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No se trataba de un sueño, lo sabía, sino de un recuerdo.

Regresó a su asiento y se preparó para afrontar su propia memoria.

1976. Liceo Jean-de-la-Fontaine.

Marc acababa de ingresar en una clase piloto, en la que los alumnos repartían su tiempo entre la enseñanza clásica y la práctica de la música. En aquel instituto tradicional, parecían objetores de conciencia que hubieran dicho «no» a la física y a la geografía en beneficio de la armonía y del contrapunto. Otra diferencia los marcaba: la mayoría eran de sexo masculino. Y el La Fontaine era un liceo de chicas. Pero, sobre todo, eran pobres. Esa era su gran singularidad en aquella guarida de chicas de buena familia, situada en los barrios elegantes del distrito XVI. Marc, que tenía entonces dieciséis años, enseguida se dio cuenta de que su camino hasta acabar el bachillerato sería algo similar a una cuarentena, en la que habría que olvidar toda posibilidad de ligar: las jóvenes herederas los miraban, a él y a sus compañeros, como si fueran vagabundos que hubiesen forzado las puertas del palacio.

A él le tenía sin cuidado; le interesaban más las diferencias existentes dentro de su propia clase. Al igual que en un teclado de piano, había entre los alumnos teclas blancas y teclas negras. Las notas plenas, mayores y sin misterio, y las notas alteradas, menores, atormentadas. Estaban los músicos que pertenecían a la luz, a la simplicidad, y los que pertenecían al dolor, los pájaros heridos.

Los primeros habían escogido la música del mismo modo que habrían escogido la función pública. La mayoría eran hijos de músicos de orquesta y habían optado también por instrumentos de conjunto: fagot, viola, trombón… Los otros, los poetas, tocaban el piano, el violín, el violonchelo. Soñaban con ser concertistas, compositores, revolucionarios… y suicidas.

Las teclas blancas no estaban menos dotadas que las teclas negras. Al contrario. La música fluía bajo sus dedos con una evidencia manifiesta. En su caso, el oído perfecto, el sentido de la armonía y el virtuosismo se daban por supuestos, como la facultad de respirar o de caminar. Las teclas negras tocaban con apasionamiento, pero a menudo les fallaba la técnica. En cierto sentido, y eso era lo más extraño, las teclas blancas «eran» la música. Esta no les planteaba ningún problema. Ni, por descontado, los angustiaba.

Las teclas negras eran la sombra de la música.

Marc pertenecía, por supuesto, a la parte sombría de la clase. Se había unido a los elementos más oscuros. Grégoire Debannier, homosexual exuberante, especialista en la música del Renacimiento, que contaba con complacencia sus aventuras sexuales en los lavabos del Palace y de repente, sin ninguna razón, entonaba una canción de Clément Janequin. Éric Chausson, gigante corto de vista, mal estudiante y jugador de rugby, pero también budista y brujo. Un bruto encerrado en su silencio, cuyos gruesos dedos no paraban de hojear pequeños «Que sais-je?» dedicados a la espiritualidad y podían desgranar, con la levedad más pura, los arpegios de los impromptus de Schubert. Philippe Manganeau, cuyo aspecto era tan normal que se le habría podido tomar por una tecla blanca, pero que era en realidad uno de los más rebeldes. Con sus gafas con montura de concha, sus camisas de cuadros escoceses y sus padres aseguradores, vivía sus orígenes burgueses como una enfermedad genética. Acariciaba el violín a la manera de un terrorista que acaricia la bomba antes de perpetrar un atentado. Y cuando hablaba de abandonarlo todo, todos sabían que sería el primero en hacerlo, porque lo perdería absolutamente «todo» y disfrutaba de ello por anticipado.

Pero el más negro de todos, el verdadero príncipe de las tinieblas, era D'Amico. Marc no se acordaba de su nombre de pila, solo de su semblante encendido y sus cabellos negros, y de que era de origen italiano. Al principio, D'Amico era violonchelista, pero luego se especializó en instrumentos de cuerda exóticos: quena, balalaika, viola mongola… Para él, la música poseía una vocación cabalística que revelaba el sentido secreto del universo. Marc recordaba sus preguntas matinales, en clase de matemáticas: «¿Cómo expresar el Mal? -murmuraba-. Mediante el cromatismo. Los semitonos expresan el deslizamiento hacia Thanatos…». O su pasión por la quinta alterada, conocida como «la quinta del diablo». Cuando D'Amico componía, siempre eran alboradas «maléficas», oratorios dedicados a los «espectros» o cantatas «difamatorias», en las que se acumulaban rupturas y disonancias.

D'Amico participaba en todas las materias con entusiasmo. Intervenía con frecuencia, se presentaba voluntario para hacer exposiciones orales. Marc aún lo veía, de pie en la tarima, haciendo escuchar a la clase, estupefacta, el final del Concierto para piano n.° 2 de Prokofiev mientras, con los carrillos hinchados y las manos abiertas, hacía como si tocara la trompa que cubría los sttacatos del piano. O, en clase de literatura, exponer un trabajo sobre Howard Phillips Lovecraft repitiendo, índice en alto y dirigiendo una mirada recelosa hacia la profesora, como si ella fuera personalmente responsable de lo que él afirmaba: «¡Lovecraft era basurero! ¡Ba… su… re… ro! ¡Nadie lo comprendió jamás!».

El adolescente había conseguido que lo detestaran todos excepto Marc. Su continua agitación, su comportamiento imprevisible, sus reflexiones absurdas suscitaban incomprensión y odio. Algunos detalles agravaban sin cesar el malestar que provocaba: cuando se echaba a reír, lo hacía siempre demasiado fuerte y como a medias, parando de golpe; cuando intentaba ser gracioso, se dejaba caer hacia un lado y perdía los nervios a la manera de un niño incontrolable. Tenía un montón de costumbres raras. Llevaba botines de piel de mala calidad con la cremallera siempre desabrochada. Cuando se sonaba, contemplaba largamente los mocos antes de doblar el pañuelo con cuidado. Y, lo que era más inquietante, no se separaba nunca de una navaja, un objeto ancestral, con mango de hueso, sustraído a su padre, que era peluquero en Bagnolet. Se le podía ver con frecuencia, en una esquina del patio, cortar lentamente las páginas de su libro fetiche, El monje, de Matthew Gregory Lewis. Las jóvenes herederas le habían puesto el apodo de Jack el Destripador.

Al final, la navaja fue el único elemento que encontró su coherencia. Casi treinta años después de los hechos, Marc continuaba preguntándose si habría podido prever lo que había pasado, si habría debido intuir el significado de aquella arma, de la que el violonchelista no se separaba jamás. La verdadera pregunta era: ¿cuánto tiempo tarda un cuerpo humano en perder toda su sangre?

Marc había tardado una clase entera -cuarenta y cinco minutos- en preocuparse por la ausencia de su mejor amigo. Se había dirigido a la enfermería y por el camino se había parado, instintivamente, en los servicios, al final del pasillo de la tercera planta. Había empujado varias puertas y después, en el último retrete, había visto los botines desabrochados. D'Amico estaba en medio de un charco de sangre, con la cabeza contra la taza del váter. En lugar de ir a la clase de geografía, había preferido cortarse las venas. Por bravuconería -pero una bravuconería de su estilo, es decir, ininteligible-, se había metido él mismo el mango de la escobilla en la boca.

Ese gesto tenía una explicación; Marc se enteró más tarde por Debannier, el especialista en el Renacimiento. Él había iniciado al italiano en los placeres homosexuales y a este último le había gustado la experiencia. Sin duda demasiado. Ante la idea de anunciar esta metamorfosis a sus padres -un peluquero muy viril y una madre beata- había preferido bajarse definitivamente del tren.

La explicación no era convincente. Marc sabía que D'Amico no habría temido confesar su homosexualidad a sus padres. Al contrario, pues no desaprovechaba ninguna ocasión para escandalizarlos. Por lo demás, estaba seguro de que el detalle de la escobilla en la boca iba dirigido «personalmente» a ellos. Entonces, ¿por qué se había suicidado? La única explicación que Marc había podido encontrar -y llevaba la firma indiscutible de D'Amico- era que no había ninguna. Una vez más, se trataba de un acto incoherente. Y este daba al personaje su último sinsentido.