La visita médica parecía reducirse a una monstruosa extracción de sangre. Corría a raudales. En los frascos, los tubos, las venas. Decenas de recipientes eran llenados, etiquetados, transportados en bandejas con agujeros. Reverdi sintió náuseas. No podía soportar la visión de esa sangre, exactamente la contraria de su Búsqueda. Sangre de hombre. Sangre impura.
Gupta abrió una puerta corredera. Reverdi entró, aliviado, en la apacible consulta. Una sólida mesa de roble, historiales desordenados, una talla de madera, una báscula y un cartel de lectura con letras de todos los tamaños. Un auténtico dispensario de pueblo.
El médico quitó un montón de historiales de la silla que estaba frente a la mesa.
– Siéntate.
Gupta se instaló también y se bajó de nuevo la mascarilla. Su rostro moreno se hallaba dividido entre el agotamiento y el mal humor. Jacques pensó en un tampón demasiado usado y con la marca de varios sellos diferentes.
– ¿Por qué estás aquí exactamente?
– Por nada.
Gupta suspiró.
– Tengo suerte de vivir en este universo de inocentes.
– Yo no he dicho que fuera inocente.
El anciano lo observó con atención.
– ¿Cuál es el motivo de la acusación? -preguntó.
– El asesinato de una mujer, una europea. En Papan. Jacques Reverdi: ¿no ha oído pronunciar nunca ese nombre?
– Tengo muy mala memoria -contestó, suspirando-. Claro que aquí eso es más bien una ventaja. De todas formas, lo que has hecho fuera de estos muros no me concierne.
Cruzó las manos y permaneció en silencio unos segundos. Un silencio nervioso, eléctrico. No paraba de mover los pies. Al otro lado de la puerta, el barullo parecía aumentar.
– Conozco muy bien al epiléptico de antes… Vitriolo. Está en tratamiento, pero vende las pastillas. ¿Sabes que le has salvado la vida?
– Mejor.
– O peor. Ha matado a más de veinte mujeres. Pero, una vez más, esa no es la cuestión. ¿Estás en prisión preventiva?
– Sí.
– Entonces, ¿no trabajas en los talleres?
– No.
– En caso de que haya epidemia de SRAS, ¿aceptarías ayudarnos?
– Ningún problema.
– ¿No tienes miedo de contagiarte?
– Ya estoy muerto. No tengo ninguna posibilidad de que no me condenen.
– Muy bien. Bueno, quiero decir…
Al otro lado de la puerta, el escándalo seguía aumentando. Un médico vociferaba porque una serie de frascos llenos acababa de estrellarse contra el suelo. Jacques pensó en la sangre…, toda esa sangre extraída de las venas, brillando con su luz oscura…
Por asociación de ideas, se acordó de la carta de Élisabeth. Sus confesiones habían sido otra agradable sorpresa. Se expresaba con inteligencia y originalidad. Esa manera de evocar su propia sangre…, los nombres de los colores, las comparaciones con cuadros… Había sentido una sutil excitación. Esas imágenes enardecían todos sus sentidos, y debía confesar que se había masturbado varias veces leyendo y releyendo aquellas palabras hechizadoras.
– ¡Eh, te estoy hablando!
Jacques se irguió en la silla. Gupta se había levantado y se había puesto la mascarilla.
– Empiezas mañana -dijo con voz sofocada-. Yo me ocupo del papeleo. En cualquier caso, haya SRAS o no, aquí necesitamos gente.
Reverdi se levantó también. En ese momento vio lo que, inconscientemente, buscaba desde que había entrado en el despacho: una conexión de teléfono.
A su pesar, sonrió.
El golpe de suerte que esperaba finalmente se había presentado.
– Estaré encantado de ser útil -murmuró.
27
Una semana más tarde, aún no había enviado su respuesta a Elisabeth. No podía hacerlo antes de confirmar algunos detalles. Su plan requería preparativos y quería tenerlo todo solucionado antes de darle instrucciones.
Las dos de la tarde.
Se dirigió hacia la enfermería.
El día anterior habían llegado los resultados de las muestras de sangre: todos negativos. Ni un solo caso de infección relacionado con el SRAS en la prisión. En aquel momento había temido que lo retiraran de su puesto en la enfermería, pero Gupta había convencido a las autoridades de que necesitaba al número 243-554. Reverdi disfrutaba ahora de una libertad de movimientos increíble. Se hubiera dicho que, debido a la gran conmoción causada por la falsa epidemia, se habían olvidado de él. Hasta Raman lo controlaba menos.
El trabajo en el dispensario era repugnante, pero no se quejaba. En una semana se había hecho una idea de la situación. El combate principal era contra la infección. Heridas purulentas, úlceras supurantes, gangrenas galopantes. Había también eccemas, irritaciones, alergias que se multiplicaban por efecto del calor. Los reclusos se rascaban hasta arrancarse la piel y se hinchaban a ojos vista. Estaban asimismo los lisiados habituales, caídas y otras fracturas abiertas. Sin contar el fondo permanente: disenterías, beriberi, paludismo, tuberculosis…
En cuanto a las urgencias, ya había participado en cinco intervenciones. Un intento de suicidio con hoja de afeitar, una paliza, una caída misteriosa por la escalera y otra caída, más misteriosa aún, dentro de un caldero de sopa hirviendo; por último, un psicópata que había intentado ahogarse comiéndose su propia mierda. Pura rutina.
En realidad, la «gran batalla» era otra. Pese a los esfuerzos de Gupta por practicar una medicina justa, la enfermería era sobre todo el lugar donde se desarrollaba un negocio inagotable, controlado por Raman. Para entrar había que pagar y los tratamientos tenían un precio. A ello se añadía un comercio incesante de tranquilizantes y otros productos químicos. El propio Reverdi explotaba el sistema; no habría podido soñar con un sitio mejor para vender sus medicamentos y renovar su clientela: el cincuenta por ciento de los reclusos que estaban en la enfermería eran toxicómanos con mono.
Jacques estaba a escasos metros del bloque cuando lo llamaron. Se volvió con desconfianza, pues había reconocido la voz: Raman.
– Acércate.
Jacques obedeció, pero se mantuvo fuera del alcance de su porra.
– Tú y yo tenemos que hablar -susurró el guardia en malayo, lanzando miradas circulares.
– ¿De qué, jefe?
– De tu nuevo trabajo.
Jacques observó sin pestañear el semblante negro de Raman: un trozo de meteorito venido de una galaxia diabólica. Sabía de qué quería hablar el cabrón: del reparto de las ganancias obtenidas de las ventas ilícitas en la enfermería, sobre todo las de sus propias pastillas. Sin embargo, se hizo el inocente.
– Tendría que hablar más bien con el doctor Gupta, ¿no?
Raman se quedó inmóvil; luego, de pronto, sonrió. Sus facciones permanecían siempre agazapadas. Cada nueva expresión te pillaba por sorpresa.
– ¿Quieres jugar a hacerte el tonto? Allá tú. También quería hacerte una pregunta. ¿Sabes por qué está presente un cirujano en el momento del ahorcamiento?
Sus músculos se tensaron.
– No, jefe.
– Porque siempre hay que coserlo. Al ahorcado. -Rodeó su propio cuello con una mano-. La cuerda desgarra la carne, ¿comprendes? Espero que al menos no vaya en contra de tu religión.
Reverdi guardó silencio. Un buen rato. Luego, imitando a Raman, sonrió bruscamente.
– Vale más que lo cosan a uno muerto que vivo.
Le guiñó un ojo. Raman lo miró, indeciso. Finalmente dijo:
– Tu abogado está ahí. En el locutorio.
Jimmy lo esperaba en su postura habitual, con un café humeante sobre la mesa, frente a él. Jacques miró el vaso blanco. El abogado empezó a pronunciar el discurso preparado para la ocasión una vez que hubieron encadenado a Reverdi al suelo. Pero este lo interrumpió sin contemplaciones: