecían arrastrados, aspirados por mandíbulas temblorosas: lámpara de mesilla de noche, mantas, ropa… Jadiya dio un paso adelante y frunció los ojos para distinguir mejor las formas del fondo de la cama.
El hombre sentado era su padre. Se hubiera dicho que esperaba a un médico. O a un enterrador. Estaba ardiendo y su piel despedía miasmas oscuros. Parecía reflexionar, concentrado, cuando su rostro no era más que un crepitar negro. Viéndolo, Jadiya experimentaba temor, desasosiego, pero nada semejante al terror que debería haber sentido. Era una especie de nerviosismo, como en el momento de subir a un estrado para recoger un premio.
Una voz le susurró: «No tengas miedo. Quiere decirte algo». Ella se volvió y vio que el personaje que le hablaba estaba también ardiendo. Tenía la cabeza rapada e iba vestido con una toga. Lo reconoció: era el bonzo de una foto famosa, que se había inmolado en Vietnam y se había consumido en la calle, en la posición del loto. Ahora estaba de pie, pero seguía igual de calvo y envuelto en llamas. Sus ojos ya no tenían pupilas, mientras que sus dientes, blanquísimos, se negaban a arder. El bonzo apoyó una mano en el hombro de Jadiya. Ese contacto la tranquilizó. Como ya no tenía miedo, se dirigió hacia la cama y se percató de que caminaba sobre un mar rojo que se desplazaba bajo sus pies.
Se sentó frente a su padre como si lo hiciera junto a la cama de un convaleciente. Pero entonces él la miró con crueldad. Dos cráteres volcánicos ocupaban el lugar de sus ojos.
– Tengo arena dentro del cerebro.
Jadiya retrocedió. El hombre se puso a rugir mientras brotaban llamas de sus labios.
– Tengo arena dentro del cerebro. ¡La culpa es tuya!
Abrió un brazo, negro y duro como la rama de un árbol calcinado. Jadiya vio la jeringuilla clavada en la sangradura del brazo. Esa imagen era la más absurda de todas: su padre no se pinchaba en el brazo desde hacía años.
– La culpa es tuya -repetía. Su voz crepitaba, pero, como en el caso del bonzo, el esmalte de sus dientes permanecía intacto-. ¡No has limpiado el algodón!
Jadiya se levantó, horrorizada. La voz rechinaba:
– Había arena. Había arena en el algodón. ¡La culpa es tuya!
Jadiya trató de justificarse, pero un algodón ardiendo le tapó la boca. La voz seguía silbando entre el crepitar del fuego: «¡La culpa es tuya!». Ella intentó de nuevo contestar, pero el algodón le quemaba y la asfixiaba a la vez. Sus palabras no atravesaban el umbral de su conciencia. «No es verdad… He hecho lo mismo que siempre… Lo he limpiado todo…»
Jadiya se despertó sobresaltada.
La almohada estaba empapada de sudor y de lágrimas.
Aún notaba el olor a quemado en la garganta y no acababa de tener la mente clara. Estiró un brazo fuera de la cama y sintió el frescor de las baldosas bajo los dedos. Ese contacto la devolvió a la realidad. Se incorporó, procurando no golpearse la cabeza contra el techo abuhardillado. Su habitación era minúscula, apenas cinco metros cuadrados. No había allí nada a su medida.
Se frotó los ojos para recuperar la lucidez. El humo se desvaneció. Las imágenes de llamas desaparecieron. ¿Cuántos años más tendría que soportar esa pesadilla? ¿Cuánto tiempo viviría con ese remordimiento absurdo?
Echó un vistazo al despertador: las tres de la madrugada. No conseguiría volver a dormirse. Se tumbó de nuevo, notando que las náuseas la invadían.
A medida que recobraba la razón, una certeza tomaba forma: tenía que convertirse en modelo. Alejarse de sus orígenes de mierda. Dejar ese cuarto de criada. Acceder al verdadero confort. Gracias al dinero, gracias al ascenso social, lograría escapar de su pasado, de sus pesadillas.
Sonrió en la oscuridad.
Era una idea típica de pobre: pensar que el dinero podía borrarlo todo.
Pensó en sus últimos castings. Un fracaso tras otro. Sin embargo, su agencia le aseguraba que debía perseverar: su físico tenía «potencial». Entonces, ¿por qué no la escogían nunca? Oyó la voz del imbécil de la gorra neoyorquina decirle: «Tu book parece el catálogo de La Redoute».
Había que hacer fotos más modernas. Se lo había dicho al director de la agencia, pero este se negaba a pagar ni una más. Entonces, ¿qué?
Seguía teniendo náuseas que le hacían sentir el cuerpo y la mente pesados.
Se incorporó apoyándose en un codo y tomó una decisión. Pagaría ella misma las fotos. Volvería a su trabajo en la cafetería de Casino, en Cachan. A pesar del olor a grasa quemada. A pesar del cocinero mandón. A pesar de la chusma que la observaba a través del cristal del self-service como si fuera un plato más.
Salió de la cama, agachada bajo el techo.
Primero, vomitar.
Después, esperar a que se hiciera de día para encontrar trabajo.
20
Marc no prestaba ninguna atención a la guerra de Irak.
Desde el 20 de marzo, los disparos de misiles estadounidenses arreciaban en Bagdad y a él aquello no le daba ni frío ni calor. Una picadura de mosquito en el lomo de un rinoceronte. Su única preocupación era saber si ese conflicto influía, de uno u otro modo, en el tráfico del correo internacional. Llevaba dos semanas esperando, perdido en conjeturas, imaginando el recorrido de la carta de Reverdi, preguntándose todavía si no pecaba de exceso de optimismo. Quizá el asesino no tenía ningunas ganas de escribir a Élisabeth.
Mientras esperaba, Marc seguía estudiando una y otra vez la información que había recopilado. Y permanecía atento al caso de Papan. Pero parecía cerrado. Desde el comienzo del conflicto, en Malaisia nadie se preocupaba ya de Reverdi. Todas las mañanas consultaba en la red los periódicos de Kuala Lumpur, leía los despachos de las agencias, llamaba a la embajada de Francia. Y siempre le respondían como si estuviera loco, como si se hubiera equivocado de espacio-tiempo. ¿No había oído hablar de la guerra? El único punto positivo era que había conseguido por fin el nombre del abogado de Jacques Reverdi: Jimmy Wong-Fat. Sin embargo, no había recibido ninguna respuesta a las peticiones que había enviado.
Entretanto, Le Limier funcionaba al ralenti. Las ventas habían alcanzado su nivel más bajo y sus periodistas estaban en hibernación. En ese aletargamiento, Marc vivía al ritmo de su paseo matinal hacia la calle Hippolyte-Lebas. Alain lo recibía con una sonrisa en los labios y siempre lo obsequiaba con una broma nueva. Sin embargo, parecía haber advertido que había «gato encerrado», una apuesta personal en esa historia. Marc se marchaba todas las mañanas cabizbajo y el vietnamita empezaba a mirarlo con compasión. Incluso sus pullas se tornaban más suaves, más alentadoras.
Hasta el sábado 29 de marzo.
Ese día le entregó otra carta por debajo del cristal.
Kanara, 19 de marzo de 2003
Querida Élisabeth:
No tengo fama de ser blando de corazón. Sin embargo, su carta me ha conmovido. De verdad. He percibido en ella un arrebato de sinceridad, una espontaneidad que me ha emocionado. He constatado que ha abandonado la pobre jerga de los psicólogos y que ha renunciado a toda actitud pretenciosa.
Ese nuevo tono me ha gustado, porque es razonable.
Élisabeth, si quiere establecer una relación franca conmigo, debe convencerme de que esa sinceridad es real. Solo entonces podría quizá abrirme yo también. Y escribirle como a una amiga.
Si quiere obtener algo de mí, primero debe darme algo usted. Debe hacerme confidencias.
Soy un submarinista. No puedo considerar una relación -aunque sea por carta, aunque sea aquí, en esta prisión- sino en términos de profundidad. En el fondo de usted será donde lea la verdad de nuestro intercambio. Sumergiéndome bajo su carne será como llegue a saber si puedo escucharla, acercarme a usted.