Marc permaneció en silencio. Solo tenía ganas de pasar por encima del mostrador para coger el sobre.
– Desde que abrió esta lista de correos, solo ha recibido tres cartas. Y las tres de Malaisia. ¿Qué significa eso?
– No se preocupe. ¿Puede darme mi carta?
El empleado se resistió un poco más a soltarla.
– ¿Y su amiga? ¿Cómo está?
– ¿Mi amiga?
Alain sonrió contemplando el rostro de Marc, pillado en flagrante delito de olvido. Leyó en el sobre el nombre de la destinataria:
– Élisabeth Bremen. Su novia, que supuestamente está en cama y que solo recibe cartas de Malaisia.
– Pasó bastante tiempo allí -improvisó Marc, percatándose por fin de que la situación estaba poniéndose fea-. Es estudiante de economía.
– ¿Y su cadera?
– ¿Su cadera?
– Su accidente. El balonmano.
A Marc le costaba muchísimo concentrarse en las preguntas que le hacía Alain. Su cabeza no paraba de pensar: Reverdi se las había arreglado para mandar la carta de respuesta urgente, al margen de los controles de la prisión. ¿Qué había en esa carta?
– Está recuperándose -dijo, haciendo un esfuerzo-. Pero todavía le quedan unas semanas de guardar cama. ¿Me da la carta, sí o no?
Alain se puso rígido. Con lentitud, como a regañadientes, colocó el sobre plastificado en el tambor que estaba al lado de la ventanilla.
– Es para sus estudios -dijo Marc, sonriendo-. No se preocupe.
Cogió el sobre. Enseguida vio, arriba, a la izquierda, la dirección del remitente.
JIMMY WONG-FAT
7TH FLOOR, WISMA HAMZAH-KWONG HING
NOI LEBOH AMPANG
50 100 KUALA LUMPUR, MALAYSIA
El abogado de Jacques Reverdi; recordaba su nombre. Su correspondencia iba a pasar ahora por él, seguramente para mayor discreción.
Marc salió de la oficina de correos como un loco. Tenía que reprimirse para no rasgar allí mismo, en la calle, la solapa adhesiva del sobre.
Fue corriendo a su estudio, estrechando su tesoro contra el corazón.
Kanara, 10 de abril de 2003
Querida Élisabeth:
Me alegro de que aceptes las reglas de nuestra relación. Eres tú, pues, quien va a hablar antes de que yo tome la palabra.
Lo has entendido: necesito pruebas.
Y esas pruebas son rojas.
Existe una traducción de la Biblia que se llama Biblia de Jerusalén, uno de cuyos pasajes siempre me ha impresionado. Se trata del Génesis, 9,1-6. Seguramente esos números no te dicen nada: se trata simplemente del final de la historia de Noé y su arca.
Se suele tener una imagen positiva de ese personaje que regresa, acompañado de las parejas de animales, para poblar la tierra. La realidad es más crueclass="underline" Noé regresa con el alimento de los hombres. Después del diluvio, la cólera de Yahvé se ha apaciguado. La especie humana puede vivir, pero solo puede hacerlo sacrificando a los animales. Es el favor concedido por Dios: los hombres pueden ahora matar a los animales para alimentarse.
Pero Yahvé añade un detalle esenciaclass="underline" no les estará permitido beber su sangre, pues es de «Su» propiedad. Es una constante en todas las religiones: la sangre siempre es derramada en el altar, nadie debe tocarla. Porque la sangre, y en esto la Biblia de Jerusalén es explícita, es el alma de la carne. Y el alma pertenece a Dios.
¿Por qué te cuento esto? Porque esa idea corresponde a una verdad profunda. Muéstrame tu sangre y te diré quién eres.
Unas pocas preguntas serán suficientes. Respóndeme con precisión y, a cambio, te abriré las puertas de mi mente.
En tu primera carta me decías que tienes veinticuatro años. Supongo que todavía no has vivido muchas historias de amor. Pero supongo también que ya no eres virgen. ¿Has pasado al acto, Élisabeth? ¿A qué edad lo hiciste por primera vez? ¿Recuerdas esa primera noche?
No quiero los detalles sentimentales. Solo me interesa una cosa: ¿miraste, después del acto, las huellas de ti misma dejadas entre las sábanas? ¿Dirigiste una mirada, discreta, casi refleja, hacia esas parcelas de ti misma que abandonabas para siempre?
¿Recuerdas el color de esa sangre? Descríbeme esas pequeñas islas oscuras, Élisabeth, con detalle y empleando tus propias palabras. Cuéntame lo que sentiste cuando tomaste conciencia de esa pérdida. Esa sangre perdida era un poco de tu alma ofrecida en sacrificio.
Remontémonos más en el tiempo.
Antes de perder la virginidad, hubo otro momento importante. La matriz femenina despertó en ti. También entonces, sangre. También entonces, un no retorno… ¿Cómo fue esa otra «primera vez»? No te pregunto por las circunstancias. Solo quiero que me describas ese primer período, tibio y desconocido.
Sumérgete en tus recuerdos y busca las palabras exactas para permitirme ver, sobre el papel, el color de ese líquido íntimo. Háblame también de ahora: ¿cómo es tu sangre menstrual? ¿Cómo vives ese flujo regular?
Última pregunta (como ves, no te pido gran cosa): ¿guardas el recuerdo de una herida, provocada por un accidente o por otra circunstancia, de la que manara sangre? ¿De qué color era? ¿Qué sentiste al verla? ¿No había, bajo el dolor, otras sensaciones más confusas, una voluptuosidad vaga, nacida de esa emergencia de la sangre, de esa expansión frente al mundo exterior?
No sigo; no quiero influir en tus respuestas. Escríbeme enseguida, Élisabeth. Que tus confidencias sellen nuestro pacto, como esos niños que se hacen un corte en la muñeca para mezclar su sangre.
Un último punto, esenciaclass="underline" mándame una foto tuya con la próxima carta. Quiero contemplar tu rostro. Y visualizarlo cuando piense en ti.
Para acabar, una precisión técnica: nuestra correspondencia no debe seguir pasando por la dirección de la cárcel. A partir de ahora debes enviar las cartas a la dirección de mi abogado, a través de DHL. Si nuestros vínculos deben estrecharse, que sean también más rápidos.
Espero leerte… y verte.
Jacques
Marc estaba helado… y ardiendo a la vez.
El predador salía del bosque.
Revelaba su naturaleza viciosa y violenta. Su obsesión por la sangre. Eso ya era en sí mismo una primicia. Pero ese giro era también angustioso: Reverdi se acercaba a Élisabeth como a una presa. Quería olfatearla. Oler su sangre. ¿Por qué? ¿Para imaginarla mejor acribillada a cuchillazos?
Marc tendió ante sí las manos, todavía enguantadas: temblaban espasmódicamente. De excitación y de miedo. En vez de pasarse horas pensando en la falla tectónica que acababa de abrir, se levantó.
Tenía que hacer una sola cosa.
Ponerse a buscar las respuestas exigidas.
24
– ¿Viene por su mujer?
– No estoy casado.
– ¿Por una amiga?
– No. Yo…, bueno…
– Bueno ¿qué?
La ginecóloga sonreía, pero su voz delataba impaciencia.
Su rostro, surcado de arrugas, era atezado y redondo como una hogaza de pan integral. Emanaba de él la misma suavidad, el mismo sabor familiar. Sus cabellos cortos, muy blancos, contrastaban con su piel oscura y reforzaban su carácter avejentado, reconfortante.
El despacho encajaba con esa impresión de benevolencia: se respiraba una intimidad de muebles antiguos, de objetos decorativos con pátina. Las mujeres embarazadas debían de sentirse a gusto en ese refugio, en pleno distrito VI.
– Recibo a muy pocos hombres aquí -dijo ella ante el silencio de Marc.
Este esperaba el comentario y había preparado una mentira:
– Soy escritor. En mi próxima novela, el personaje central es una mujer. Y no sé nada de ellas. Quiero decir sobre lo que constituye la intimidad de una mujer.
– ¿A qué llama «intimidad»?
– Bien…, quiero dar la impresión de estar en su lugar, ¿comprende? Quisiera, sobre todo, describir algunos recuerdos… marcados por la sangre. La sangre de la regla, de la virginidad, de heridas.