Pero lo primero de todo era despejar el terreno.
En unas horas recuperó el control de su vida. Se lavó, se afeitó, se sacó brillo de arriba abajo. Después fue a la tintorería, donde había dejado varias chaquetas, así como una serie de pantalones y de camisas.
– Esto es una tintorería, no un almacén -masculló la encargada.
Marc pagó sin rechistar.
De vuelta en casa, quitó de la pared las fotos de Reverdi y las guardó cuidadosamente en una carpeta. A continuación ordenó sus artículos, notas y comunicados. Agrupó las copias de sus cartas y las cartas de Reverdi. Entre esos elementos, apareció el retrato de Jadiya, del que había hecho una copia.
Tenía que reconocer que era una chica sublime. Bajo la regularidad de sus facciones, poseía un movimiento indómito que la hacía más atractiva que las demás modelos y le otorgaba más fuerza. Quizá eran sus pupilas, ligeramente desniveladas. O sus pómulos demasiado altos, que, según la luz, proyectaban sombras verticales, casi amenazadoras, sobre el resto de la cara. O esa languidez que pasaba por sus ojos como un velo.
Nada más verla, había pensado en esos conciertos para piano de Bartok y de Prokofiev en los que las melodías, cercadas de acordes disonantes, parecen brotar de un magma de violencia y se vuelven más bellas, más puras. Dejó la foto sobre la mesa y le sonrió.
Virtualmente, compartía a esa chica con un asesino.
Pero ni uno ni otro la verían nunca más.
Cerró la carpeta y la llevó al anexo, el cuartito que olía a champiñón. Guardar toda aquella documentación, sobre la que tanto había soñado, era simbólico. Había vuelto al mundo real. Su contacto con Reverdi ya no era una quimera.
Pero lo concreto, ahora, era también el dinero.
Marc se pasó la noche haciendo cuentas de los gastos que se le avecinaban. Un billete de ida y vuelta para el Sudeste Asiático no era excesivamente caro, con la condición de adaptar las fechas de salida y de llegada. Pero Marc no sabía adónde iba exactamente ni cuánto tiempo se quedaría. Suponía que recorrería los países donde Reverdi había vivido -Malaisia, Camboya, Tailandia-, pero nada más. Así pues, tendría que comprar un billete abierto, sin fecha de vuelta establecida, es decir, el más caro. Y comprar otros billetes allí mismo para desplazarse de un país a otro.
Tenía experiencia en viajes. Calculó su presupuesto para desplazamientos, contando los vuelos internacionales, los nacionales y el alquiler de coches, en alrededor de cuatro mil euros. A lo que había que añadir los hoteles, los restaurantes y los imprevistos. En total, unos cinco mil euros.
A esos gastos se sumaba la compra de un ordenador y los programas necesarios; de ningún modo podía utilizar su Macintosh y su módem para comunicarse con Reverdi. Le pareció, tras echar un vistazo a los precios, que dos mil euros bastarían. Si a ese total se añadía un margen para no ir demasiado justo, se obtenía un presupuesto global de alrededor de ocho mil euros.
¿De dónde podía sacar una suma como esa?
Miró, sin ninguna convicción, su cuenta bancaria. El saldo no sobrepasaba los mil euros. Lo justo para acabar el mes trampeando, como de costumbre. Comprobó sus otras cuentas. Vacías. Ninguna inversión. Ningún ahorro. Desde hacía seis años, Marc vivía así, sin red, al día.
Pensó con incredulidad en su época dorada, cuando un mes en que ganaba cien mil francos era un mes «malo». ¿Qué había hecho con todo ese dinero? El estudio era lo único que tenía. ¿Estaba dispuesto a venderlo para emprender ese viaje? No. No es que le tuviera mucho apego, pero ponerlo en venta llevaría algún tiempo. Y sobre todo, no se imaginaba mudándose. Aquel era su antro. Su guarida, forrada con sus notas y sus libros. Un anexo de su cerebro.
Se acostó, manteniendo los ojos clavados en la biblioteca, que brillaba a la luz del farol del patio. Decidió pedir un préstamo al banco al día siguiente, a primera hora.
Por la mañana, después de tomar varios cafés, se puso a ello, pero no se tomó la molestia de desplazarse. Estaba tan seguro de la respuesta de su agencia que llamó por teléfono.
– No lo entiendo -dijo el banquero tras un largo silencio-. ¿Ese viaje es por motivos profesionales?
– Desde luego.
– ¿Y por qué no pide el dinero al periódico?
– Se trata de una primicia y quiero ser yo el propietario. Créame, hay enormes intereses detrás.
Percibía el escepticismo del otro. Cambió de táctica y recordó su época buena, los tiempos en que ingresaba en su cuenta cheques de seis cifras. No había sido siempre un cliente difícil.
– Justo -lo cortó el banquero-. Nosotros ayudamos sobre todo a los clientes que siguen la curva inversa. Clientes difíciles que se vuelven más «fáciles». Comprende, ¿no?
– Le aseguro que se trata de una excelente inversión. Esta investigación me permitirá volver a los años de esplendor.
– Muy bien, pues vuelva y entonces ya veremos.
Marc se contuvo para no pasar a los insultos y colgó. No era el momento de cambiar de banco, ni de añadir tareas administrativas a las que ya tenía que hacer.
La otra posibilidad era Le Limier. También en este caso sabía la respuesta. Verghens no soltaría ni un euro sin saber de qué se trataba… y sin adjudicarse el proyecto.
– ¿Para qué quieres esa cantidad? -preguntó antes de que Marc hubiera acabado la frase.
– Un asunto importante.
– Eso ya lo he entendido. Pero ¿de qué se trata?
– No puedo decírtelo. Por el momento no.
– ¿Es una primicia?
– Exacto.
– Si no hay información, no hay pasta.
– Es justo lo que me imaginaba. Te llamaré cuando vuelva.
Negociaron su tiempo disponible. Verghens no estaba de acuerdo, pero le debía a Marc un montón de días de vacaciones. Al final, tuvo que ceder y le dio tres semanas de permiso.
Solo quedaba una solución: Vincent. Ante la idea de darle un sablazo a su antiguo socio, a quien se lo había enseñado todo, un reflujo ácido le quemó la garganta. ¿Cómo había llegado a aquello? Mendigarle a su propio discípulo… Se consoló diciéndose que lo que estaba realizando era una cruzada. Era un guerrero. Un misionero. Y los misioneros siempre son pobres. Esa miseria constituye incluso un signo de superioridad.
A mediodía, cuando empujó la puerta del estudio fotográfico de la calle Bonaparte, había decidido situarse mentalmente por encima de todo sentimiento de vergüenza o incomodidad. Sin embargo, pese a su resolución, cuando llegó el momento de hablar la humillación le bloqueó la garganta. Vincent le facilitó las cosas.
– ¿Cuánto? -preguntó.
Movido por un oscuro resentimiento, Marc multiplicó por dos la suma que había previsto pedir.
– Diez mil euros.
Vincent atravesó su gran bunker. Abrió la puerta negra de la sala de revelado. Al fondo, Marc lo sabía, había una caja fuerte. Para el material y también para el dinero que las jóvenes modelos le daban en efectivo.
– Cinco mil euros -dijo, dejando un fajo de billetes sobre la mesa de montaje-. No tengo más aquí. Te hago un cheque por el resto.
Marc asintió, con los ojos clavados en el dinero. Debería haber pronunciado una frase de agradecimiento, pero tenía los músculos de la garganta demasiado tensos. Al coger el cheque logró a duras penas articular:
– Te lo devolveré…
– No hay prisa.
– Gracias -dijo por fin.
– Soy yo quien te está agradecido. Si no hubieras decidido poner fin a nuestras gilipolleces de paparazzi, aún estaría encaramado en un árbol espiando a famosas y habría dejado pasar mi oportunidad.