Bebía la cerveza a pequeños sorbos, apartándose continuamente el mechón con un gesto seco. Había en él algo forzado, brutal. Al tiempo, Jadiya advertía, con sus antenas de Madre Teresa, una vulnerabilidad, una herida. También percibía el olor de una dependencia. Ese tipo era adicto, no a la heroína ni a la coca, sino a algo distinto.
– No hago ningún comentario sobre su físico porque ya deben de habérselo dicho todo -dijo por fin, levantando la cabeza.
– Todo, esa es la palabra.
Jadiya se devanó los sesos para ser ingeniosa, espabilada, parisina, pero no se le ocurrió nada. La voz de Vincent la salvó:
– ¿Ya os conocéis?
Salía de la sala de revelado. Se acercó con sus andares torpes, sacudiéndose los bolsillos, y cogió de entre las manos de Marc la botella de cerveza.
– Jadiya Kacem -dijo, señalándola con el cuello de la botella-, futura estrella efímera de nuestro mundillo vanidoso. Ella aún no lo sabe, pero todo esto (señaló el estudio) va a salirle gratis. Sí, encanto, si estás de acuerdo, nos asociamos. Tú no pagas nada por las fotos y llegamos a un acuerdo sobre los contratos futuros.
Jadiya estaba estupefacta; no sabía si se trataba de una estafa o de una ganga. Ni siquiera sabía si era posible, contractualmente, con su agencia. De momento, dijo:
– Bueno, gracias, yo…
– Marc Dupeyrat -la interrumpió Vincent, rodeando con un brazo amigable los hombros del pelirrojo-, mi mejor amigo y el periodista más tenaz que conozco. Él y yo hemos hecho un montón de barrabasadas juntos.
El hombre se dobló en dos a guisa de saludo.
– ¿Para qué periódico trabaja? -preguntó Jadiya.
Fue Vincent quien respondió:
– Para Le Limier. -Le guiñó un ojo a su amigo-. Un periódico de sucesos.
– No lo conozco -confesó Jadiya.
El periodista volvió a apartarse el mechón.
– No se pierde nada.
Jadiya detestaba a los hombres que se complacían en desvalorizarse. En general, indicaba una vanidad excesiva. Como si en otra vida hubieran podido valer mucho más. O como si pese a todo se situaran tan alto que podían despreciar su propia existencia.
– Un cazador de crímenes -prosiguió Vincent-. Un amante de los cadáveres con mucha sangre. El señor Dupeyrat podría dirigir una de las mejores redacciones de París, pero no, prefiere pasarse la vida en los juzgados y en las escenas de crímenes.
Jadiya había dejado de escuchar. Estaba tomando conciencia de que cada detalle se aguzaba, vibraba, cantaba literalmente bajo su carne. La pureza de las paredes verdes y desnudas del estudio; el olor de la laca en sus cabellos; el peso de las joyas de plata sobre su piel… Cada sensación se cristalizaba, adquiría agudeza, inmortalizaba el instante. Conocía esos síntomas, esa efervescencia secreta de todo su ser. La excitación amorosa. Vincent la salvó de nuevo:
– Bien, tenemos que volver a lo nuestro. El flou no espera. -Dio unas palmadas-. ¡A trabajar, vamos! Arnaud, ¿está todo a punto?
Jadiya siguió con la mirada a Vincent, que se dirigía hacia el plato. Pese a su corpulencia, cuando se movía dejaba una especie de estela de animación, un rastro luminiscente.
– Vaya -murmuró Marc-. No es de los que les gusta esperar.
Jadiya sonrió y buscó de nuevo algo que decir. Ni la menor idea. Mierda. Regresó al plato. El maquillador la detuvo junto a los focos, pinceles en ristre. A su pesar, dirigió una mirada hacia la penumbra. Habría jurado que el periodista la observaba, pero con un aire preocupado, casi contrariado. «Un adicto -se dijo de nuevo-. Un hombre que vive con una obsesión que nadie puede compartir.» Y sintió que la invadía una oleada de calor.
El maquillador la dejó libre y ella salió a escena. Tenía la deliciosa impresión de ser una princesa, el centro de todas las miradas.
– Ponte en la misma postura que antes, sentada en el suelo con las piernas cruzadas -ordenó Vincent-. Muy pura. Haz salir tu lado zen.
Jadiya sonrió al oír esa nueva sandez y obedeció. Se sentía en suspenso, trascendida por el nuevo sentimiento que la invadía. Un agua volátil, más ligera que el aire.
En ese momento, pese a su alegría, pese a los focos, todo se ensombreció. Acababa de acordarse de su propio secreto.
La maldición que le vedaba el amor.
La quemadura india.
Las niñas llaman así a una tortura que se infligen unas a otras. Consiste en apretar la muñeca de su víctima con las dos manos y hacerlas girar en sentido inverso, produciendo un frotamiento doloroso.
La quemadura india.
El nombre de la tortura era muy apropiado. Cuando era pequeña, Jadiya siempre imaginaba a los indios haciendo girar una ramita dentro de un lecho de hojas secas hasta conseguir que brotase primero un hilillo de humo y después, poco a poco, unas chispas…
Eso era exactamente lo que sentía cuando hacía el amor. El dolor que sufría cuando la penetraban. El frotamiento de la carne seca, a punto de arder. Había consultado a varios ginecólogos. El diagnóstico era siempre el mismo: padecía una carencia de secreciones vaginales. No había explicación patológica. «Está todo en su cabeza», le repetían.
¡No me diga! Los médicos le hablaban de frigidez, de bloqueo, de terapia… También le recetaban medicamentos, pomadas para los «casos urgentes», y le daban las señas de un especialista, un psiquiatra sexólogo.
Jadiya asentía, sin precisar que ya se había sometido a cinco años de psicoanálisis que le habían permitido «superar» algunos de sus traumas, sobre todo su educación bajo el signo de la heroína. Pero esos años de introspección no habían podido hacer nada contra el fuego. Jadiya seguía ardiendo. Seca para siempre. Un auténtico desierto, poblado de huesos de animales muertos, blanqueados por el sol.
Sin embargo, se enamoraba con facilidad. Bastaba una mirada o una sonrisa en los bancos de las aulas. O incluso en el self-service, en Cachan. Entonces se sentía dolorida, casi agarrotada. Para ella, el amor era esa irradiación febril, pero también reconfortante, que ascendía bajo sus pechos, constelaba todo su torso. Un coral rojo: así era como visualizaba el deseo que se abría en ella. En contrapartida, tenía un éxito unánime, por supuesto. Una auténtica reina de Saba que subyugaba a los hombres. Sin embargo, enseguida parecían darse cuenta de que algo fallaba. Notaban, con su instinto infalible para evitar toda complicación, que Jadiya no era como las demás. Demasiado sombría, demasiado retorcida…
– ¡Eh, Jadiya! ¿Se puede saber dónde estás? Es la última vez que te pido que te levantes. ¿Crees que podrás hacerlo?
Ella obedeció. Entre flash y flash, intentaba ver al pelirrojo. ¿Seguía estando allí? ¿La miraba? Se sentía atraída por ese periodista enigmático. Y al mismo tiempo, todos sus sensores le avisaban del peligro: un obseso, indiferente a los demás, aferrado a sus manías.
– Ahora vuélvete. ¡Para! Eso es, de tres cuartos… Muy bien.
Por más que se concentraba en la sombra de los paraguas, no veía a nadie.
– ¿Jadiya? Mierda. Si no te importa, ¿puedes volver hacia mí esa sonrisa beatífica?
Acababa de localizarlo por fin, junto a la mesa de montaje. Y en el preciso instante en que lo veía, se había producido un milagro. Una escena de amor de las que solo pasaban en las comedias musicales egipcias que a ella le encantaban.
Creyéndose a salvo de las miradas, el periodista había robado una de sus polaroid y se la había guardado en el bolsillo.
26
Cuando Jacques Reverdi se enteró de que habían organizado una visita médica «monstruo» en la cárcel para detectar posibles casos de SRAS, supo que era el golpe de suerte que esperaba. Sin embargo, no se le ocurría la forma concreta de aprovechar la ocasión. Se había pasado cuatro días dándole vueltas al asunto sin encontrar una solución.