En ese momento, once de la mañana del 23 de abril, esperaba su turno en la inmensa cola y seguía sin tener ninguna idea.
En realidad, en ese momento le tenía absolutamente sin cuidado.
Porque desde hacía dos días estaba bajo los efectos del choque.
El choque del rostro.
Nunca había entendido el desprecio que planeaba sobre la valoración del físico cuando se trataba de juzgar a una mujer. Como si tuviera que ser ante todo un genio, una santa, una madre, rebosante de cualidades morales. Como si apreciarla, adorarla por su rostro, por su cuerpo, por su aspecto fuera un insulto. Las propias mujeres siempre querían ser amadas por su «belleza interior».
Simples y puras gilipolleces.
El don de Dios, el único, era la belleza física. Sobre todo el rostro. El milagro de la armonía, del equilibrio, se concentraba ahí. E imponía silencio. Ni una palabra, ni un susurro… Había que admirar y nada más. El resto era escoria, impureza, contaminación. Todo lo que llamaban «intercambiar», «compartir», «conocer al otro» era mentira. Por una sencilla razón: en cuanto una mujer abría la boca, mentía; no podía expresarse de otro modo. Era su naturaleza ancestral. El magma informe, denso, insidioso del que no podía salir.
Él siempre había escogido a sus compañeras por su belleza. Encontrar un rostro por la calle: era a la vez tan sencillo y tan difícil como eso. Después, no era más que estrategia, cálculo, manipulación. Desde el momento en que empezaba a hablarle a su «elegida», comenzaba él también a mentir. Penetraba en el círculo abyecto de la relación humana. Cuando esas mujeres creían conocerlo, cercarlo, no hacían sino alejarse de él, cayendo en la trampa que les tendía. Una canción de Georges Brassens acudió a su mente:
Quiero dedicar este poema
a todas las mujeres a las que amamos
durante unos instantes secretos…
«Las transeúntes.» Esos versos siempre le habían obsesionado. Le parecía que resumían la esencia misma de su Búsqueda. Ese drama íntimo y eterno, que consiste en dejar pasar un rostro bello en un tren, entre la multitud, en una calle, cuando un irresistible impulso te empuja hacia él. Lo único que cuenta es ese primer deslumbramiento. La chispa primordial.
Por eso, cuando él se disponía a sonsacarle algunas confesiones a Élisabeth y a obtener de ello un mediocre placer, se había sentido subyugado por la foto.
No esperaba eso, en absoluto.
Más que un rostro, las facciones de Élisabeth eran una revelación.
Bajo el cabello rizado y moreno, su expresión fina, acerada, se veía reforzada por unos pómulos altos y unas cejas anchas. Al mismo tiempo, de la parte inferior de la cara emanaba dulzura, ternura. La boca en especial, de labios carnosos y claros, expresaba una sensualidad traviesa, casi divertida.
Pero eran los ojos lo que atraía la atención. Iris negros, dotados de la precisión del cuarzo, con un cerco brillante alrededor (quizá un ribete dorado, pero la foto, una polaroid, era en blanco y negro) y ligeramente asimétricos. Ese extraño desplazamiento del eje de las pupilas era irresistible. Atravesaba directamente los filtros habituales de la percepción, los prejuicios, los hábitos, y hacía añicos todo punto de referencia, toda protección. Te encontrabas desnudo frente a esa mirada y sentías que te deshacías, que te rendías, herido ya en lo más profundo de tu ser.
«Herido», esa era la palabra exacta.
Una herida en tu interior se abría más y más. Un deseo, ya doloroso. Una llamada, una ansiedad… Si Jacques se hubiera cruzado con esa «transeúnte» en las playas de Koh Surin o entre las ruinas de Angkor, la habría escogido inmediatamente. En ningún caso la habría dejado convertirse en una de esas «esperanzas frustradas de un día». Y ella habría constituido su presa más hermosa. Por sí sola, borraba a todas las que había seleccionado.
Ese rostro lo cambiaba todo.
Jacques había decidido entrar en el juego de la confesión.
E incluso ir más allá.
En la cola se armó un alboroto.
Se produjo cierta agitación y se oyeron unos gritos. Reverdi salió de sus pensamientos. Tal vez era el golpe de suerte que esperaba. Se abrió paso entre la multitud y vio en el suelo a un hombre presa de convulsiones, con el cuerpo arqueado. De sus labios brotaba una espuma sanguinolenta. Tenía los ojos en blanco. «Epilepsia», pensó Jacques. El tipo no iba a tardar en morderse la lengua.
– ¡Apartaos! -gritó en malayo.
Se quitó la camiseta y la colocó, enrollada, bajo la nuca del hombre, que seguía temblando espasmódicamente. Cogió la cuchara que llevaba siempre encima para metérsela al enfermo en la boca. Tuvo que intentarlo varias veces hasta que consiguió apoyarla contra el paladar. De este modo, el aire pudo pasar de nuevo al esófago.
Por último, puso el cuerpo de lado para evitar que el tipo se ahogara con sus vómitos. Se encontraba fuera de peligro. El ataque estaba remitiendo. En ese momento reconoció al epiléptico: un indonesio, un asesino de mujeres apodado Vitriolo porque utilizaba ácido para desfigurarlas.
– ¿Qué pasa?
Jacques se volvió hacia la voz. Un rostro cubierto con una mascarilla verde claro apareció entre la multitud. Se apartó. El médico auscultó al indonesio, cuyos espasmos iban disminuyendo. Efectuó los mismos gestos que Reverdi: comprobó cómo tenía la nuca y la garganta.
Se bajó la mascarilla. Era el viejo médico de la cárcel, un indio llamado Gupta.
– ¿Quién ha hecho esto? -preguntó a la concurrencia.
Reverdi dio un paso adelante y dijo en malayo:
– Yo. Hay que inyectarle Valium.
El médico frunció el entrecejo. Era un anciano de tez cerosa, con el pelo aplastado sobre la frente.
– ¿Eres médico? -dijo en inglés.
– No. Hice un curso de socorrismo.
Gupta dirigió una mirada al indonesio, que vomitaba con débiles espasmos. La cuchara seguía brillando al fondo de su garganta, como una prueba.
– ¿De dónde eres? ¿Eres europeo?
– Sí, francés.
– ¿Por qué estás aquí?
– Es usted el único que no lo sabe. Por asesinato.
El médico asintió con la cabeza, como si se acordara en ese momento de un «prisionero especial». Llegaron dos enfermeros y tendieron a Vitriolo en una camilla. El médico se levantó, se puso de nuevo la mascarilla y le dijo a Jacques:
– Tú ven conmigo.
Reverdi conocía perfectamente la enfermería; era allí adonde iba a buscar sus medicamentos todos los días antes de comer. Se reducía a un bloque prefabricado, con las paredes forradas de tablas de madera negra. Estaba dividido en tres habitaciones: una sala grande con camas metálicas, una consulta al fondo y, a la izquierda, un cuartito donde estaban los «archivos»: kilos de historiales clínicos amarilleados por las estaciones secas y los sucesivos monzones.
Normalmente, ese barracón era el lugar más tranquilo de la prisión. Solo unos cuantos lisiados gemían en sus camas, en espera de ser trasladados al Hospital Central. Ese día estaba abarrotado: los hombres se agolpaban entre las paredes tambaleantes, se daban codazos, se agitaban, hasta el punto de que todo el edificio amenazaba con derrumbarse hacia uno u otro lado. Unos médicos disfrazados de cosmonautas habían habilitado alrededor de las camas «salas de consulta», donde se amontonaban presos vacilantes, asustados, bajo el control de guardias armados que no parecían más tranquilos. Todo el mundo temía a un enemigo invisible que amenazaba con atacar de un momento a otro: el SRAS.
– Sígueme -susurró Gupta tras la mascarilla.
Atravesaron la multitud. El médico tenía unos andares raros -movía en círculo los hombros cada vez que daba un paso-, a medio camino entre los de un chulo y los de un jorobado. Reverdi lo seguía, dominando la multitud por una cabeza. Oyó a un médico que gruñía ante las venas invisibles de un drogadicto. A otro que gritaba porque acababa de salpicarlo un chorro de sangre.