– Es por los conservantes.
Todas las miradas se volvieron hacia la mujer que acababa de hablar, una rubia flacucha de pelo mate y rostro alargado.
– ¿Qué conservantes? El Papa no había sido embalsamado -repuso el periodista.
– Me refiero a los agentes conservantes de los alimentos. Ingerimos tantos que acaban por conservarnos a nosotros. Nuestros cuerpos ya no se descomponen. Está demostrado científicamente.
Se produjo un silencio; luego, de repente, todo el mundo se echó a reír. La rubia, furiosa, insistió:
– ¡Lo digo en serio! Se han hecho estudios sobre la cuestión y…
La interrumpió la llegada de Vincent, que llevaba una carabela de madera clara constelada de sushi. El puente estaba alfombrado de rollitos rellenos de aguacate; la borda, constituida de filetes de salmón, y las velas eran hojas de alga.
– ¿Y si dejáis de decir gilipolleces? Jadiya va a pensar que estáis todavía más pirados que la gente de la moda.
Algunas miradas se posaron en ella. Los invitados estaban sentados sobre cojines, alrededor de una larga mesa baja situada en el centro del estudio fotográfico. Vincent había avisado: «No hay bastantes sillas. Será una cena japonesa».
Como de costumbre, a Jadiya le habría gustado encontrar una réplica ingeniosa y divertida, pero no se le ocurrió nada. Esbozó una vaga sonrisa y esperó, sonrojándose, que pasaran a otro tema.
Seguía preguntándose por qué la había invitado Vincent. ¿Quería ligar? No, el plan era otro. El especialista en el flou la había acogido bajo su ala protectora; ella formaba parte de su gran proyecto de «conquista del mercado». Decía que iba a transformarla en top-model. En cualquier caso, Jadiya tenía que reconocer que sus fotos eran magníficas. Extrañas y brumosas.
– ¿Tú qué opinas?
Jadiya se sobresaltó.
– ¿Perdón?
– ¿Qué opinas del terrorismo checheno?
Se había perdido un capítulo. Su vecino de mesa, un calvo que llevaba sus últimos cabellos en forma de corona, la miraba. Parecía un emperador romano.
– Pues…
Agarrada a los palillos, balbució una respuesta. Se había preparado para hablar sobre el conflicto iraní, pero no había tenido tiempo de empollarse la expansión del terrorismo islámico. Se sentía cada vez más incómoda. El olor a algas y los efluvios de pescado crudo se le agarraban a la garganta. Detestaba el sushi.
Sin embargo, en medio de aquel marasmo tenía una razón para alegrarse.
Él estaba allí, en el otro extremo de la mesa.
Marc Dupeyrat. El enamorado solitario que había robado una foto de ella allí mismo, hacía un mes. Parecía más encerrado en sí mismo que nunca, atrincherado tras el pelo y el espantoso bigote. Ni siquiera le había dirigido una mirada. ¿Timidez? ¿Desconcierto?
Desde el episodio de la foto robada, Jadiya se había montado una película del estilo de las que le gustaban. Tenía una colección de cintas de vídeo de comedias musicales egipcias legadas por su abuela, que había interpretado pequeños papeles en ellas en los años sesenta. Historias románticas en las que cualquier excusa era buena para ponerse a cantar, en las que el amor siempre triunfaba, la miseria se acababa, los hombres eran guapos y buenos, llevaban el pelo engominado…
Para una película de ese tipo, la polaroid robada era un excelente principio. Jadiya imaginaba a Marc cantando en su apartamento mientras admiraba su foto. O dudando delante del teléfono, sin atreverse a llamarla. O cenando con Vincent y orientando discretamente la conversación hacia ella. Al llegar a la cena, tenía la vaga esperanza de encontrarlo allí. Pero ahora se hallaba frente a un muro.
La cena había terminado. Había que actuar. Bebió dos sakes seguidos y se concentró en su recuerdo: el hombre robando su foto. Se agarró a esa escena como se agarraría a un paracaídas y se acercó a él mientras los invitados intentaban levantarse como podían.
– Marc, quería decirte…
Él se irguió y su nuca emitió un extraño crujido.
– ¿Qué?
– Compré Le Limier. Para ver qué era.
– Debe de gustarte perder el tiempo.
De nuevo ese tono sarcástico. De repente le pareció muy estirado, muy idiota. Pero era demasiado tarde para echarse atrás.
– No, al contrario. Me ha parecido… interesante. Desde un punto de vista sociológico.
Él asintió con la cabeza, sin convicción. Saltaba a la vista que esa conversación le desagradaba. La escena era ridícula: ella estaba a cuatro patas y él seguía sentado en el suelo.
– Me gustaría hablar contigo sobre esto. Verás, aparte de las fotos, estoy haciendo la tesis de filosofía. Trabajo sobre el incesto. Tú has debido de investigar…
– Lo siento. En este momento no trabajo en Le Limier. Si quieres, te pondré en contacto con un colega.
Jadiya sentía la cólera vibrar bajo su piel. Se sentó con las piernas cruzadas y lo miró de frente.
– ¿Trabajas para otro periódico?
– ¿Esto es un interrogatorio o qué?
– Perdona.
Marc acabó por sonreír.
– No. Soy yo quien pide perdón. No sé controlarme. -Se apartó el mechón-. Tengo que hacer un viaje.
– ¿Una investigación?
– Una especie de investigación. Un proyecto personal.
– ¿Un libro?
– Demasiado pronto para decirlo.
Cuanto más hablaba, menos le decía. Jadiya experimentaba ahora una alegría perversa hurgando en su secreto.
– ¿Vas a estar mucho tiempo fuera?
– No lo sé.
– ¿Dónde?
– Eres muy curiosa. Lo siento, pero es algo… muy personal.
Jadiya sintió deseos de abofetearlo, pero murmuró:
– Quizá antes de que te vayas tengamos tiempo de vernos.
Él se levantó de un salto, con una flexibilidad extraña, felina.
– Me habría encantado, pero me marcho pronto.
Marc rodeó la mesa y se perdió entre el humo y la algarabía, sin una mirada, sin un adiós. Jadiya se levantó también. Estaba petrificada. El vacío que la llenaba pesaba toneladas, la anquilosaba hasta la punta de los dedos.
¿Por qué esa actitud? ¿Estaba soñando cuando lo vio robar la foto? ¿La había cogido por otra razón? ¿Era un fetichista? ¿Un maníaco? ¿O bien había percibido los problemas de ella, la quemadura india?
Al pensar aquello, su soledad la rodeó como un círculo de llamas. Entre el crepitar, una voz gritaba:
«¡Tengo el cerebro lleno de arena! ¡La culpa es tuya!»
31
¡Qué pesada!
Bajaba deprisa por la calle Saints-Pères. ¿Qué puñetas quería esa chica de él? Lo había Literalmente acosado. ¡Venga a hacer preguntas sobre su viaje! Cualquiera hubiera dicho que estaba al corriente del proyecto…
Marc había decidido volver andando a casa para que se le calmaran los nervios. Pero cuando llegó a la plaza del Louvre seguía igual de furioso. Cruzó la explanada sin levantar los ojos del asfalto. Ni una mirada para la pirámide resplandeciente. Ni un vistazo a las galerías, que dibujaban largas series de arcos azulados.
La presencia de Jadiya le había hecho sentirse incómodo. Había pasado una cena atroz, notando que ella lo observaba, lo examinaba. Para rematar la noche, había tenido que hablarle. ¡Y ahora resultaba que era una intelectual! Nada que ver con la aspirante a modelo estándar, sin color ni relieve. No comprendía la actitud de esa chica. En otro espacio-tiempo hubiera creído que andaba detrás de él.
En la plaza del Palais-Royal se calmó un poco al ver el edificio de la Comédie-Française brillando en las tinieblas. Las dos de la madrugada. Un viento tibio soplaba en la noche parisina, como para barrer los últimos gases de escape y obtener su imagen más pura, más perfecta. Fuentes iluminadas; círculos de piedras; largas galerías de columnas grises. Un verdadero decorado del siglo xvii, como salido de una obra de Molière. Uno casi esperaba ver aparecer, bajo las farolas, al Comendador persiguiendo a Don Juan.